ESPECTáCULOS › PAGINA/12 PUBLICA A PARTIR DE MAÑANA CUATRO DISCOS DE LA GRAN VIOLETA PARRA

La mujer que cantaba el Chile profundo

Es una artista imprescindible en la historia de la canción latinoamericana. Las 58 canciones que reúne esta antología permiten recordar, recuperar, sus temas campesinos, sus mazurcas, sus décimas, su picardía, su compromiso, su arte.

 Por Fernando D´addario

Su hermano, el poeta Nicanor Parra, la llamaba “Violeta volcánica”. El Premio Nobel Pablo Neruda prefería otras dos palabras caras a su ideario (“Pueblo verdadero”) para definir a la mujer que mejor expresaba el alma chilena. Ambas apreciaciones –una más ligada al conocimiento doméstico, la otra entendida como una proyección épica de su figura– se complementan con naturalidad: Violeta Parra fue, más que un reflejo de la urgencia de su tiempo, una heroína de la canción latinoamericana. El contexto en que vivió y murió la Violeta (así la llamaba la gente del pueblo, sin más sofisticaciones) determinó también los alcances de su imagen póstuma. De este modo, la historia de la cultura popular le dio más centimetraje a su vida (o mejor dicho a la leyenda que de ella se desprendió) que a su obra. Casi todos saben quién fue Violeta Parra y qué representó, y se ha escrito mucho sobre ambas cosas. Menos habitual es, en cambio, agregarle a esa construcción colectiva la base esencial que la justifica: sus impecables canciones. A partir de mañana, y durante cuatro domingos, una colección de cuatro discos editada por Página/12 pondrá justicia al respecto. Canciones reencontradas en París, Cantos campesinos, Décimas y centésimas y Las últimas composiciones ofrecerán, para fans y para no iniciados, una mirada integral sobre la trayectoria de una artista única e irrepetible. Se trata de 58 canciones que barren con la barrera del tiempo.
Violeta y su música, Violeta y su vida, componen un rompecabezas tan intrincado como fascinante. La mujer que hace 35 años se suicidó pegándose un tiro, poco tiempo después de haber entregado al mundo –por entonces convulsionado, pero optimista– ese manifiesto llamado “Gracias a la vida”, expuso públicamente sus desgarros y sus sueños de amor, su compromiso político y sus instintos básicos, su ironía teñida de inocencia y su literalidad más absoluta. Su carrera no tuvo un perfil definido, acaso porque prefirió supeditar sus composiciones a las emociones cambiantes que la guiaban. No hay, aparentemente, conexión entre la minuciosa búsqueda antropológica de sus Cantos campesinos y la introspección de las Décimas y centésimas, esta última convertida, de algún modo, en una autobiografía, en un testamento prematuro. Sin embargo, los dos discos se vinculan a través de elementos dispersos: esa voz que parece quebrarse por exceso de vigor emocional, ese ascetismo militante, que le impedía complejizar armónicamente lo que podía decirse en tres tonos, ese sabor a campo, extrañado desde la ciudad, que despide toda su estética.
Estos cruces la muestran en toda su dimensión. Se dice que cuando era joven llegaron a considerarla loca, porque su canto no se ajustaba a los cánones del folklore chileno. No tenía, en efecto, una técnica depurada, y sus búsquedas evitaban los clichés del paisajismo. La Violeta tenía una relación tan visceral con la gente (por entonces todavía se le llamaba pueblo) que toda su obra recorre las ilusiones y desilusiones que fue recogiendo con los años. Recorrió todo su país, desde el desierto de Iquique hasta los hielos del sur, rastreando el alma chilena, buscando su propio sonido. Aborígenes y campesinos le facilitaron el camino. Le hablaron de dolores ancestrales, de amores hostiles, que también la representaban. Melodías sencillas como “El palomo”, “Dónde estás prenda querida” y “Miren cómo corre el agua”, entre otras, dan plena constancia de ello.
Las Ultimas composiciones se enfrentan a los mismos sentimientos, pero la madurez política, en un Chile ya maduro para la revolución democrática que llegaría con Salvador Allende, no interfiere (a lo sumo enriquecía) en su karma personal. Así, la divertida pero furibunda “Mazúrquika modérnica” convive con la explosión de felicidad que promete el amor correspondido (la notable “Volver a los 17”) y la amargura existencial provocado por el abandono. El despecho la hacer descreer de todo y de todos: “Maldigo por fin lo blanco/ lo negro con lo amarillo/ obispos y monaguillos/ ministros y predicados/ yo los maldigo llorando/ lo libre y lo prisionero/ lo dulcey lo pendenciero/ le pongo mi maldición/ en griego y en español/ por culpa de un traicionero/ Cuánto será mi dolor”.
En un país que vivió el fenómeno de una intelectualidad cercana a la realidad de la vida cotidiana (recordar, por ejemplo, la sintonía política que establecía Pablo Neruda con su pueblo), Violeta llegó a ser una mimada de los escritores y poetas de su tiempo. Un oportuno viaje de legitimación a París potenció ese vínculo. Allí vivió, cantó, expuso sus habilidades plásticas en el Museo del Louvre (sus tapices y sus óleos eran tan espontáneos como sus canciones) y volvió. De esa experiencia vital, traducida en discos, quedan algunas canciones memorables: la más fuerte, acaso, debe ser “La carta”, en la que escupe su bronca por la detención de su hermano Nicanor y denuncia el aparato político-policial que reprime las reivindicaciones populares. A Canciones reencontradas en París pertenecen también “Rodríguez y Recabarren” (otro viaje por las luchas latinoamericanas) y la ironía de “Qué dirá el Santo Padre” (“Qué dirá el Santo Padre/ que vive en Roma/ que le están degollando, a sus palomas”).
En 1954, la Violeta había sido elegida “la mejor folklorista de Chile”. Un título nobiliario que ya estaba implícito como parte de un mandato familiar. Su padre era profesor de música. Ella misma, dicen, tocaba la guitarra desde tan chiquita que debía poner el instrumento en el piso para poder dominarlo. Sus hijos Isabel y Angel institucionalizaron el legado. Otros artistas ilustres, como Mercedes Sosa, le dieron fama y brillo interpretativo a sus mejores textos. En el medio, antes y después, ajenas a toda estilización, desnudas, sus canciones. Impecables.

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Violeta era una artesana, tocada con la varita mágica de la poseía.
 
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