EL PAíS › OPINION

Neoliberalismo y populismo según Obi-Wan Kenobi

 Por José Natanson

En un artículo publicado en el último número de la revista Temas y Debates (“Clivajes y actores políticos en la Argentina democrática”), Edgardo Mocca analiza las líneas que organizaron el debate político desde la recuperación de la democracia, aquello que Seymour Lipset y Stein Rokkan (“Estructuras de división, sistemas de partidos y alineamientos electorales”) definen como “clivajes”: los intereses, valores y pertenencias socioculturales que alcanzan el suficiente relieve político como para justificar el nacimiento y la consolidación de partidos o coaliciones o movimientos. En otras palabras, el origen de la diferencia política.

Como se sabe, las dos grandes tradiciones políticas argentinas nacieron de clivajes diferentes. En el caso del radicalismo, de la lucha por las elecciones limpias (que a su vez conecta con el sufragismo europeo de principios de siglo) protagonizadas por la pequeña burguesía y las clases medias en ascenso. En el caso del peronismo, a partir de las demandas de inclusión política de los sectores subalternos originados en el impulso industrialista de entreguerras.

En 1983, Raúl Alfonsín protagonizó el primer intento de redefinición de estos clivajes. Según la interpretación alfonsinista, el problema radicaba en que los partidarios de la democracia y los de la justicia social habían estado artificialmente separados, y que esa división había facilitado el triunfo de quienes se oponían por igual a uno y otro objetivo. Su apelación al electorado peronista, una parte del cual terminó apoyándolo, se produjo mediante una resignificación de la democracia en clave social: con la democracia se come.

Más tarde, el menemismo creó una nueva frontera política, que no pasaba ya por la aceptación de la democracia (que no se discutía) o la justicia social (que se supeditaba al crecimiento), sino por la necesidad de lograr la estabilidad económica permanente como condición necesaria para la modernización del país en torno de un nuevo modelo de gestión del Estado.

Y así llegamos a Kirchner. Como ya señalamos, uno de los factores que mejor explican la eficacia del kirchnerismo como proyecto político es su capacidad para organizar el debate público alrededor de dos ejes de carácter histórico-ideológico: dictadura versus derechos humanos y neoliberalismo versus distribucionismo. Y como no se trata sólo de ganar la batalla discursiva sino de generar mejoras en las condiciones materiales, buena parte de sus éxitos –la recuperación de la ESMA, el juicio a la Corte, la renegociación de la deuda, la Asignación Universal–- dieron sustento a estas líneas básicas de fractura. Del mismo modo, algunos de sus fracasos más notables –la dificultad para enfrentar los impactos sociales de la inflación– se explican por la incapacidad de gestionarlas.

Pero lo más interesante de la estrategia oficial, y lo que tal vez ayude a explicar parte de su éxito, es la capacidad de asociar discursivamente etapas que, en realidad, son muy diferentes. El kirchnerismo ha conseguido identificar neoliberalismo con dictadura como si se tratara de la misma cosa. Sin embargo, el neoliberalismo latinoamericano no fue –salvo en el caso de Chile– una imposición de los gobiernos autoritarios, sino un movimiento democrático que en muchos países, en particular en aquellos de redemocratización tardía, como los centroamericanos, coincidió con el fin de los regímenes militares (habrá que buscar también allí las causas del malestar democrático).

En el caso argentino, es cierto que en los primeros años de la dictadura se intentó una gestión económica ortodoxa bajo la conducción de Martínez de Hoz, que incluyó algunos elementos que luego integrarían el Consenso de Washington. Pero se trataba de un modelo más identificado con las políticas de la Argentina agroexportadora de principios de siglo que con lo que recién entonces comenzaba a ser definido como neoliberalismo. A diferencia del Chile de Pinochet, no hubo privatizaciones masivas ni achiques sustanciales del Estado. Y no sólo eso: como recuerdan Vicente Palermo y Marcos Novaro en La dictadura militar (Paidós), el campo económico fue un espacio de disputas y tensiones dentro del régimen autoritario, con más idas y vueltas de lo que sugiere la mirada del presente y cuya conflictividad contrastaba con el consenso, mucho más cerrado, en torno del otro gran eje programático de la dictadura (la represión ilegal).

Fue el menemismo noventista más que la dictadura setentista el que concretó el cambio de modelo económico mediante las leyes de flexibilidad laboral, apertura comercial y privatizaciones (como la economía últimamente da para todo, citemos el “índice de privatizaciones” elaborado por Eduardo Lora, que confirma a la Argentina de los ’90 como el cuarto país latinoamericano en el ranking de privatizaciones como porcentaje del PBI, con 8,6 por ciento, superado sólo por Perú, Bolivia y Brasil, y el segundo, después de Brasil, en números absolutos). Y es hasta tonto plantearlo, pero el menemismo no fue un régimen autoritario ni una imposición imperial, sino un ciclo democrático avalado en las urnas media docena de veces y liderado por el primer presidente que logró terminar normalmente su mandato en medio siglo. Como en la mayoría de los países de la región, en Argentina el neoliberalismo fue un auténtico movimiento popular.

A pesar de ello, el kirchnerismo ha logrado articular en un mismo discurso su proyecto de reforma antineoliberal con su voluntad reparadora de los horrores dictatoriales, en una operación eficaz como discutible. Un buen ejemplo es el debate por la ley de medios: el inesperado éxito de la iniciativa –recordemos que fue aprobada después de la derrota electoral– se explica en buena medida por la capacidad K de situar la discusión en el terreno que más lo favorece, aun a riesgo de distorsionar las cosas: la definición del viejo marco regulatorio como una “ley de la dictadura” era correcta sólo en parte; en rigor, la normativa tenía menos que ver con la censura autocrática de los militares que con el clima de época –desregulador, permisivo con la formación de posiciones dominantes– propio del menemismo–. El gobierno, sin embargo, consiguió identificar ambas cosas y, al hacerlo, pudo encuadrar el debate en sus propios términos, aun a costa de negarle al menemismo parte de su carácter, más democrático y plebeyo de lo que muchos –incluyendo, curiosamente, a algunos de sus protagonistas– hoy están dispuestos a admitir.

La semana pasada, la reunión del G-20 y el comentado cruce entre Cristina y Sarkozy acerca de la mejor forma de superar la crisis mundial reeditó el debate acerca de las virtudes y defectos del neoliberalismo. Con raras excepciones, los análisis posteriores apelaron a las comparaciones demasiado simples: una América latina virtuosamente progresista frente a una Europa unánimemente neoliberal.

Como las mujeres, las conclusiones fáciles suelen ser las menos interesantes. En primer lugar, recordemos que casi todas las elecciones realizadas recientemente en Europa confirmaron en el poder a los conservadores: los social-cristianos alemanes arrasaron en los comicios europeos del 7 de junio del 2009 y en los federales de septiembre Sarkozy derrotó al Partido Socialista y la derecha berlusconiana sumó cuatro estados a su dominio conservador en las elecciones regionales del 29 de marzo. Esto implica que en general las sociedades europeas se inclinaron más por las recetas de la derecha que por los programas socialdemócratas para salir de la crisis. Pueden equivocarse, por supuesto, pero al menos hay que considerar el dato.

Tampoco parece sensato pasar por alto algunas cuestiones históricas más bien elementales. Por ejemplo, el hecho de que en países como Alemania o Austria la estabilidad es algo más que una simple operación de macroeconomía. Es un bien social mayúsculo, una marca cultural de austeridad cuyo origen hay que buscarlo en el caos hiperinflacionario de la República de Weimar y en su epílogo atroz, el nazismo y la Segunda Guerra. Con este recuerdo borroso pero presente, parece lógico que la sociedad alemana rehúya cualquier receta que implique, así sea remotamente, un desequilibrio de las cuentas públicas o unos puntos más de inflación.

Hay también factores bien concretos, como las presiones para aumentar la edad jubilatoria resultado de los cambios demográficos experimentados en los últimos años. La combinación entre el incremento de la esperanza de vida (71 años para el hombre y casi 80 para la mujer en Europa occidental) y la baja tasa de fecundidad (1,5) han producido un crecimiento vegetativo cercano a cero que, a diferencia de Estados Unidos, no alcanza a ser compensado con la inmigración. El resultado es una relación entre la población activa y pasiva de 4 a 1, con proyecciones de reducirse a la mitad en los próximos 20 o 30 años. La “dependencia senil”, horrible expresión acuñada por los economistas para expresar la relación entre quienes trabajan y quienes no lo hacen, no es un invento neoliberal sino el producto de la evolución demográfica del último medio siglo.

Por último, algunos problemas económicos son consecuencia de la estrategia política adoptada por la Unión Europea, que prefirió expandirse mediante la incorporación de nuevos socios (ya son 27) en lugar de profundizar la convergencia económica del núcleo original, lo cual se explica más por motivos geopolíticos (la voluntad de acorralar a Rusia) que económicos. Esto produjo un bloque en el que la diferencia de productividad entre los países más avanzados, como Francia y Alemania, y los más atrasados, como Grecia, es enorme, una brecha que desde el Sur del mundo, donde Europa es vista como un todo próspero y feliz, a veces pasa desapercibida, pero que es tan amplia como la que existe entre, digamos, Argentina y Ecuador, o entre Buenos Aires y Santiago del Estero.

Recuperando el hilo del argumento, señalemos que el discurso antineoliberal y antidictadura del kirchnerismo ha funcionado como un eficaz recurso de diferenciación política que le ha dado buenos réditos, al igual que la crítica automática a todo lo que huela a ajuste o recorte o achicamiento. Es lógico que el Gobierno lo utilice e incluso que lo sobreactúe, pues su función no es educar a las masas sino conducirlas. Pero llama la atención la liviandad con la que algunos analistas apelan al antineoliberalismo como fórmula multiuso aplicable a todo lo que no gusta. Asumir como simplemente neoliberales las posiciones de todo el liderazgo europeo, por ejemplo, sin contemplar matices ni colores, es más o menos lo mismo que calificar de populistas a todos los gobiernos latinoamericanos. Quienes venimos reclamando una moratoria en el uso del adjetivo populista deberíamos ser cautelosos en el reparto del adjetivo neoliberal, pues su sobreutilización lo destiñe.

En el Episodio 6 de la Guerra de las Galaxias, cuando Luc Skywalker le reprocha no haberle contado la verdad acerca de su padre, Obi-Wan Kenobi le responde: “Muchas de las verdades que aceptamos dependen de nuestro punto de vista”. En el Episodio 3, Anakin Skywalker, que se acercaba peligrosamente al lado oscuro, dice: “Si no estás conmigo, eres mi enemigo”. Obi-Wan reacciona: “Sólo un Sith piensa en absolutos”. Tal vez haya un fondo generacional, un tic setentista, detrás de estas miradas de todo o nada, más perceptibles en algunos de los que vivieron aquellos años de fuego que en quienes tuvimos la suerte de nacer después. Al fin y al cabo, Obi-Wan, el relativista, fue el maestro de los Skywalker pero también de toda una generación, de los que hoy rondamos los 30 y miramos el actual conflicto político con cierta perplejidad, como si pudiéramos entender su esencia pero no su intensidad, esa fuerza demencial con la que se cruzan los láser.

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