EL MUNDO › ESCENARIO

Puñales

 Por Santiago O’Donnell

Es verdad, Chile dio al mundo un ejemplo de transparencia y convivencia política en las elecciones del domingo pasado. Pero cuando se apagaron las cámaras empezó un festival de puñaladas en la espalda entre los líderes de la Concertación. No bien Eduardo Frei había terminado de admitir su derrota, el ex presidente Ricardo Lagos dio inicio a las hostilidades al tomar el micrófono para decir que el pueblo chileno había hablado y había que dar paso a la nueva generación. El discurso no le cayó nada bien a Frei y al eterno presidente del partido socialista, Camilo Escalona, ni a la presidenta Michelle Bachelet, que fue la principal sostenedora de Escalona contra los embates del ex socialista Marco Enríquez-Ominami durante la campaña presidencial. Lagos es el referente del PPD, uno de los partidos chicos de la Concertación, junto con el Partido Radical. Y en las filas del PPD se alistan dos de las principales figuras de la “nueva generación”, la jefa de la campaña Carolina Tohá y el senador Ricardo Lagos Weber, hijo del ex presidente.

Esa noche se sumó a la refriega el presidente del partido demócrata cristiano, Juan Carlos Latorre, el partido de Frei, que culpó por la derrota a su principal socio en la Concertación, el Partido Socialista. Latorre dijo que las candidaturas de los ex socialistas Jorge Arrate por el Partido Comunista y Marco Enríquez-Ominami como independiente, habían dividido el voto de la Concertación en favor del ahora presidente electo Sebastián Piñera, el candidato de la derecha unificada. Como que los socialistas no habían podido contener a sus propios cuadros y disciplinarlos detrás del candidato consensuado por todos los partidos de la Concertación.

La evaluación de Latorre estaba cargada de cinismo. Es cierto, el Partido Socialista no había podido contener a Arrate y a Enríquez-Ominami, justamente por no permitirles presentarse en una elección primaria contra Frei, el candidato demócrata cristiano, para dirimir la candidatura de la Concertación. Y no los dejaron presentarse precisamente para evitar una fractura en la Democracia Cristiana, que venía muy golpeada después de perder dos internas consecutivas contra candidatos socialistas. Si ganaban la interna otra vez los socialistas, el miedo era que la mitad de la Democracia Cristiana se mudara a la coalición de la derecha.

Después saltó a la refriega José Antonio Gómez, ex presidente del Partido Radical, el otro partido chico de la Concertación. Gómez dijo que la culpa la tenían los jefes de la Democracia Cristiana, el socialismo y el PPD porque aceptaron que el candidato se elija a dedo. Los radicales, en cambio, se habían opuesto y habían conseguido una “preprimaria” en la que su candidato había sido fácilmente derrotado. La “autocrítica” de Gómez era no haber luchado lo suficiente por sus ideas. Cuando renunció a la presidencia de su partido en plena campaña de ballottage, con la esperanza de que los demás presidentes lo imitaran para dar paso a la tan reclamada “renovación”, sólo lo siguió Pepe Auth, presidente del PPD. En cambio, los dinosaurios Escalona y Latorre, los de los partidos grandes, los que realmente importaban, se atornillaron a sus sillones y siguieron ahí, como un lastre, durante toda la campaña. Hasta el día de ayer, cuando finalmente renunciaron (a Latorre la DC le rechazó la dimisión)..

A las críticas de Gómez se sumaron las del presidente interino que lo había reemplazado, Fernando Meza, quien le apuntó los cañones directamente a la presidenta Bachelet y su ministro de Economía Andrés Velazco, las figuras políticas con el más alto índice de aprobación de Chile. Según Meza, Bachelet tardó demasiado en alinearse detrás de Frei y Velasco tendría que haberles aumentado el sueldo a los maestros en vez de ahorrar tanto y dejarle a Piñera el aumento servido en bandeja.

Acto seguido el diputado Meza tuvo la delicadeza de pactar un acuerdo parlamentario con la derecha a espaldas de los popes de la Concertación, ganándose el mote de “traidor” de toda la Concertación. El escándalo obligó a Meza a renunciar a su cargo partidario y abortó el acuerdo para rotar la presidencia de la Cámara Baja entre los radicales y los partidos de la coalición de la derecha.

Todos esos reproches y pases de facturas demuestran la dificultad para absorber una derrota que a todas luces fue autoinflingida. Los chilenos estaban más que conformes con las políticas públicas de los gobiernos de la Concertación, con el manejo de la economía. Perdieron porque los cuatro presidentes de los partidos, cuatro iluminados, decidieron elegir el candidato de la Concertación en vez de dejar esa elección en manos de la gente, por temor a que la gente se equivocara. Y se equivocaron ellos porque eligieron un candidato “fome”, como dicen los chilenos, para colmo una figurita repetida. A los chilenos no les gustó el candidato y tampoco la forma en que lo eligieron, y no lo votaron. Encima los excluidos se presentaron por afuera y sus críticas a la Concertación fueron capitalizadas por la derecha en la segunda vuelta. Es cierto lo que dice Atilio Boron que al parecerse tanto Frei a Piñera fue más fácil para los votantes pegar el salto, pero no fue la ideología el causal de la derrota. Es más, los votantes de izquierda, los que más podrían disentir con el perfil socialdemócrata de Frei, fueron sus votantes más fieles. Los que se fueron, liberales, independientes, centristas, lo que sea, se fueron no por ideología sino por desacuerdos con una cultura política que consideran anquilosada y anticuada.

Piñera no tuvo que hacer demasiado, más allá de despegarse del legado de Pinochet, unificar a la tropa detrás de su candidatura, repetir la palabra “cambio” cada vez que abría la boca y hacer la plancha mientras la Concertación se enredaba en sus propias telarañas. Piñera no era un candidato invencible ni mucho menos. Ya había perdido en la elección anterior contra Bachelet por un margen importante. Y encima viene a representar al neoliberalismo en plena crisis del neoliberalismo ante un electorado que venía votando centroizquierda desde que le devolvieron el voto. Su encanto radica en que es el más argentino de los candidatos chilenos. En una sociedad ordenada y estructurada por demás, Piñera es el vivo, el piola, el tipo que se hace millonario con un negocio que no se le ocurrió a nadie, que juega siempre al límite de lo legal, que se come multas por usar información privilegiada en la compraventa de acciones. Un tipo que toda la vida se dedicó a la especulación, tanto política como financiera, y que se vende como emprendedor. Un díscolo, un rebelde entre los políticos de la derecha, que se da el lujo de diferenciarse en temas progre como el matrimonio gay porque es dueño de medio país y tiene plata para armar equipos de campaña y controla medios de comunicación y es el dueño de Colo Colo. Un tipo con algunas cualidades que muchos chilenos admiran, pero al que nadie considera un estadista o una autoridad moral. No lo votaron por sus ideas. Ya intentó meter mano en Codelco, la minera estatal, con una modesta inyección de capital privado, pero se chocó contra una pared. Ya tuvo que prometer que no va a tocar la red social que armó la Concertación. Ya tuvo que reconocer que Bachelet hizo una gestión “excelente” y que él no se va a apartar mucho de esa línea.

Entonces es más difícil digerir la derrota y por eso los puñales están a la orden del día. Todo muy lindo con el traspaso ejemplar. Pero la derrota de la Concertación, cuando tenía todo para ganar, dejó otro mensaje para el mundo y sobre todo para sus vecinos.

Porque el problema no estuvo en la ideología, ni en la economía, ni en la gestión.

Parafraseando a Bill Clinton: es la participación, estúpido.

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