EL MUNDO › ESCENARIO

Murdoch

 Por Santiago O’Donnell

El poder de los medios es medio raro. Nada impide que un tipo como Rupert Murdoch pueda heredar un diario en Australia y transformarlo en un imperio mediático, desembarcar en Estados Unidos y Gran Bretaña y de ahí proyectarse al resto del mundo, y expandirse como jugador global en los negocios de la televisión, Internet, eventos deportivos globales y la comercialización de plataformas de lanzamiento satelital. Un día nos enteramos de que tiene un diario de domingo que vende cinco veces más que Clarín, que se dedicaba a espiar a la gente con pinchaduras telefónicas y hackeos informáticos. Gran revuelo gran. Le abren cinco causas judiciales, dos investigaciones parlamentarias y otras dos ordenadas por el primer ministro. Las víctimas empiezan a salir a la luz e incluyen celebridades tales como la familia real, el futbolista Wayne Rooney y la actriz Sienna Miller, miembros del Parlamento, comentaristas deportivos y la ex esposa de Paul McCartney, además de familiares de soldados que fueron a la guerra, sobrevivientes del 11-9 y víctimas de casos escandalosos de secuestros y violaciones que habían saltado a las portadas de los tabloides. Murdoch debe pagar decenas de indemnizaciones millonarias. Más de treinta periodistas van presos, empezando por su jefa de operaciones para Gran Bretaña, pasando por editores, corresponsales y cronistas de toda clase de temas. En el camino se descubre que los periodistas de Murdoch además coimeaban a la policía para conseguir información y para que nadie investigue sus pinchaduras y caen un montón de policías, incluyendo un jefe de Scotland Yard, un comisionado y el jefe de comunicaciones de la policía británica. Y también una colección de agentes, soplones, investigadores privados y burócratas de escritorio de distintas dependencias del gobierno. Además se conocen algunas cosas de las relaciones de Murdoch con los políticos y deben renunciar, primero el jefe de prensa del primer ministro y después el ministro de Cultura. El ministro de Cultura era el encargado de aprobar una compra de acciones que permitiría a Murdoch redoblar su posición dominante en el mercado de la televisión paga en Gran Bretaña. El negocio se pinchó cuando estalló el escándalo de las escuchas en julio del año pasado. Esta semana aparecieron unos mails de hace un par de años, donde el ministro asesoraba a un lobbista de Murdoch sobre cómo manejar al ente regulador que obstaculizaba la compra de las acciones y le decía al lobbista que se quedara tranquilo, que todo iba a salir bien. Chau ministro. Renunció ayer.

A los 81, años Murdoch es presidente del directorio, presidente de la empresa y accionista principal del conglomerado de medios más grande del mundo, News Corporation, 57.000 empleados, activos valuados en 62 mil millones de dólares que incluyen los estudios y la cadena Fox y el diario The Wall Street Journal en Estados Unidos, y el canal Sky y los diarios The Times y The Sun en Gran Bretaña. Esta semana el magnate se presentó ante una comisión investigadora presidida por un juez de la Corte Suprema británica por mandato del primer ministro, el conservador David Cameron. Lejos de admitir culpa alguna, el testigo estelar se presentó como víctima de algunos periodistas haraganes que hicieron trampa para ahorrarse el trabajo de investigar bien, y de algunos editores que taparon el asunto. “Culpo a una o dos personas a las que creo que no debería nombrar porque por lo que yo sé puede que ya hayan sido arrestadas, pero no tengo ninguna duda de que incluso el director, pero desde luego más allá del director, alguien se encargó del encubrimiento, del que fuimos víctimas y que lamento”, testificó Murdoch. “Pinchar teléfonos es una manera haragana que tienen los periodistas de hacer su trabajo.”

Mostrándose como un viejo maestro del oficio dolido por la traición de unos aprendices, procedió con una encendida defensa del periodismo y los rectos principios que supuestamente lo guían. “Yo trabajé muy duro para establecer un ejemplo de ética”, proclamó.

Eso sí, reconoció todo tipo de reuniones con todos los primeros ministros que gobernaron Gran Bretaña en los últimos treinta años y hasta se permitió cachetear un poco al mandatario actual. Por ejemplo, cuando le preguntaron a Murdoch por qué le pagó a Cameron un vuelo en avión privado para que el primer ministro visite su yate anclado en la isla griega Santorini, donde ambos pasaron un fin de semana en agosto de 2008, Murdoch contestó: “No me acuerdo de esa reunión, pero habrá tenido ganas de conocerme”.

A pesar de tantos encuentros y paseos, comprobados y admitidos, con los políticos más poderosos de su tiempo, el magnate dijo que nunca le pidió ningún favor a nadie y se mostró casi ofendido cuando le preguntaron si alguna vez había usado esos contactos para avanzar en sus negocios. “Me quedé horrorizado por la declaración del señor Dacre (director del Daily Mirror, un diario competidor) el otro día, cuando dijo que su política editorial está guiada por intereses comerciales. Creo que debe ser la cosa más falta de ética que he leído en mucho tiempo”, se indignó.

Sin justificar las pinchaduras, argumentó que las figuras públicas deberían acostumbrarse a vivir vidas públicas. “Mucha de esta gente se ve muy grande en la vida de la gente común, grandes estrellas de televisión, estrellas de cine, y por supuesto, debo incluir a los políticos. Si nos vamos a meter en el tema de la privacidad, gente con responsabilidades públicas –y yo incluiría a los propietarios de los medios– no creo que tengan derecho a la misma privacidad que el hombre de la calle. Si vamos hacia una sociedad transparente, saquemos todo para afuera.”

Si de algo se lo puede culpar, concluyó Murdoch ante la honorable comisión investigadora, es de haberse excedido en la búsqueda de la verdad. “Mi objetivo en el periodismo es siempre decir la verdad, ciertamente en vistas al interés público, buscando llamarle la atención, pero siempre diciendo la verdad.”

El poder de los medios es medio raro. Si un tipo como Murdoch tiene un diario que roba información, sus periodistas van presos. Pero si un sitio llamado Wikileaks publica información robada es al revés. Lo meten preso al jefe con cualquier excusa, pero los periodistas pueden publicar lo que se les da la gana y encima los aplauden. Siendo tan distintos sus objetivos, Murdoch y Wikileaks esgrimen los mismos argumentos para hacer lo que hacen: la búsqueda de la verdad está por sobre todo, vamos hacia un mundo transparente donde no existe la privacidad. Pero aunque hacen lo mismo y lo justifican con el mismo discurso, Murdoch y Wikileaks representan intereses contrapuestos. Wikileaks rompe las reglas para denunciar a los poderosos, mientras que Murdoch las rompe para fortalecer su imperio.

Los medios nacieron como un negocio, pero también como un servicio público con la función social de vigilar a las corporaciones en favor del individuo, del ciudadano en tanto consumidor de información. Pero de a poco esos mismos medios se fueron transformando o fusionando en corporaciones tan grandes como las que debían controlar. Dejaron de ser medios para convertirse en extremos, extremos de los grandes conglomerados privados y estatales. Perdieron su legitimidad de origen. Rompieron las reglas y ahora vale cualquier cosa: todo se puede mostrar, nada se puede esconder, transparencia es verdad, verdad es transparencia. Aunque en el caso de Wikileaks esto parezca un ejercicio de igualdad, el caso Murdoch es su contracara. Las definiciones del magnate a propósito del deplorable comportamiento de sus periodistas muestra hasta qué punto el nuevo paradigma comunicacional deja al ciudadano-consumidor indefenso, confundido y sin intermediaciones frente al avance de ese poder raro que es el de los medios. O sea, el poder cada vez más concentrado de las corporaciones que controlan los canales, las bocas y las nuevas tecnologías de la información.

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Imagen: EFE
 
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