ECONOMíA › OPINION

En estado de shock

 Por Alfredo Zaiat

La ya tradicional tarima con los cuatro representantes de las entidades agropecuarias en conferencia de prensa hablando de la vaca manta, del insistente reclamo para aumentar la elevada rentabilidad de la soja o del destino de la próxima campaña de trigo, con la mayoría de los dirigentes de la oposición de claque, resulta una postal peculiar. El mundo está viviendo la mayor crisis del capitalismo global, se están desmoronando paradigmas productivos que durante décadas dominaron el escenario económico internacional y existe un perturbador desconcierto en el liderazgo político mundial. Esa inquietante dimensión de lo desconocido resulta ignorada en la comarca de la política doméstica, cuya preocupación gira casi exclusivamente alrededor de las retenciones agropecuarias. Semejante autismo brinda respuestas aún más nítidas para aquellos que siguen dudando sobre el carácter conservador y regresivo de la protesta del sector del campo privilegiado. El contexto internacional impone estar en guardia sobre su impacto en el escenario económico-social en materia de preservación del empleo, del ingreso de la población más vulnerable y del riesgo de que se agudice el problema de la pobreza y la indigencia. Requiere el esfuerzo de pensar nuevas herramientas de intervención, de coordinación y cooperación con los socios estratégicos regionales y de diseñar programas innovadores para tratar de amortiguar los costos del desmoronamiento de la economía global. En cambio, para no pocos dirigentes empresarios y políticos cuyo centro del universo es su ombligo, el problema son las retenciones a la soja.

Las potencias económicas están en estado de shock ante la dinámica de una crisis que los supera, debido a que sus líderes y cuadros tecnoburocráticos no fueron educados ni preparados para abordarla. Ellos fueron formateados bajo la concepción de que el mercado es el principal ordenador de las fuerzas productivas con un Estado subsidiario del capital. Esa estructura de funcionamiento del capitalismo global ha tenido su período de oro de crecimiento sostenido (1946-1973), uno posterior de altibajos con crisis parciales (1974-2007) y ahora ha recibido un golpe fulminante con la caída del Muro de Wall Street (2008). Esa imposibilidad de acercarse a la comprensión de esta debacle y, por lo tanto, a los fallidos intentos por detener la sangría, queda en evidencia con las nacionalizaciones culposas y parciales de entidades financieras quebradas. Los funcionarios de Obama, la oposición fundamentalista republicana, gran parte de la cofradía de economistas y los grandes medios de comunicación se resisten a mencionar la palabra “nacionalización” o “estatización”. Siguen sosteniendo que los Estados Unidos deben seguir siendo el abanderado del mercado libre y que esas intervenciones públicas sólo lo hacen por obligación. De esa forma, como se confirma con el acelerado deterioro patrimonial de las compañías, termina profundizando la crisis.

La absorción por parte del gobierno federal de las firmas Fannie Mae, Freddie Mac, AIG y del Citigroup, participación estatal traducida como “nacionalización parcial”, ha sido un primer intento de rescate financiero de accionistas y acreedores. Estrategia que no ha tenido éxito para recuperar el ciclo virtuoso del crédito para volver a hacer rodar la rueda del sistema. Los accionistas han perdido participación en el capital de la entidad y se está licuando el valor de sus tenencias: la acción del Citi vale menos de un dólar (98 centavos) cuando a mediados de 2007 había alcanzado los 55 dólares. Como elemento paradójico, históricamente la izquierda dura ha reclamado la nacionalización de las grandes empresas, hoy es el “Estado burgués” el que la instrumenta. Pero a diferencia de un proletariado asumiendo la conducción de ese proceso, ese Estado lo está implementando buscando el salvataje del capital. A pesar de ese intento, no le fue posible rescatar a los accionistas. Esa intervención avanza ahora en ofrecer un puente de auxilio a los acreedores de las entidades. En esta instancia, el esfuerzo fiscal será de proporciones todavía más grandes que los conocidos megaplanes. Por eso en estos momentos la preocupación en el mercado no son los accionistas, que ya quedaron en la lona, sino el riesgo a un default o quita a la deuda monumental que contabilizan las entidades financieras. La injerencia del Estado en los bancos hasta asumir el control total tiene el objetivo de encontrar la vía para poder cancelar o refinanciar esos pasivos acumulados. El desafío es hacer funcionar a esos bancos para que vuelvan a prestar al sector productivo y para que se renueve la confianza entre entidades para reiniciar el circuito del crédito interbancario. De esa forma, el sistema podría recuperar dinamismo y los bancos, pagar sus deudas.

Mientras se va desarrollando este proceso financiero traumático y con final incierto, la debacle va estrechando la actividad de la economía real. Las grandes empresas globales reaccionan en forma desesperada disminuyendo su ritmo de producción junto a anuncios de una violenta reducción de personal. Los excedentes de bienes generados por una sobreproducción no tienen hoy destino debido a que el segmento de consumidores con capacidad de compra está padeciendo un efecto pobreza por la caída de activos o han perdido el trabajo o han dejado de tener acceso al endeudamiento. Así se da el contrasentido de que la producción no tiene mercado porque quienes estaban dentro del sistema están en crisis y el vasto sector de la población excluido del acceso a bienes de consumo, que podría sumar demanda efectiva, no tiene recursos para comprar. Esta inequitativa distribución del ingreso a nivel global, que se fue profundizando en las últimas décadas, actúa como el sinsentido final de una organización productivo-financiera que está estallando en mil pedazos. Otro de los factores que despiertan cierta perplejidad es la pasividad de los gremios y de miles de trabajadores que están quedando en la calle por el ajuste. En Estados Unidos la tasa de desempleo se disparó al 8,1 por ciento, alcanzando a 12,5 millones las personas sin trabajo, la cifra más alta desde 1940. En España, casi 14 por ciento de la población económicamente activa está desocupada, situación que se repite en el resto de los países europeos. La casi nula resistencia a los despidos se explica por la pérdida de peso de los sindicatos europeos y estadounidenses, debilidad que se fue acentuando en las últimas décadas a medida que se iba consolidando el fundamentalismo del liberalismo conservador con la receta de la flexibilización laboral.

La clase trabajadora de los países desarrollados se encuentra ante un escenario inédito. Después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, el miedo al comunismo impulsó a los gobiernos a diseñar una red de protección a partir del denominado Estado de Bienestar, que mejoró las condiciones materiales de los obreros. Para algunos cientistas sociales, la virtud del régimen soviético fue que el sistema capitalista reaccionó brindando beneficios a los obreros occidentales para alejarlos del comunismo. Luego de la caída del Muro de Berlín, de-sapareció ese cuco pero la sobreproducción alentada por una burbuja especulativa alimentada por un abundante crédito mantuvo ese estadio de bonanza pese a la flexibilización y al deterioro de las condiciones laborales. Ahora no hay ni cuco comunista ni prosperidad. Entonces, mientras los liderazgos políticos de las potencias no tengan miedo, ya sea por estallidos sociales, por resistencias sindicales o por revueltas políticas, los senderos para encontrar una salida a la crisis seguirán ignorando el costo social de la crisis. Y los paquetes de estímulo continuarán en la actual línea de subsidiar al capital con la esperanza de reanudar el ciclo de acumulación capitalista con los sobrevivientes de la presente destrucción.

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