EL MUNDO › OPINIóN

El discurso de Putin

 Por Mary Dejevsky *

En sus catorce años al tope de la política rusa, Vladimir Putin se mostró como un gran maestro de ceremonias. Su discurso de ayer ante una audiencia embelesada de diputados y senadores en el salón San Jorge del Kremlin bien puede llegar a ser considerado su mejor momento. De hecho, puede ser el discurso por el que será recordado. Atrás de Putin se alzaban enormes banderas, como fondo para su pedido a los miembros de la Duma para que ratificaran lo que él llamó la reunificación de Crimea con la patria rusa. Después de tres ovaciones, no había duda de qué harían los legisladores.

El discurso estuvo dirigido a varios públicos. El primero era el pueblo de Crimea y había un claro acento en la reivindicación de los rusos de la península que, como dijo Putin, en 1991 se habían acostado en un país y se habían levantado en otro, transformados en una minoría. También hubo reaseguros para los tártaros, un reconocimiento de sus sufrimientos a manos de Stalin, y hasta para la minoría ucraniana de la Crimea.

Un toque gracioso –y la gracia no es algo que se asocie a Putin– fue su agradecimiento a las tropas ucranianas en Crimea por su moderación. Al decretar que el ucraniano y el tártaro son idiomas oficiales de la región junto al ruso, el subtexto fue que “nosotros los rusos no somos como los nuevos gobernantes de Kiev, cuya primera medida fue rescindir el estatus oficial del ruso como segunda lengua oficial de Ucrania”. El Kremlin simplemente arreglaba la historia de modo pacífico y tolerante, pareció decir Putin.

El segundo público eran los rusos de Ucrania. Para ellos hubo una promesa de apoyo moral, pero nada más. Putin marcó la distancia entre Crimea –recordando su historia y cómo fue transferida por Kruschev a Ucrania en 1954– y su aparente aceptación de que el resto de Ucrania conserve sus fronteras históricas. Rusos y ucranianos, dijo, son un pueblo (un “narod”), aunque vivan en países diferentes.

Para los rusos de Rusia, Putin canalizó veinte años de resentimiento contra Occidente por la disolución de la URSS. Envuelto en las banderas del patriotismo, explicó que así como una Rusia post-soviética aceptó la “pérdida” de Crimea en los acuerdos de Budapest de 1994, la Rusia de hoy quebraba esos acuerdos para recuperarla. Y explicó que era porque un buen vecino se había transformado en uno malo –gobernado por nacionalistas extremos, antirrusos y pronazis– y había un peligro real de que la seguridad de Rusia estuviera amenazada si el nuevo gobierno de Kiev entraba en la OTAN, cediendo Sebastopol a los occidentales.

Por último, y no por ello menos importante, estaba el público occidental. Putin recitó su ya familiar letanía de ofensas occidentales desde el fin de la URSS: la expansión de la OTAN hasta las fronteras rusas pese a las promesas de no hacerlo, las defensas antimisiles, la intervención en Yugoslavia, el apoyo a las revoluciones en Ucrania y Georgia, la negativa a respetar los intereses rusos, siquiera a reconocer que los tiene. Y también hubo una lista de “hipocresías”: Rusia es castigada por anexar Crimea después de un plebiscito, pero ¿y Afganistán?, ¿Irak?, ¿la independencia de Kosovo? ¿Por qué está bien que los albaneses de Kosovo decidan su destino pero no que lo hagan los rusos de Crimea?

El tono de Putin fue más explicativo que agresivo. Insistió en que Rusia había reforzado sus tropas en Crimea, pero sin exceder los acuerdos de 1994. Y en apariencia no compartió el aire de triunfo que imperaba en el salón. Su actitud implicaba, no una rama de olivo a Kiev y Occidente, pero sí la idea de hacer un acuerdo. Pero, al mismo tiempo, la ceremonia dejó en claro que la movida de Rusia no tiene vuelta atrás. Fue un discurso de la victoria pronunciado por un líder reforzado, en un día que será visto por la mayoría de los rusos como histórico.

* De The Independent. Especial para Página/12.

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