EL PAíS › OPINION

La ley y la lengua

 Por Horacio González *

Los actos públicos de comunicación son legislables porque deben ser democráticos. Y la democracia, para que no sea meramente proclamada... ¿dónde debe estar en materia de medios de comunicación? Debe estar en la propiedad pluralizada de los medios, en la conciencia audiovisual soberana, en las instituciones autónomas cuya lógica no sea homologable con la reproducción de las más groseras mercancías mediáticas. ¡Pero también debe estar en el habla y en la lengua! No se trata de ser democráticos como si nos persignáramos con palabras obligatorias frente a una teoría política. Pero digamos que la democracia en su extremo más significativo de expresión, es un determinado uso de las palabras. En ese sentido, ¿la lengua común, entendida también como medio de comunicación, es legislable? No lo es. Es lo no legislable por excelencia. ¿Y entonces qué? Ya Sarmiento rechazaba en sus famosos debates chilenos a los “senadores de la lengua”. Combatiendo a los legisladores palaciegos de la gramática, prefería que en el propio juego del hablante se removieran los obstáculos de la lengua. Para confirmarlo, llamaba a una reforma lingüística que fuera la base viva de la creación de nuevos estados. ¿Era posible?

La deficiencia del planteo del joven Sarmiento provenía del hecho de que desmontaba los focos rígidos del lenguaje para facilitar una expansión “americanista” de la lengua, pero siguiendo la ruta de las fuerzas económicas más ostensibles. He allí un problema y no es nada diferente al que va a atravesar a la absorta y desatenta sociedad argentina de ahora en más. Hay sin duda una “economía lingüística”, que puso y pone la lengua como insumo del proyecto económico de los grandes conglomerados mediáticos. Contra esto, el proyecto comunicacional de una sociedad emancipada no debe ser el del disciplinamiento de los grandes núcleos de población que consumirían tanto productos lingüísticos y publicitarios como amaestramiento social. Ejemplificando con la misma cuestión histórica a la que nos referimos y hablando con una crasa terminología actual, diríamos que la reforma ortográfica de Sarmiento estaba demasiado “pegada” a las fuerzas del mercado.

En cambio, no lo estaba la del venezolano Andrés Bello, que con su gran Gramática para americanos de 1847 demostraba la superioridad del mundo cultural clasicista que surgía indirectamente, pero muy potente, de un bolivarismo originario. Los temas de esta querella que sacudió al siglo XIX, sin los cuales no puede redefinirse la vitalidad de ningún conglomerado humano, han vuelto a solicitar atención a propósito del combate parlamentario por la ley de servicios audiovisuales, nombre que no hace entera justicia a la urdimbre cultural y lingüística que atraviesa su real circunstancia. Pero eso es lo de menos: ese debate, además de su arrasadora “virtú” democrática, puede entenderse como un gran torneo sobre el destino de la lengua social, pública e incluso íntima. Y también como un acto de reflexión inusitado sobre la relación de las tecnologías con el tesoro indelegable de todo ser vivo, cual es su lenguaje y su intuición artística. Por supuesto, nada de esto está en la primera fila de la decisiva conflagración sobre la redistribución de la administración social de los medios. Sin embargo, al surgir de inmediato el tema de la desmonopolización del don comunicacional colectivo, decisivas fuerzas culturales se liberarían implícitamente de sus cautiverios de expresión, escritura y lenguaje.

Simultáneamente se presenta la urgente cuestión de los nuevos ideogramas de la “era de los medios”: estamos ante el gran llamado de las tecnologías. El contenido pluralista de la ley comunicacional ha escuchado con entusiasmo este llamado y esto introducirá nuevas discusiones, no desconocidas entre nosotros, pero que exigirán atrevidos argumentos. Se ha formulado, tácitamente, una amplia alianza de cuño actualizador entre nuevas simbologías tecnológicas y una perspectiva entusiasta de democracia activa. La paradoja es que estas consignas modernizantes antes en manos de las derechas costumbristas, en la controversia argentina son presentadas ahora con atisbos de refundación de una cultura crítica. Entonces es necesario que estas fuerzas desvíen al poder tecnológico de su natural destino de trivialización de lo humano, revelando su latente nervio democrático y constructivo. En esta materia, como dijo el gran Simón Rodríguez, “o inventamos o erramos”. ¿Está maduro el Parlamento para tratar esta ardua cuestión? Sería inconveniente postular una desmonopolización que cambie los “idola” de la tribu conocida por otros poderosos conglomerados tecnoempresariales de la fábrica de sentido común universal.

Pero toda la sociedad debe prepararse –y ése será el sentido primigenio de la ley de medios– para rehacer con sentido emancipador las alianzas de época entre las tecnologías del logos comunicacional y las nuevas aptitudes de la democracia y la cultura crítica. Será nuestro “angelus novus”. Para eso, es necesario pensar las tecnologías sin su coraza de dominio muchas veces obtuso, y como en los juegos dialécticos de épocas más filosóficas que la nuestra, poner sobre sus pies al señorío técnico y extraer de él su medalla oculta pero persistente: la reforma emancipada de la lengua, el sentido liberador de los símbolos y la fruición del arte, en cuya remota madeja se halla el concepto de tekné. Estamos ante la inminencia de dar un gran salto frente al legado histórico común. Pero por eso mismo las acechanzas y confusiones son tan grandes, al punto de que todo pende de un hilo. Pero no nos quejemos de este momento de singular trascendencia, trabajemos en él con preocupación pero con dicha.

El país estará a las puertas de un cambio trascendental en materia de tecnología, si las fuerzas de la cultura crítica que apoyan la nueva ley –cuyo tema es la productividad audiovisual colectiva– se lanzan a trazar un horizonte tecnopolítico que conserve su halo universal, pero no lo sirva en bandeja a las interpretaciones más toscas de la globalización compulsiva, al fetichismo empresarial, al arrasamiento del pensar exigente y a la ausencia de pensamiento sobre el estado de la naturaleza amenazada. La nueva ley de medios se situará en el mundo de las ciencias de la cultura, pero en un momento en que este reino a ser preservado no desea ni mantiene separaciones sustantivas respecto de tecnologías que parecen haberse despreocupado de las verdaderas herramientas civilizatorias, esto es, el trabajo humano respetuoso de su dialéctica con la naturaleza. Se dirá que nuestros diputados y senadores no tienen estos temas sobre sus pupitres. Lo tienen, lo sepan o no. Todo lo cual propone con mayor dramatismo aún la cuestión del idioma y el lenguaje general de la época, público y privado. No hay tekné si la lengua usual no nos permite tratar el concepto a través de su remoto anudamiento de ciencia, arte y lenguaje.

Es que las tecnologías son gramáticas, lenguajes, como ellas mismas lo dicen y como bien lo saben las empresas del “triple play”. O más propiamente, ellas “están estructuradas como un lenguaje”. Por lo tanto, se presentará en la sociedad argentina, más pronto que demorada, una desafiante perspectiva de comprensión sobre los usos colectivos de la lengua, rescatados de una erosión que los convierte en mera mascota técnica, al tiempo que las tecnologías podrán presentar su ejercicio de autorreflexión frente a la conciencia dramática de la lengua como origen y sentido de cualquier trato simbólico, material y técnico. Esto es así porque estamos hablando de medios de comunicación, es decir, no de un espejo social sino de los actos donde una sociedad escucha sus propios trances de conocimiento y disposición artística, a la misma escala en que procedieron los mitos fundantes de la vida arcaica. Se precisa pues escribir una nueva gramática para sudamericanos y la sociedad argentina puede hacerlo, precisamente porque está en peligro. ¿Cuál sería si no el contenido democrático de esta ley? No es simplemente diversificar en lo social el abanico de frecuencias, sino liberar el rostro emancipador que surge cuando el dispositivo central de la época, la mentada tekné, es interrogada cabalmente por el enjambre de lenguajes y sentidos artísticos de los que ella misma se ha desprendido, desde hace siglos, para realizar su vida independiente y paralela. Una cultura social puede estar concluyendo y otra ya muestra indicios de querer surgir. Podrá hacerlo en medio de una sociedad turbada y sometida a toda clase de operaciones ofuscadas si se decide a poseer el don del cuidado reflexivo sobre todo lo que ocurre: situarnos en el interior de nuestra lengua para revivirla, examinar la potencia de nuestras propias razones en el habla, para no ser cautivos de lo mismo que nos liberaría si sabemos sacarlo a luz como parte inescindible de nuestro ser político. Se trata de la lengua que poseemos, fibra audiovisual siempre en servicio, forma primera de justicia, suscitadora de arte y síntoma de democracia que se nos aparece de pronto en la quintaesencia del debate de la ley de medios. Momento inusual de nuestras vidas públicas, con esta ley estamos discutiendo una parte sustancial del futuro, que sin embargo ya está inscripto en el pliegue más cifrado el lenguaje que hablamos. Descifrémoslo.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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