ECONOMíA › OPINION

Base erosionada

 Por Alfredo Zaiat

El resultado electoral del domingo pasado permite varias lecturas sobre los motivos del retroceso del oficialismo, y ninguna es excluyente para comprender el veredicto de las urnas. Las últimas elecciones brindan abundante material para el entretenimiento de analistas políticos y sociales. En esas evaluaciones ya se ha incluido el conflicto del Indec como factor relevante en el balance negativo. Las estadísticas pasaron a ocupar un insólito espacio de la disputa política a partir de abruptos cambios que se impusieron en la gestión y generación de información del Instituto. Una mirada un poco más amplia, lo que no significa minimizar la estrategia equivocada de la administración kirchnerista con el sistema nacional de estadísticas, muestra que las últimas elecciones volvieron a probar que la persistente alza de precios, con mayor o menor intensidad, es un potente elemento de desgaste para los gobiernos. Aquí como en cualquier otro país. En Argentina, las últimas décadas ofrecen más de una experiencia acerca de cómo la inflación ha sido un importante componente de erosión del capital político. Hubo varios momentos de estallidos, como el Rodrigazo, la ruptura de la tablita en la dictadura, la hiperinflación de Alfonsín y luego la de Menem, y la megadevaluación de Duhalde, que derivaron en crisis. En algunos casos esos gobiernos se pudieron recomponer y en otros no tuvieron esa suerte. Pero también el control de la inflación se ha convertido en un activo que ha permitido fortalecer la acción gubernamental. Esas etapas se registraron en el comienzo de la tablita de Martínez de Hoz, el Plan Austral de Alfonsín, la convertibilidad de Menem y la estabilización luego del fuerte ajuste cambiario durante la gestión Kirchner. Este recorrido puede presentar cierta duda debido al triunfo de Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones de 2007, pero el tema precios, si bien ya había empezado a horadar la base de sustentación social, recién empezaba a adquirir densidad en sectores medios y en los vulnerables, que apostaban a la posibilidad de su resolución.

Pese a ese cuadro de situación, donde los precios pasaron a ocupar un lugar central en el debate económico, la evolución de la inflación desde 2007 ha tenido un comportamiento bastante moderado en comparación con cualquier antecedente traumático del pasado. Pese a ello, ha desempeñado un papel importante en la pérdida de apoyo en sectores urbanos medios, primero, y en cierta porción de las clases populares, después. En esta instancia aparece, además del conflicto con el sector del campo privilegiado, el efecto social perturbador por la alteración de la forma de administración del Indec. Dependencia pública que requería de cambios en metodologías y de una depuración de áreas de convivencia sospechosa entre técnicos públicos y privados. Pero modificaciones que necesitaban también transparencia, publicidad y equilibrio en ese proceso de transformación. Al carecer de esas cualidades, la variación del IPC distribuida mensualmente por el Indec dejó de ser solamente un escenario de tensión entre realidad y percepción, discrepancia que siempre existió y que se registra en todas partes, sino que también empezó a influir en las expectativas sociales, en la legitimidad de la palabra oficial y en la pérdida del capital simbólico de la fuerza política mayoritaria.

Ante el derrumbe de la credibilidad del Indec, la percepción, abonada con fruición por vías diferentes desde la oposición política, el poder mediático y la secta de economistas de la city, se impuso como en ningún otro momento. Más allá del comentario vulgar acerca de que es suficiente con ir al supermercado para saber qué está pasando, que domina el sentido común de la sociedad, la elaboración de la metodología del índice minorista, la captura de datos de rubros diversos y su posterior procesamiento es bastante más complejo que el listado de un ama de casa. En los últimos meses, desde el último trimestre del año pasado, ha habido un marcado proceso de desaceleración en las subas de precios, que incluso ha sido detectado por consultoras privadas aunque a un menor ritmo que el Indec. Pero igualmente todavía sigue presente el clima inquietante de inflación. Estado de situación que no pudo ser compensado pese a que se mantuvo el ingreso real de la mayoría de los trabajadores por alzas salariales que acompañaron esa evolución. Pero ajustes de precios constantes han ido erosionando ese mecanismo equilibrador, que no ha sido suficiente ante una percepción diferente sobre la inflación. Lo que sucede es que gran parte de la prensa y de economistas profesionales, ortodoxos o heterodoxos, pasaron a privilegiar índices privados, siendo éstos tanto o más débiles que los difundidos por el organismo público. En ese espacio es donde emerge con más nitidez la pérdida del capital simbólico para disputar en el terreno político un debate económico. Y pasa a ser dominante el escenario de la percepción, lo que aleja así la posibilidad de un análisis sólido sobre aspectos relevantes de la economía, dejando abierta la puerta a las miserias políticas, especulaciones económicas, intereses ocultos y, en este caso también, a una debacle electoral.

Gobiernos anteriores perdieron elecciones al padecer índices de inflación altos y muy elevados. En esta oportunidad, la derrota fue por no haber querido aceptar una suba de precios un poco superior a una media tolerable que se ubicaba en el rango del 10 al 15 por ciento. El tránsito hubiera sido complicado, pero se puede especular que no tanto como el elegido. Existe un antecedente cercano. El “milagro chileno” se desarrolló con tasas de inflación altas, con un promedio anual de casi 20 por ciento para el período 1980-1990. Es cierto que ese éxito trasandino es difícil de trasladar a la situación argentina debido a la experiencia traumática del pasado reciente. Además, las fuerzas en disputa (empresas-trabajadores) tienen un nivel de formalidad y presencia en la puja distributiva mucho más sólida aquí que en Chile. Si bien es imposible transferir linealmente ese antecedente a la realidad argentina, sirve como referencia respecto a que existían opciones para edificar un escenario con perspectivas favorables si hubiera existido capacidad de explicar cuáles son las tensiones distributivas que se generan en una economía periférica y con mercados concentrados.

La administración kirchnerista es una de las principales responsables –y víctima– de la consolidación de esa corriente dominante basada en la percepción sobre la intensidad inflacionaria. De esta experiencia emerge con nitidez que el manejo de las expectativas y de las percepciones de una sociedad constituye un factor relevante para la aceptación de determinada política económica, incluso la que es beneficiosa para las mayorías. Batallar contra esas condiciones objetivas que se presentan en la actualidad solamente pensando en la “fuerza de la razón”, en el supuesto que la tuvieran, es minimizar el elevado costo que significa desconocer esas limitaciones para la imprescindible tarea de reconstrucción de un bloque sólido para desafiar el avance de la restauración conservadora.

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