EL MUNDO › UN PAíS QUE PROMETIó SER LA ESPERANZA DE AFRICA, PERO ESTá BAJO UNA DICTADURA VIOLENTA Y REPRESIVA

Zimbabwe, un aniversario con tragedia

Ayer se cumplieron treinta años de la independencia de Zimbabwe y también de Robert Mugabe en el poder. La coincidencia explica exactamente el drama de ese país, que pasó de la prosperidad a la entropía absoluta.

 Por Sergio Kiernan

Hace exactamente treinta años, Robert Mugabe asumía la presidencia de una nación llamada Rhodesia. Durito y sonriente, con grandes anteojos y traje gris a rayas, the doctor firmaba y proclamaba varias medidas ya anunciadas: que el país pasaba a llamarse Zimbabwe y su capital Harare, que los blancos eran bienvenidos a quedarse, que esa tierra hermosa y dolida no discriminaba el color de sus hijos. Fue un momento notable en que un revolucionario africano hizo lo que pocos, lo que nadie, y se portó como alguien más grande que su historia. Mugabe fue un verdadero héroe internacional, un modelo a seguir, la figura más ejemplar del continente hasta que liberaron a Mandela. El aniversario de la independencia de ayer lo encuentra todavía en el poder, transformado en una mala caricatura, un tirano sombrío de una tierra muerta.

Rhodesia se llama así por William Rhodes, el proletario inglés devenido millonario sudafricano que soñó con un imperio del Cabo al Cairo, conectado por ferrocarriles. Constructor obsesivo que dejó caserones desparramados por toda el Africa oriental británica, escuelas, hospitales, cuarteles y hoteles, Rhodes se aseguró desde la política y con la chequera que existiera su imperio. Hubo un momento no hace tanto, en que hubo un cluster de países asociados, formados por Sudáfrica, Rhodesia y Rhodesia del Norte, con algunas sucursales más al norte y al oeste.

Junto con Sudáfrica y la Kenya del Valle Feliz, Rhodesia fue uno de los pocos países africanos en que realmente hubo colonización europea. Al revés que en las Américas, Europa no mudó poblaciones enteras para allá. La colonia británica de Rhodes tenía los dos grandes atractivos que llevaban blancos, el buen clima montañoso y la notable fertilidad de la tierra. Ingleses, escoceses e irlandeses, con sus habituales acompañantes imperiales del Caribe, la India y el Líbano formaron una sociedad pacata, rural y bastante estable, que duró mucho más de lo esperado. Hace un par de años se celebró el cincuentenario de la primera independencia africana, la de Ghana, y los franceses planean este año la gran fiesta para las de sus colonias del Golfo de Benín, que también cumplen medio siglo. Rhodesia se quedó ahí, solita en un mar de independencias, por 20 años más. Lo que pasó fue que Gran Bretaña no quería más colonias pero sus colonos no estaban de acuerdo. Cuando se dieron cuenta de que Londres les iba a soltar la mano, los colonos se adelantaron y declararon la independencia, con una legislación que sólo dejaba votar a blancos y “de color” –los que no son blancos ni negros, como los indios– y un himno que prometía que “los rodesianos nunca mueren”.

Fue una promesa testeada con el tiempo, ya que vinieron largos años de guerra y problemas económicos bajo el gobierno del duro Ian Smith. Los rodesianos resultaron soldados legendarios –hay una industria editorial dedicada a sus memorias y crónicas– y las fuerzas de liberación nunca pasaron de ser una molestia más que una real amenaza. Mientras la Sudáfrica del apartheid aportara mercados, dinero y helicópteros, Rhodesia podía resistir las incursiones desde Mozambique.

Para fines de los setenta, Pretoria quería normalizar sus relaciones con el resto de Africa o al menos ir cerrando frentes de conflicto. Sudáfrica había estado combatiendo al mismo tiempo, directa o indirectamente, en Namibia, Angola y Mozambique, un enorme esfuerzo para una economía menor que la argentina. Rhodesia tenía, entonces, que hacer las paces y terminar la interminable chimurenga. Los blancos descubrieron que podían ignorar a los británicos, pero no a sus vecinos, y abrieron negociaciones.

Por razones políticas no tan complejas como interminables de explicar, el resultado fue que Robert Mugabe se transformó en la persona con quien había que hablar. Educado por los misioneros jesuitas, maníaco apilador de títulos universitarios –en Africa es muy común hacerlos por correspondencia—, Mugabe era un aparatchik sin mayor experiencia militar pero con once años de prisión encima y una habilidad sobrenatural para ganar internas y madrugar rivales. Rhodesia, nerviosa y tensa, volvió al Imperio Británico unos días, los suficientes como para que fuera un Alto Comisionado enviado por Londres el que entregara la colonia e hiciera la venia a la flamante bandera nacional.

Y entonces llegó la gran sorpresa. El primer ministro-liberador nacional se desmarcó de todas las expectativas con un discurso moderado, inclusivo, antirracista. Visto a la distancia de treinta años, se nota el cálculo de Mugabe, que sabía que los blancos ni en sueños ganarían votos pero eran un factor crucial de la economía, y que tenerlos tranquilos era fácil y conveniente. La luna de miel del nuevo mandatario fue notable, con elogios internacionales, asombros encantados, inversiones y turistas llegando a ver el bello país que aparecía en los noticieros.

Fue un éxito tal que ni siquiera las masacres en Matabeleland, donde sí había una oposición que preocupaba a Mugabe, se notaron demasiado. Los zimbabweños las recuerdan hoy como un ensayo de lo que vendría después, con tropas de elite entrenadas por los chinos torturando supuestos opositores o cualquiera de la etnia matabele, en escuelas transformadas en prisiones clandestinas.

Pero la economía florecía y Zimbabwe era presentada como un ejemplo de convivencia racial y de la capacidad africana de gobernar. El país tenía las mejores escuelas, los mejores hospitales, rutas asfaltadas, teléfonos, la mayor expectativa de vida y la menor mortalidad infantil de lejos. Mugabe jugaba a ser importante, bancando guerrillas sudafricanas y metiéndose en conflictos lejanos, pero estas retóricas no afectaban la vida cotidiana de las mayorías. Parecía que el nuevo país iba a ofrecer aquello de una vida mejor y, algo más importante para un pueblo con muchas ganas de vivir en paz, también estable.

Pero Mugabe considera, como tantos big men del continente, que el país es suyo, suyo, suyo, y cuando sus gobernados comenzaron a mostrarle que querían cambiar de mandatario se sacó los guantes de seda. Para los noventa se había cargado toda oposición posible y lo mejor que se podía decir fue que la violencia era sorda, limitada. El premier estaba irritado con su vecino Nelson Mandela, liberado al fin y transformado en un ícono internacional que lo eclipsaba completamente. La economía estaba a la deriva y, si bien se habían evitado los desastres de otras nuevas naciones, tampoco mostraba la menor vocación de crecer. Y para peor surgió una oposición que el gobierno no podía hacer desaparecer.

Morgan Tsvangirai es la figura visible del Movimiento por el Cambio Democrático, MDC en inglés, la expresión política del sindicalismo en Zimbabwe. Mugabe percibió tempranamente el peligro y comenzó un juego de represión –con frecuentes secuestros y torturas– mezclado con ofertas de unirse a la buena vida, corrupta y fácil. Para 2000, quiso dejar en claro qué imbatible era con un plebiscito para eternizarse en el poder, y lo perdió. Por primera vez, el Padre Fundador no ganaba y ahí empezó con furia fría una guerra contra su propio pueblo.

En lo que va del siglo, Zimbabwe cayó en una entropía notable. Los “veteranos” de guerra se dedicaron a apalear y matar opositores, y a ocupar granjas comerciales. Mugabe adoptó el fraude electoral y la quema de urnas como herramienta regular, y su respuesta a todo gesto opositor es seguir a Atila, el huno. Por ejemplo, desde que quedó en claro que los maestros le votaban en contra y eran miembros en masa del MDC, prácticamente no quedaron escuelas en el país. Los “veteranos” las quemaron de a decenas, a veces con los docentes adentro.

Los asesinatos de granjeros comerciales blancos recorrieron el mundo. También quebraron la economía, que llegó al extremo en 2008 de una inflación de 300.000.000 por ciento: lo que en enero valía uno, a fin de año valía treinta millones. El sufrimiento de Zimbabwe fue indecible, con un 80 por ciento de desempleo, días enteros sin luz, la infraestructura desapareciendo día a día y el sistema sanitario colapsado hasta llevar la expectativa de vida a menos de 40 años. Desesperados, al menos un millón de personas huyeron a Sudáfrica, lo que implica cruzar el Limpopo esquivando cocodrilos, alambradas y patrullas armadas. A nadie le extraña por allá encontrarse con licenciados en historia de Harare vendiendo cigarrillos en las calles de Ciudad del Cabo.

Mugabe proyectó aliados con “nombres de guerra” como Hitler y apostó a la carta de racializar el conflicto, acusando de todo a los blancos y a Gran Bretaña. Nadie le creyó: los blancos hace mucho que no tienen poder y Londres como cuco imperialista todopoderoso no es muy creíble. Finalmente, hasta su principal aliado, el presidente sudafricano Thabo Mbeki, fue reemplazado y Mugabe tuvo que aceptar elecciones “limpias”. Hizo fraude igual pero no le alcanzó: el anciano dictador es ahora presidente con su ex detenido Tsvangirai como premier. Zimbabwe es un país aterrado, donde “cometer periodismo” es un delito y donde se secuestra hasta diputados opositores en las noches sin luz.

Lo que pudo ser un ejemplo terminó siendo más de lo mismo. El aniversario treinta de Zimbabwe coincide con los años de gobierno de Mugabe, lo que resume el problema de modo impecable. Con 86 años cumplidos, el anciano no pudo quebrar la notable vocación de construir política en paz de sus ciudadanos, apenas darles poder a los psicópatas y dejar una tierra arrasada. En cualquier momento, por la ley de la biología, el sufrido país puede tener un nuevo comienzo.

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Robert Mugabe adoptó el fraude electoral y la quema de urnas como herramienta regular.
Imagen: EFE
 
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