EL PAíS › EL ULTIMO DICTADOR EXPLICO POR QUE MORIRA CON SUS SECRETOS

El pacto de sangre

Reynaldo Bignone, cuarto presidente de la última dictadura, que acaba de ser condenado a 25 años de prisión en cárcel común, dijo que prefiere el juzgamiento al repudio de los militares de entonces. Los detalles del general que cumplió el ciclo completo: de la preparación de oficiales para el golpe y la masacre hasta la orden de quemar documentos y el decreto de autoamnistía en 1983.

 Por Martín Granovsky

A un cuarto de siglo del Juicio a las Juntas, los condenados de hoy repiten los mismos argumentos de sus jefes condenados entonces. El 20 de abril último fue el turno de Reynaldo Benito Antonio Bignone, quien recibió una pena de 25 años de prisión a cumplir en cárcel común por 56 casos probados de privación ilegítima de la libertad y tortura en el campo de concentración de Campo de Mayo, donde fueron llevados alrededor de cinco mil secuestrados que jamás aparecieron con vida. Igual que Jorge Videla o Emilio Massera, Bignone desarrolló una argumentación que podría parafrasearse así: “Responsable de todo, pero culpable de nada”.

Para Bignone, el cuarto de los dictadores-presidentes luego de Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri, la carencia de culpa parece explicarse por la existencia de un “combate singular”. Definió Bignone: “Singular por sus características de guerra irregular contra un enemigo cruel, artero y sanguinario con métodos aberrantes y solapados”.

Bignone, de 82 años, dijo en su alegato que solo efectuaría “algunas reflexiones” ante el Tribunal Oral Federal 1 de San Martín, integrado por Marta Milloc, Héctor Sagretti y Daniel Cisneros. Ya sabía que la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos había pedido 50 años de prisión, en tanto que las Abuelas, los fiscales, la Secretaría de Derechos Humanos y el abogado Pablo Llonto (en nombre de familiares de víctimas) reclamaban 25 años.

En la primera parte de su alegato repitió la historia oficial que habían dibujado los defensores y reos de 1985, cuando la Justicia civil procesó por iniciativa del entonces presidente Raúl Alfonsín a los comandantes militares de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983. El eje fue, y sigue siendo, que la Argentina libró una guerra, y que esa guerra “fue iniciada por las organizaciones terroristas”. En el juicio del ’85, el fiscal Julio Strassera afirmó irónicamente en respuesta a los argumentos militares que esa guerra no fue tal sino “una cacería de conejos”.

Una parte complementaria del eje doctrinario señala que el combate del Ejército en esa presunta guerra obedeció a las órdenes de un poder constitucional, el de la presidenta 1974-1976 María Estela Martínez de Perón. Isabel firmó un decreto que involucró a las Fuerzas Armadas en la represión. Pero en el alegato de Bignone, ella habría sido la continuadora del espíritu de Juan Perón, presidente entre el 12 de octubre de 1973 y su muerte, el 1° de julio del ’74. Quizás en busca de enredar al peronismo actual en una discusión, Bignone citó el mensaje de Perón de enero de 1974, tras el ataque al cuartel de Azul por parte del Ejército Revolucionario del Pueblo. El entonces presidente dijo que había que “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal”.

Historia sin golpe

Como cada uno de los jefes militares juzgados entre abril y diciembre de 1985, Bignone intentó sin éxito convertir un juicio penal en un juicio definitivo sobre la historia –como si éste, por otra parte, existiera– y quiso elegir qué personaje encarnaría él mismo en la obra. Con un agregado: en ese juicio definitivo debía quedar cristalizado que los comandantes actuaron como una prolongación de la represión ejercida por Perón e Isabel. Y otro más: en los textos doctrinarios del Estado terrorista que procuran justificar la matanza no suele aparecer el golpe del 24 de marzo de 1976, un giro histórico violentísimo.

La Historia como disciplina está en perpetua construcción, lo mismo que la valoración política de cada uno sobre el pasado. De los comienzos de 1974 pueden reconstruirse o valorarse, entre otros temas, tanto la posición política del ERP de haber continuado con la lucha armada como el papel del propio Perón en el “Navarrazo” de febrero, el golpe que el coronel retirado Antonio Domingo Navarro, jefe de policía de Córdoba, dio contra el gobernador Ricardo Obregón Cano y el vice Atilio López, que ese mismo año sería uno de los primeros muertos de la Triple A junto con Silvio Frondizi. Así como Perón ordenó la renuncia del gobernador bonaerense Oscar Bidegain luego del ataque de Azul, intervino Córdoba después del “Navarrazo”.

La represión ilegal asistemática estaba lanzada, sería más profunda con Perón muerto y se aplicaría también en Tucumán en 1975. Las Fuerzas Armadas capitalizaron la experiencia y la información adquiridas desde el golpe contra Perón en 1955, y en 1976, ya desde el mando del Estado, iniciaron la etapa de ilegalidad más sistemática, persistente, global y, por lo tanto, de un efecto letal superlativo.

El punto es que en 1976 ninguna de las formaciones guerrilleras, ni Montoneros ni el ERP, tenía ya poder alguno. Si el golpe era una forma de disciplinamiento que sus encargados creían definitoria y fundacional, queda claro que la apelación al peligro guerrillero era solo una coartada para la masacre. Y lo era a tal punto que ni siquiera sus protagonistas mencionan el golpe cuando les toca el turno de defenderse ante los jueces de la Constitución.

Coartadas como ésa abundan en los alegatos dictatoriales, de Videla a Bignone. Bignone aportó el lunes, también, alguna falacia sobre la disciplina y una de las definiciones más sinceras escuchadas hasta ahora sobre el pacto de sangre, ese silencio sobre lo que hicieron que los jefes de la masacre mantienen hasta la tumba.

Cómo dejar este mundo

En su falacia de la continuidad militar desde 1974, Bignone mencionó la obediencia debida y argumentó que solo existe la obediencia. El cuarto dictador recordó que puso en funciones a otros oficiales o fue puesto en funciones a lo largo de su carrera bajo el juramento de acatar órdenes “en bien del servicio y en cumplimiento de leyes y reglamentos militares”. Dijo que “jamás un subordinado mío dejó de cumplir una orden que yo hubiera impartido”. Eso significaría –pretendió razonar– o que “fueran todos pusilánimes” o que las órdenes estuvieron bien impartidas.

Como en el análisis de toda falacia puede aparecer una contradicción que lleve a la verdad, también hay una pista en las palabras del propio Bignone. Dice: “No soy jurista, pero siempre me han enseñado que en una (la justicia ordinaria) el principal bien protegido es la vida y la libertad. En la justicia militar el principal bien protegido es la disciplina. El juzgarnos apartándonos caprichosamente del juez natural da como resultado una falsa interpretación del deber militar y las vicisitudes que implica la guerra”. Groucho Marx decía que la justicia militar es a la justicia lo que música militar es a la música. Sin ofender a ningún cornetista de banda, lo cierto es que la justicia militar, la “natural” en palabras de Bignone, es un resorte administrativo, como sucede con un expediente laboral. En última instancia manda el que manda. En cambio, los jueces que lo condenaron el lunes último pertenecen a un poder independiente, el Judicial.

El pacto de sangre aparece planteado por Bignone de este modo: “Para el momento supremo de dejar este mundo, resulta preferible el juzgamiento que el repudio unánime de mis superiores, camaradas y subalternos”.

Podría pensarse que, en el caso de Bignone, esa frase responde solo a un arranque mesiánico. No es así. En su alegato, los fiscales Marcelo García Berro, Javier Augusto De Luca y Juan Patricio Murray detallaron no solo el plan sistemático de represión sino la participación de Bignone en la posterior destrucción de pruebas dentro de lo que describieron como “un plan mayor” en el que la “lucha antisubversiva” fue utilizada solo como “una fachada”.

Los fiscales dan importancia delectiva al uso del “secreto operacional militar” en la represión y sostienen que “la coronación de este sistema” es el decreto del Poder Ejecutivo número 2726, del 19 de octubre de 1983, cuando Bignone era presidente y faltaban 11 días para las elecciones generales que ganó Alfonsín. El decreto establecía dar de baja “las constancias de antecedentes relativos a la detención de las personas arrestadas a disposición del Poder Ejecutivo nacional”.

Por un mensaje militar, el 561/83, los encargados de las zonas de represión que hubieran recibido documentación clasificada sobre la represión debían “proceder a la devolución inmediata para la incineración por acta”.

“Nadie dispone la eliminación de algo inocuo, y para saber si algo es inocuo o no lo es debe conocer su contenido”, dice el alegato fiscal. “Bignone no puede alegar desconocimiento.” Y añade: “Muchos de estos actos ‘oficiales’ posteriores, en realidad no deben ser considerados como realizados sin promesa anterior al hecho (característica clásica del encubrimiento) sino con promesa o acuerdo anterior porque los ejecutores podían contar con la impunidad posterior, al momento de su realización. Todos fueron desarrollados mediante la suma del poder público, y constituyeron verdaderos aportes en el terreno de la coautoría o de la participación criminal”.

Parte de ese aparato fue la ley 22.924, llamada “de Pacificación Nacional”, que amnistiaba los delitos de la “lucha antisubversiva” y los denominados “excesos” en la represión.

Esa verdadera autoamnistía militar fue derogada en diciembre de 1983 por el Congreso a propuesta del presidente democrático.

Bignone fue jefe del Estado Mayor y más tarde comandante de Institutos Militares, el organismo encargado de formación de oficiales. Recibió conscriptos, varios de ellos desaparecidos bajo bandera, y condujo Campo de Mayo, donde funcionó en la dictadura uno de los tres grandes campos de concentración junto con La Perla, en Córdoba, y la Escuela de Mecánica de la Armada. En su caso, el silencio no es solamente una decisión individual: es parte del plan.

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