EL MUNDO › OPINION

Una lección histórica

Por Enrique Zuleta

España protagonizó ayer uno de los capítulos más aleccionadores de la corta historia de las democracias europeas. La victoria socialista sólo fue el vehículo ocasional de una formidable reacción colectiva que poco tuvo que ver con motivaciones de índole electoral. Fue más bien el triunfo de una sociedad herida e indignada, atrozmente resentida con sus dirigentes y movida por un afán incontenible de dignidad y respeto. Más que las bombas asesinas, en las urnas pesó sobre todo la bronca frente a la arrogancia, mediocridad y miseria moral de sus gobernantes.
Habrá que precaverse sobre todo frente a un argumento fácil, presente en los primeros análisis del periodismo español: “Es el triunfo del terrorismo: las sociedades occidentales están indefensas y sólo reaccionan a impulsos del miedo y el resentimiento”. Nada más falaz e injusto para con la sociedad española. Lo que el ataque atroz del terrorismo desnudó una vez más es el cinismo de las clases políticas actuales. Ante el horror de lo impensado, el gobierno de Aznar reaccionó de modo no muy diferente del de Bush el 11-S. Escamoteó la información al público, falsificó datos y, ante lo inevitable, tendió un férreo cerco informativo sobre una opinión pública a la que suponía estúpida e indefensa.
Trató así de evitar lo inevitable y la reacción popular superó todo lo esperable. Frente al escepticismo y el miedo, el electorado español exhibió las tasas de participación electoral más altas en treinta años de transición democrática.
Sin ideas, programas y candidatos, el PSOE se alza con una victoria que sin duda no mereció. Su mayor mérito fue acaso el de estar ausente en la ceremonia del dolor y, por cierto, ajeno al intento de escamoteo de los estrategas gubernamentales. El atentado operó como agente catalizador de procesos encontrados que, hasta el día anterior, garantizaban una victoria holgada del gobierno. La prohibición de sondeos electorales y el velo cada vez más hipócrita de las “jornadas de reflexión” no bastaron para anestesiar a un electorado que advirtió con claridad el poder inmenso del voto democrático. La luz cegadora de las explosiones de Atocha alumbró, a un mismo tiempo, la debilidad cobarde de la política tradicional y la capacidad de reacción instantánea de sociedades hartas de la manipulación. En poco más de 24 horas, España entera se movilizó, atropelló las prohibiciones hipócritas de una legislación electoral cada vez más anacrónica y, castigando sin piedad la torpeza del gobierno, escribió un capítulo en el fondo inmensamente aleccionador para nuestra propia circunstancia.

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