EL PAíS › OPINION

Problemas del Estado y facciosidad política

 Por Edgardo Mocca

El trasfondo de la tensa escena política de estos días parece ser la cuestión del Estado. ¿Pero existe realmente una cuestión del Estado en un país en el que la contienda política parece subordinarlo todo y no hay acontecimiento, por trágico que sea, que logre ser mirado desde esa perspectiva?

La dictadura militar instalada en marzo de 1976 fue un punto de inflexión decisivo en la decadencia de la idea de Estado entre nosotros. No solamente por la puesta en marcha de un proyecto de desindustrialización y escarmiento de las clases populares, sino por el profundo espíritu depredador que caracterizó su política: desde el atroz atropello al valor de la vida que significó el terrorismo de Estado hasta la lógica de descuartizamiento de la estructura del Estado convertido en un botín a disputar por diferentes armas y diferentes caudillos con ambición de poder, los militares del “proceso” –ejecutores incompetentes de un plan concebido en las sedes del poder económico concentrado– solamente fueron “exitosos” en su empeño destructivo. La democracia recuperada en 1983 heredó ese Estado desmantelado y, en los años noventa, el neoliberalismo completó la siniestra empresa.

No alcanza, sin embargo, con ese recorrido, necesariamente simplificado para entrar en tema: hay que decir que estas tres décadas y media tienen un largo prólogo de avasallamiento de la voluntad popular, de ilegalidad sistemática, de conversión de las Fuerzas Armadas en instrumentos de represión del propio pueblo y neutralización de cualquier proyecto de afirmación nacional. Hoy, que ha pasado a primer plano la cuestión ferroviaria, es necesario recordar que el atropello menemista contra el sistema tuvo un antecedente importante en la década del sesenta: el plan Larkin, concebido en Estados Unidos y acordado con el entonces ministro de Economía Alvaro Alsogaray, durante la presidencia de Frondizi, significaba el levantamiento de la tercera parte de las vías ferroviarias, el despido de 70.000 trabajadores y la conversión en chatarra de una gran parte del material ferroviario con el supuesto propósito de modernizar el servicio. Las luchas obreras y los avatares políticos impidieron la aplicación de tan “ambicioso” proyecto que, aun así, debilitó seriamente al sistema ferroviario.

Hay en la oposición mediático-política quien recusa la pertinencia de estas referencias históricas. Se basan en que las gestiones kirchneristas llevan ya ocho años de duración, plazo suficiente, dicen, para revertir esos antecedentes. Es un interesante tema de discusión, si pudiese encarrilarse en una dirección seria y constructiva. Se puede perfectamente aceptar que el kirchnerismo, hasta aquí, tuvo más éxito en las funciones socialmente reparadoras del Gobierno que en las que conciernen a una profunda reestructuración del Estado y la sociedad argentina. Hay una muy densa agenda transformadora pendiente, en la que el transporte ocupa un destacado lugar al lado de la política energética, de vivienda, de salud, entre otros aspectos. La sociedad argentina, hace no muchos meses, parece haber creído que es la actual Presidenta quien puede encarar de manera más eficaz esa agenda, pero eso no puede ocultar que las cuestiones pendientes existen y son muy importantes. Claro que la prioridad otorgada a la reparación social no puede ser fácilmente descalificada en un país que descendió hace diez años, como nunca en su historia, al infierno de la desocupación masiva y la pérdida generalizada del acceso a los derechos más elementales, incluido, en muchos casos, el de la alimentación. Aun desde el extremo del cinismo amoral, habría que reconocer que, aunque no nos preocupara mayormente el destino de millones de compatriotas, no era “gobernable” de modos pacíficos una población que atravesaba esa situación.

Por otro lado, el Gobierno no es el reino de las buenas razones y la buena voluntad: importan los recursos, esos recursos que escaseaban en el Tesoro público para desatar airosamente la trama de la completa decadencia nacional-estatal a la que llegó el país. Esto es así, entre otras causas, porque un proyecto de recuperación nacional “con todos adentro” no exige las mismas capacidades y el mismo dinero que otro resignado al excluyente objetivo de volver a hacer andar el capitalismo argentino sobre las mismas bases de concentración de la riqueza y exclusión social.

La tragedia de Once, tal como afirman sus víctimas, no fue un accidente. La pretensión de la empresa concesionaria de reducirlo a fallas “técnicas” no resiste ningún análisis serio. Alcanzará a esos efectos la pericia que determine si el paragolpes hidráulico de la estación funcionaba adecuadamente, de manera que aun la eventual negligencia culposa del maquinista no pudiera provocar el estrago. La falta de Estado es, en cualquier caso, la causa última del desastre. La tarea de recuperar condiciones mínimas de seguridad y respeto por los usuarios, así como de reconstruir un sistema ferroviario nacional digno de ese nombre, ha sido puesta a la orden del día por la tragedia. Sin embargo, éstos no han sido solamente días de tragedia y de congoja. Han sido y son días de furia política, de especulación, de agitación desestabilizadora. El uso político de la tragedia revela también que el problema argentino no es exclusivamente del Estado como herramienta funcional para la satisfacción de necesidades públicas, que lo es indudablemente. El problema principal parece ser que el sistema político tiene desproporcionadamente desarrollados los reflejos facciosos y mutuamente destructivos: ni un dolor popular enorme como el que vivimos adormece esa tendencia. Rápidamente la tragedia pasó a ser un acta de acusación total y definitiva contra el Gobierno. Es un clima, hay que decirlo, en el que partidos políticos y dirigentes juegan –cuando lo juegan– un rol absolutamente secundario y subordinado; el libreto de la agitación facciosa tiene su centro de emisión principal en las grandes cadenas mediáticas.

Da la impresión de que a la guerra mediática le faltaba un intérprete político. Y allí apareció Macri. Tal vez porque es el único opositor, o casi el único, que tiene algún daño por hacer más allá de las palabras. Desde ese importante sitio político-institucional que es la alcaldía porteña, produjo una jugada temeraria. Una jugada que lo combina todo. Especula directa y abiertamente con el dolor de la tragedia y el miedo colectivo a su eventual repetición. Abomina de la histórica bandera de la autonomía porteña y reclama más heteronomía (en su intervención en la Legislatura le dijo al gobierno nacional que “se ocupe de la seguridad de la Ciudad”, aunque, fallido mediante, dijo “que se ocupe de la Ciudad”). Recalienta las tradicionales tensiones entre la Capital y las provincias, lo que claramente va en contra de la proclamada ambición macrista de construcción federal de su partido político. Reivindica la acción estatal y critica la “desinversión” desde el lugar simbólico de ser parte de una familia emblemática de la colusión entre el Estado y el poder económico concentrado. ¿Es entonces racionalmente incomprensible, además de políticamente irresponsable, el gesto de Mauricio Macri? No lo es. Porque no es cierto que sea un gesto “de campaña electoral”. Mirado así resultaría delirante por la cantidad de enemigos que cultiva y la potencial imagen de incapacidad gubernativa que insinúa. Es estratégico y apunta a la presidencia pero no es “electoral”. Para la elección presidencial faltan cuatro años. Los objetivos son dos: en primer lugar, la creación de un clima de zozobra, a partir de la combinación de los efectos anímicos desmoralizantes de la tragedia de Once y los miedos por la desorganización del servicio de subterráneos que podrían sobrevenir de las diferencias entre la Nación y el distrito federal. Y en segundo lugar, situar a Macri como el gran challenger de Cristina Kirchner; no solamente un challenger para el futuro, sino la expresión central del antikirchnerismo y el interlocutor exclusivo de las operaciones mediáticas del grupo Clarín y sus socios.

Macri y sus aliados mediáticos han decidido jugar su suerte a la creación de una atmósfera de sospecha, miedo y odio. La reflexión que parecemos obligados a hacer los argentinos –con independencia, incluso, de nuestra simpatía o antipatía por el Gobierno– es si la recuperación del Estado depredado y vaciado por la dictadura y el neoliberalismo puede venir de la mano de la facciosidad política y la apuesta a las desgracias colectivas.

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