EL PAíS › OPINION

Los que (no) se fueron y lo que quedó

 Por Eduardo Grüner *

¿Un “balance”, a siete años, del significado del 19/20 de diciembre? La empresa es enormemente compleja, no sólo porque ese acontecimiento, en sí mismo, lo es –no basta celebrar esas celebrables jornadas de lucha para realmente “comprenderlas”–, sino porque, desde luego, su carácter de condensación sintomática de la historia de los 20 años anteriores compromete muchísimo más que esa “coyuntura”. En estos días en que se recuerda casi simultáneamente el colapso del 2001 y el cumplimiento de un cuarto de siglo desde el “retorno” de la democracia, no ha habido muchos análisis sobre la relación entre ambos sucesos. Quiero decir: ¿qué tipo de “retorno democrático”, en 1983, se vincula –con todas las mediaciones del caso– con el (necesariamente) frustrado “que se vayan todos” de 2001? El incondicional festejo por aquel “retorno” (vacilo, ya se verá por qué, en llamarlo “recuperación”) democrático no debería, sin embargo, impedirnos el examen crítico de las condiciones objetivas de esa bienvenida “primavera”. No tenemos espacio aquí más que para una esquemática taquigrafía, pero no estaría mal ensayarla. En primer lugar –esto se ha dicho una y mil veces– las profundas transformaciones “neoliberales” de la economía y la sociedad argentinas –para garantizar las cuales se instaló la sangrienta dictadura militar– permanecieron intocadas, e incluso, en cierto sentido, se profundizaron en la década del menemato. Ese “proceso” (que en este sentido va de 1976 a 2001, y en lo esencial continúa) alteró sustantivamente la cultura política (y aun la “psicología social”) argentina. Contrariamente a lo que tanto se ha repetido, no es exacto que se hayan destruido los “lazos sociales”. Mucho peor (porque, como diría Foucault, el poder no sólo impide, sino que, sobre todo, produce), se re-inventaron esos lazos: la competencia salvaje, la guerra de todos contra todos, el individualismo posesivo, todo eso son “lazos sociales”.

Por otra parte –también se ha dicho hasta el hartazgo– la causa eficiente y más o menos inmediata de la caída del régimen militar fue su derrota en la guerra de Malvinas. Derrota militar (y sin duda también política, pero en un nivel meramente “superestructural”) y no derrota social. Más allá de la lucha por los derechos humanos y las múltiples y frecuentemente heroicas formas de resistencia, no fue la sociedad argentina la que volteó a la dictadura. La democracia, pues, no fue recuperada, mucho menos conquistada: cayó en las faldas de la sociedad, por así decir, y fuertemente condicionada, en situación de rehén de la ofensiva de derechización mundial que marcó sobre todo a las sociedades “periféricas” en las décadas del ’80 y ’90. Con ese tipo de democracia –-lo sabemos bien ahora– los sectores populares no comieron, no se educaron, no se curaron. Esta consigna en su momento célebre, sin embargo, fue una excelente metáfora de la ilusión que se había generado: que bastaba la reconstrucción de una “clase política” jurídicamente “democrática” para superar la catástrofe que también nos había “caído encima” con la dictadura. Una cosa era la economía, otra la sociedad, otra la cultura; pero lo que realmente importaba era la “política” (entendida como el mero juego formal, “procedimental”, de las instituciones): o sea, la famosa “fragmentación de las esferas de la experiencia” que Max Weber ya teorizaba a principios del siglo XX. Las aporías, las complejidades, el carácter enrevesadamente contradictorio de diciembre de 2001 son, en buena medida, el resultado de ese “mito” liberal. Con las honrosas excepciones de siempre, lo que se demandaba era “que se fueran” los políticos, pero no los empresarios, los terratenientes, los consejeros de la city, los grandes banqueros, los propietarios de los grandes medios, todos los que habían fogoneado de todas las maneras posibles esa situación que nos acercó al borde apocalíptico. Cuando se hablaba de la “crisis de representación” se quería decir la crisis de los representantes; mucho menos –nada, en verdad– se decía sobre la crisis de los (presuntos) representados: la crisis de toda una sociedad en la que ya se había hecho carne que la política es mero juego “representacional” (de otra manera, ¿para qué poner tanto el acento exclusivo en la “maldad” de los representantes?) y no activa participación popular en los asuntos de la polis. No es que, fragmentariamente, no haya habido también eso: ahí estuvieron las asambleas barriales, los piqueteros, las fábricas recuperadas. Y los muertos, claro. Pero el discurso dominante fue el que empezaba por aceptar como orden “natural” la brecha entre el espacio de lo económico-social y el estrictamente (es decir, estrechamente) “político”. Sobre el piso de esa aceptación, necesariamente el “que se vayan todos” tenía que fracasar (lo sabemos ahora, “con el diario del lunes”, como dicen los futboleros). Si no estaba radicalmente cuestionada esa lógica, lo máximo que podía pasar era que vinieran otros o que se quedaran los mismos con mayor o menor maquillaje. Lo que pasó fue una combinación de las dos cosas, y no es fácil –ni es el motivo de este artículo– evaluar cuánto hemos ganado en el cambio (cambio que sí existió, sería necio negarlo). Pero aun si muchos se fueron –en helicóptero o por cualquier otra puerta trasera– la lógica de la “base material” impuesta a sangre y fuego desde 1976 se quedó. Y es porque se quedó, tal vez, que puede explicarse la aparente paradoja de que –en las jornadas de “lucha campestre” que tuvimos que sufrir este año– fue la derecha (estoy abreviando, se entiende) la que supo “reciclar” para sus propios objetivos los métodos, vaciados del contenido originario, de aquellos movimientos del 2001 que sí habían entendido que la cuestión de fondo no era la “representación” sino la recreación de otras formas de pensar y actuar lo político, en las cuales la acción colectiva reintegre la “representación” a la disputa por la calle y los símbolos. Ojalá, a siete años, hayamos aprendido la lección.

* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).

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