EL MUNDO › OPINION

La maldición de Afganistán

 Por Fran Sevilla *

En noviembre de 2001, poco antes de la caída del régimen talibán, la base de Bagram, medio centenar de kilómetros al norte de Kabul, presentaba un aspecto fantasmagórico. Un par de milicianos de la Alianza del Norte, la milicia islamista tayika que resistió a los talibanes, vigilaba con desidia la antigua torre de control. A los lados de la inservible pista de aterrizaje los restos de varios aviones soviéticos, convertidos en chatarra, daban cuenta de lo que había ocurrido quince años antes. Bagram había sido la principal base de la Unión Soviética en Afganistán durante los ocho años que duró la ocupación. En nombre de la “solidaridad socialista” y de la lucha contra el fundamentalismo religioso y el atavismo tribal afganos, los soviéticos invadieron el país e hicieron de Bagram su principal centro de operaciones. De allí salían los aviones y helicópteros a bombardear las posiciones de los mujahidines, los combatientes de la fe, en las escarpadas montañas del este de Afganistán y en el próximo y legendario valle del Panshir. En las instalaciones de Bagram, abandonadas a su suerte en aquel lejano ya 2001, se podían visitar las celdas en las que los soviéticos sometían a “interrogatorios” (o sea torturas) a aquellos militantes islamistas que no aceptaban ni la ocupación ni la imposición de un régimen foráneo. Aquellos “luchadores por la libertad” eran financiados por Estados Unidos que aplicaba la máxima de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Lo que ocurrió después con aquellos “amigos” es de sobra conocido. Y hoy Bagram vuelve a ser una activa base militar, la más importante en Afganistán de Estados Unidos. Desde allí salen los aviones y helicópteros que bombardean a los milicianos islamistas que combaten la nueva ocupación. Allí, en Bagram, hay nuevas celdas en las que los estadounidenses “interrogan” a esos militantes, convertidos hoy en combatientes enemigos. El vicepresidente estadounidense, Richard Cheney, ha salido ileso de un atentado mientras visitaba Bagram. Cheney, el auténtico poder en la sombra en la Casa Blanca, el forjador de mentiras, calumnias e invasiones, se jacta de su inmunidad. Mientras, la guerra vuelve a cabalgar en Afganistán, cada día con más fuerza y mayor desolación. La primera vez que visité Bagram, aquel lejano otoño, estuve después en casa de una viuda. Los soviéticos habían matado a su marido. Después, los talibanes la condenaron, como a tantas otras viudas, a morirse en vida por ser mujer. “No habrá nunca paz para Afganistán”, me decía, de forma premonitoria, como si se tratara de una maldición ineluctable.

* Jefe de Medio Oriente en Radio Nacional de España.

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