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Contarlo desde marzo

El día en que se cuarteó la dictadura. El 30 de marzo, los que marcharon y los que acompañaron. Lo que pasó tres días después. El apoyo popular. La manipulación mediática, etapas. Reacciones y cambios en tres meses. Los héroes de Malvinas, una definición con beneficio de inventario. La política internacional ulterior. Las efemérides, un apunte.

 Por Mario Wainfeld

Las dictaduras prolongadas pueden llegar a parecer eternas (al menos para quienes las sufren). Impenetrables como un bloque de cemento. Pero un día se resquebrajan. Ese día, de ordinario, no surge de milagro ni de improviso: el deterioro es progresivo, pero no siempre se percibe. De pronto, por así decir, lo sólido se muestra vulnerable, se cuartea. Así ocurrió, casi textualmente, con el Muro de Berlín, que sirve de ejemplo y de parábola al efecto. Así parece haber sido en las revoluciones de los países árabes ocurridas recientemente. La dictadura que arrasó con la Argentina se cuarteó el 30 de marzo de 1982, cuando una multitud la desafió en las calles, se movilizó tras una consigna sencilla y básica: “Paz, pan y trabajo”. El avance popular se hizo grito en estrofas que se venían coreando (cada vez con más adhesiones y menos pruritos) en las canchas de fútbol: “Se va a acabar/ se va a acabar/ la dictadura militar”. Cuando muchos creen que se puede acabar, sacuden sus temores y exponen sus cuerpos al efecto, es el comienzo del fin.

El 30 de marzo la dictadura empezó a caer. Reprimió ferozmente, pero los manifestantes no cejaban. Hubo un muerto, Dalmiro Flores, imposible reconstruir la cantidad de heridos. Columnas organizadas, militantes sueltos que recobraban viejas prácticas, jóvenes que hacían su bautismo de lucha tratando de llegar a la Plaza de Mayo, ¿dónde si no?

Hay un dato siempre ilustrativo para “leer” una movilización realizada en un día laborable, enfrentando carros de asalto, gases y perros: ver qué hacen quienes no participan. No hablamos de “la minoría silenciosa” o de la opinión pública, sino de las miles de personas de a pie que, de movida, son testigos presenciales. Los que estaban en la pura calle, en oficinas, en bares, en la zona que va desde Tribunales a la Plaza, el epicentro de la represión. “Los demás” eran muy mayoritariamente solidarios con los que más se jugaban: aplaudían, daban una mano o acercaban una botella de agua, abrían una puerta generosa para darle una aliviada a un prófugo, asistían a los golpeados. Puteaban (fuerte o por lo bajo, según su temperamento o su coraje) a “los milicos”, los que gobernaban y los que reprimían a su propio pueblo.

El célebre 2 de abril, es consabido, llegó tres días después. La decisión del desembarco, comentan los historiadores buceando en la turbia información dictatorial, estaba tomada antes. Como fuera, empíricamente ocurrió pocas horas después, cuando muchos manifestantes seguían presos, incluyendo a Saúl Ubaldini, que despuntaba como protagonista de los años venideros.

¿Pudo haber 2 de abril sin 30 de marzo? Es una hipótesis probable. En la tozuda realidad, que pesa más, no lo hubo. También es evidente que Malvinas fue una decisión de la Junta Militar para contrarrestar el deterioro de la dictadura. La fantasía de la “cría del Proceso” (una fuerza política democrática que la perpetuara, como pudo lograr más adelante el pinochetismo) se diluía. Hay otro factor esencial, que describe bien el juez Daniel Rafecas en su más que recomendable libro Historia de la solución final: uno de los objetivos estratégicos de todo genocidio es garantizar la impunidad futura. Para las mentes pensantes de la dictadura (que las tenía y por eso duró lo que duró y consiguió varios de sus objetivos) debía ser notorio que la impunidad se le escurría entre los dedos.

Malvinas fue, pues, un intento de relegitimación, tal su matriz, su objetivo estratégico principal. Escindirlo de otros aspectos es un ejercicio conceptual posible, quién le dice necesario, pero imperfecto desde el vamos.

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Apoyos y manipulación: Es imposible cuantificar el apoyo popular a la invasión y luego a la guerra. Las elecciones democráticas añaden a sus tantas virtudes la de medir con precisión el pronunciamiento soberano. En tiempos de dictadura los cálculos son más imprecisos. La primera reacción, según la mirada del cronista entonces y ahora, fue de un aval mayoritario, cuanto menos muy extendido. La manipulación del régimen, cabe acotar, no existió en ese primer momento. La dictadura difundió su propio imaginario: el golpe de mano sería exitoso, no habría guerra. Era un punto de vista descolocado, primitivo... pero hasta ahí, era sincero. Quienes lo acompañaban, por muy loables que fueran sus designios, resultaban funcionales al afán de perpetuación de la dictadura. El cronista expone su parecer, en un tiempo propicio para la reflexión y el debate: fue un error colectivo, tomando en cuenta costos políticos y beneficios virtuales. Más aún con el 30 de marzo fresquito en las conciencias.

A poco andar, los hechos contrariaron las torpes predicciones de los tiranos. Gran Bretaña y Estados Unidos no toleraron la afrenta, su historia lo anticipaba, ciego era quien no quería verlo.

Desde que el plan inicial falló, comenzó un proceso de manipulación y desinformación mediática gigantesco en el que intervinieron los medios públicos y también los privados más importantes. Su impacto y credibilidad fueron inmensos. Es posible asumir la vulnerabilidad de una población embotada tras años de dictadura. Los autoritarismos extremos resienten la capacidad de pensar de todos sus súbditos, aun de aquellos que no son sus partidarios o se le oponen. La carencia de libertades públicas, de debate democrático, afecta a todos, aunque en proporciones disímiles. La mentira repetida era imposible de contrarrestar en el ágora. El sentimiento patriótico conspiraba contra la posibilidad de discernir entre verdad y mentira.

La perversidad de las autoridades fue muy lejos: convocaban a los alumnos a escribir cartas dirigidas a los conscriptos que, a poco andar, ni fueron remitidas. Se movilizó a miles de personas a que donaran sus bienes para un fondo patriótico. Personas conmovidas donaban lo mejor de sus patrimonios, lo que “no tenían”, los anillos de la familia, en un desfile conmovedor transmitido durante 24 horas seguidas por tevé. Fueron choreados, sin más.

En ese estadio, tal vez era muy complicado sustraerse al clima emocional reinante. De cualquier modo, sigue siendo chocante que se hayan sumado grupos militantes con saberes propios, conocedores y víctimas del terrorismo de Estado, exiliados que tenían formación ideológica, martirio sobre sus espaldas y otros modos de informarse.

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Sin salida: La historia tiene trances difíciles, encrucijadas sin salida virtuosa posible. Malvinas lo fue por antonomasia. Racionalmente, en un documento o en un análisis, podía escindirse la reivindicación histórica de la motivación de la dictadura, del espaldarazo que le valió “la gesta”, del oxígeno que propiciaría una victoria o un pacto ventajoso. En el teatro de operaciones políticas, dentro del espacio continental que albergaba los campos de exterminio, la distinción era una sutileza imposible. Si se ganaba, del modo que fuera, era un golazo de los represores.

Y, de cualquier manera: ¿qué pensar y hasta qué desear cuando el propio país está en guerra, los soldados exponen la vida y los ingleses hunden el General Belgrano? León Rozitchner, un intelectual único y provocador, se atrevió a decir que deseaba la derrota argentina, pensando en las consecuencias aciagas de la victoria bélica. Había que tener coraje cívico para enunciar eso... no dejaba de ser un punto de vista aislado, muy ajeno al contexto. El cronista, que compartía la predicción, no pudo pensar igual. ¿Cómo anhelar la derrota y, sobre todo, los costos humanos que recaían en cuerpos que no eran los de los represores?

Como en ese pasado remoto, este escriba cree que, ante dilemas tales, es imposible desear ni imaginar nada bueno, que las cartas estaban echadas para un final trágico. La mezcla era insalvable, la coartada patriótica se puso al servicio de la prolongación del peor régimen que jamás tuvimos.

Llegó la rendición, que se avizoraba leyendo entre líneas la información del régimen. No fueron tantos los que se fueron percatando. Estalló la reacción popular, quizá con más furia por la mentira que por todo lo realizado. En el ínterin, una muchedumbre recibió al papa Juan Pablo II y coreó “queremos la paz”. En tres meses, las posiciones se fueron reformulando a ritmo de vértigo. Hubo desvaríos, duraron bien poco, se dejaron de lado para siempre. O por decir lo palpable, durante 30 años.

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El sueño y la pesadilla de los héroes: La dictadura implotó con Malvinas, se derrumbó como los edificios sabiamente preparados al efecto. El saldo más terrible: centenares de soldados muertos, miles de vidas arrasadas, otra deuda de sangre generada por los represores. Quienes combatieron sin ánimos de blanquear la dictadura cumplieron su deber ciudadano, entregaron todo. La sociedad les debe agradecimiento, reparación, contención, homenajes.

¿Merecen ser llamados “héroes de Malvinas” todos los que empuñaron las armas? De nuevo, es forzoso distinguir. Los represores que (con emoción patriótica o sin ella, tanto da) combatían en pos de su impunidad y la conservación del poder son un conjunto bien distinto del de los conscriptos. Atávicamente, varios reiteraron en las islas sus hábitos de torturador, no con el enemigo en combate, sí con argentinos jóvenes, sus subordinados. Otros jóvenes, la misma praxis.

Todo rescate de Malvinas exige el beneficio de inventario. Los héroes de Malvinas, los hay, son los que viajaron sin fines subalternos. En parte fueron víctimas de la estulticia militar, muchos de su brutalidad. Pero también fueron protagonistas de una historia que no podía terminar bien. No lo sabían, no especularon, sólo merecen respeto y gratitud.

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Treinta años después: Alguna vez el historiador Luis Alberto Romero preguntó si la bronca popular con los militares fue por haber iniciado la guerra o por haberla perdido. La pregunta es sugestiva, su respuesta tal vez varió (para mejor) con el andar del tiempo. No sólo en las palabras sino especialmente en el macizo terreno de los hechos.

La sociedad civil y el Estado argentinos construyeron en casi tres décadas una saga consistente de rechazo a la guerra y en general al uso de la fuerza. Los conflictos limítrofes con países vecinos se dirimieron por medios pacíficos, las relaciones con el vecindario son las más cooperativas de la historia, sin hipótesis de conflicto bélico que interfieran. En la política doméstica, con el ejemplo insigne de Madres y Abuelas, los movimientos sociales (aun los más radicales y afectos a la acción directa) son no violentos, en esencia.

Más en general y más retrospectivamente, los gobiernos nacionales y populares buscaron, con tendencia a la unanimidad, resolver los conflictos internacionales de modo pacífico, muy a menudo siendo concesivos en el plano territorial. Los presidentes Juan Domingo Perón y Raúl Alfonsín son ejemplos concordantes en ese aspecto. La tradición de los partidos nacional populares fue procurar la integración regional y ninguno de sus líderes jamás fantaseó con invadir Malvinas. Vale la pena resaltar el precedente, para contraponerlo a la ligereza con que se avaló el aventurerismo de la dictadura.

Son válidas las credenciales argentinas para peticionar negociaciones por Malvinas. Tres décadas de pacifismo ininterrumpido, la procura paciente ante los organismos internacionales, el repudio interno a la dictadura y juicios a sus responsables.

Ejercicios de introspección como el que propone el cronista líneas arriba son deseables, pero son exóticos a las tratativas internacionales. Los Estados y los pueblos no van a las mesas de negociaciones clamando autocríticas. No lo hicieron los alemanes y franceses como paso previo a construir el Mercado Común Europeo. No lo hacen los países que fueron colaboracionistas con el nazismo. La rectificación, los cambios de paradigma son el rumbo, se vienen emprendiendo.

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Tácticas: Los sucesivos gobiernos surgidos desde 1983 elaboraron diferentes tácticas respecto de Malvinas. Los discursos que las sostuvieron también marcaron diferencias. El potente común denominador fue la vía pacífica y el ejercicio de la paciencia. Hasta la más necia y concesiva de todas, la menemista, se inscribe en el virtuoso denominador común, lo que no la absuelve pero la integra al conjunto.

Nadie puede sincerar en medio de un tira y afloje que espera poco del futuro inminente, pero todos los mandatarios asumieron ese condicionante. También los gobiernos kirchneristas que han sido activos en los foros internacionales y ganaron terreno en el conteo de aliados, en especial en América del Sur. El avance no establece un giro copernicano ni abrevia a meses lo que insumirá años, si hay grandes progresos. Pero combina, en dosis razonables, ambición de cambio y sensatez.

Ni la dictadura ni la guerra están en la agenda de los argentinos. Desde ese salto de calidad histórico se recorre el espinel internacional.

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Contarlo desde marzo: Puertas adentro, en la revisión permanente de las luchas populares, la crónica de la guerra de Malvinas debe contarse desde el 30 de marzo. Esa movida fue una epopeya popular, mucho más nítida y rescatable que el apoyo a un manotazo de ahogado de la dictadura, con un envoltorio grato a las tradiciones nacionales.

El 2 de abril es un feriado extraño, restaurado en democracia por el gobierno de Fernando de la Rúa. El 24 de marzo de 2001, al cumplirse 25 años del golpe militar, hubo actos masivos repudiándolo. El presidente y en especial su ministro de Defensa, Ricardo López Murphy, quisieron compensar a las Fuerzas Armadas (bien mirado, a un sector retrógrado de ellas) reponiendo la fecha elegida por la dictadura. Es el Día del Veterano y de los Caídos en las Islas Malvinas: nada se celebra de la guerra ni del desembarco... aun así la fecha sigue siendo indigesta. Puede haber otras, menos connotadas por la demasía dictatorial. La Presidenta discurrió al respecto en discursos pronunciados este año, tal vez en 2013 la efemérides quede mejor situada.

El 30 de marzo no figura en rojo en el almanaque. No le hace: es una fecha gloriosa. El cronista no es un entusiasta de la instalación de efemérides, pero se pregunta por qué en la Argentina no las hay de grandes movilizaciones. El 17 de octubre, se dirá, sigue teniendo la sospecha del partidismo... en fin. El 30 de marzo, tras la convocatoria del sector rebelde del movimiento obrero, marcharon laburantes y militantes peronistas, también jóvenes integrantes de la Coordinadora radical y ciudadanos de izquierda. Si, más adelante, se agrega otro número rojo al calendario, vendría bien considerar esa jornada de gesta, con el pueblo en la calle, como para matizar la secuencia de necrológicas, días infaustos, hechos institucionales. Tal vez, quién sabe.

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