EL MUNDO › OPINION

El triunfo de la razón

 Por Gabriel Puricelli *

Aun antes de que se empezaran a contar los votos, el pueblo boliviano demostró, votando pacíficamente a favor o en contra de un nuevo texto constitucional, que se sitúa colectivamente más allá de la crispación que proponen los líderes de la derecha, la que se ha traducido en violencias de distinto tipo, incluyendo crímenes como la masacre de Pando. Ese solo hecho, antes de y junto al resultado mismo, ratifica por enésima vez la legitimidad del gobierno de Evo Morales: obligado a ese ejercicio por el desafío radical de los partidos y líderes herederos del viejo régimen, el MAS ha salido siempre airoso usando las armas de la razón, sin dejarse tentar (aun controlando plenamente la fuerza estatal) por la razón de las armas, como sí lo ha hecho el sector recalcitrante de la oposición.

Sin embargo, el proceso constituyente no le pertenece al gobierno más de lo que les pertenece a aquellos sectores de los movimientos sociales que lo pusieron en marcha mucho antes de que se transformara en la savia de la vida del primer mandato del presidente Morales. Un ejercicio genealógico tal vez permita atribuir a los campesinos y minifundistas (de abrumadora mayoría indígena) que marcharon desde Trinidad, en el Beni amazónico, hasta La Paz para reclamar por el desplazamiento de sus tierras ancestrales a que los forzaban latifundistas y empresarios forestales, allá por 1990. Esa lucha sedimentaría, en capas sucesivas, con la de los campesinos (ex mineros desocupados en gran parte) del Chapare que luchaban contra la erradicación de la coca por los Rangers, con la de los recién llegados (también desde la desocupación) a las periferias urbanas y su lucha por el derecho al agua, con las protestas de la “Guerra del Gas”, hasta desatar el movimiento político que puso a un indígena al frente del Palacio Quemado.

Ese movimiento tenía en la legalidad vigente un corsé que limitaba el despliegue de la transformación que requería la reivindicación de los derechos de los perdedores de las reformas neoliberales de las casi dos décadas previas a la crisis que se cerrara con la elección de Morales. Dividida y con los partidos que la representaron en plena licuación, a la derecha no le quedaba, hace cuatro años, la fuerza para seguir controlando el Estado, pero sí la necesaria para hacerle el país ingobernable al MAS y sus aliados. Fue en ese momento que convergieron la virtud de la agenda constituyente de los movimientos sociales, con la necesidad concreta del nuevo gobierno de sobrevivir al constante desafío antidemocrático de aquellos a los que había arrasado limpiamente en las urnas. De eso han tratado todas las elecciones posteriores a la llegada de Morales al gobierno: de llevar a buen puerto un proceso que lo precedía (y del que él era el emergente natural) y de ratificar los plenos títulos que tenía (y sigue teniendo) el MAS para llevar a cabo su programa.

Como ha sucedido en todas las elecciones anteriores, voceros de lo viejo insepulto como Samuel Doria Medina no han esperado siquiera el dictamen popular de las urnas para decir ominosamente que “el proceso constituyente no ha terminado” y recurrir a la hipérbole aduciendo que “no hay consensos”, para anticipar que no hay pronunciamiento democrático que las clases aún dominantes estén dispuestas a aceptar. De la creciente eficacia del gobierno del MAS para hacer realidad sus promesas y de la permanente vigilancia de los líderes democráticos de América del Sur dependerá que esa amenaza no se concrete y que la voluntad consistente y reiterada de los bolivianos sea respetada.

* Co-coordinador de Programa Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas.

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