EL PAíS › OPINION

Algunas reglas del discurso de la derecha argentina

 Por Edgardo Mocca

De alguna manera, la elección del año próximo significará un balance político provisorio del rumbo que asumió la política argentina en la última década. Cualquiera sea el signo de este balance, hay que señalar que será provisorio porque la historia siempre revisa y transforma los registros en que se juzga un proceso político, orienta a mirarlo bajo un punto de vista distinto que aquel bajo el que lo miraron sus protagonistas centrales y sus testigos. El balance tampoco es unívoco: las versiones predominantes son siempre las de los grupos que obtienen y ejercen la hegemonía política en un momento histórico dado. Así, por ejemplo, después del golpe militar que derrocó a Perón se impuso el relato de su gobierno como una época oscura y decadente de la historia nacional; desde la escuela hasta los medios de comunicación, todas las instituciones de reproducción del dominio del bloque político-social dominante estuvieron al servicio de esa interpretación.

Ciertamente, el relato actual de las personas y fuerzas políticas que procuran construir un balance oscuro de la experiencia de gobierno kirchnerista presenta un aspecto muy difícil de organizar conceptualmente, dada la variedad de sus recursos, la vastedad de los temas que abarca y, ante todo, la poco usual heterogeneidad de los pretendidos lugares ideológicos desde los que se impugna esa experiencia. Uno de los puntos extremos del caleidoscopio argumentativo conservador es la interpretación de las actuales políticas económicas como “ajuste ortodoxo” que unió en un extraño racimo a algunos dirigentes sindicales hasta hace poco fuertes defensores del Gobierno con las voces más conspicuas del pensamiento económico neoliberal y con los representantes más incondicionales del establishment en los medios de comunicación. Aun cuando sea imposible la definición de una perspectiva común para las voces de la oposición mediático-política, se podría intentar la sistematización de ciertas reglas, llamémoslas metodológicas, de un discurso común que abarca tradiciones ideológicas que hasta hace poco suponíamos enfrentadas entre sí. Hablamos de reglas del discurso de la derecha, a pesar de esa heterogeneidad, porque reparamos en la funcionalidad que tiene ese discurso para la defensa del privilegio.

Una primera regla es la ahistoricidad, es decir la ausencia de referencias que ayuden a encuadrar la cuestión que se discute en una cierta sucesión histórica. El documento de la cúpula católica y su espectacular denuncia sobre que el país está “enfermo de violencia”, es un claro ejemplo de la aplicación de esta regla. Llama la atención –y sirve para ilustrar la cuestión– la radical separación conceptual entre afirmación y el documento eclesiástico en su conjunto del registro en el que la propia Iglesia, en este caso latinoamericana, planteó en el documento de Aparecida del año 2007. La separación consiste justamente en que en Aparecida cada uno de los problemas contemporáneos aparece situado en la historia y explicado por un determinado rumbo espiritual de la civilización humana, mientras que la cúpula católica argentina no sólo magnifica los dramas en estricta concordancia con el sistemático bombardeo de los medios respecto de la llamada “inseguridad”, sino que además esconde su análisis histórico. La violencia parece haber surgido de pronto en la sociedad argentina; no tiene nada que ver con lo que ocurrió en la última mitad del siglo XX, desde la violencia de la persecución, la proscripción política y el terrorismo de Estado hasta la más larvada de la desindustrialización, el empobrecimiento, la exclusión y la estigmatización de los sectores sociales más vulnerables. Hay que discutir lo que la Iglesia Católica dice, pero sobre todo es importante señalar lo que no dice. Lo que no dice, de lo que no habla es de los procesos históricos, económicos, sociales y políticos que condicionaron el estado de cosas actual. En la misma dirección actúan quienes, apoyándose en la objetable falta de actualización de datos estadísticos sobre la pobreza, se han lanzado a hablar del tema borrando toda huella histórica y sobre todo la de sus propias responsabilidades en el derrumbe social argentino de principios de este siglo. Si no borraran la historia, estarían obligados a explicar cómo hay más pobres con un 7 por ciento que con un 25 por ciento de desempleo, cómo durante estos años se empobrecieron con la Asignación Universal por Hijo las familias arrojadas fuera de la producción y el mercado durante la fiesta del achicamiento del Estado, y cómo quienes no se podían jubilar hace doce años porque el neoliberalismo los había expulsado del trabajo, viven peor ahora que están incluidos en el régimen jubilatorio y tienen dos aumentos por año, que siempre superan el aumento del costo de vida, hasta el que existe según las mediciones más opacas e interesadas. Lo mejor es, entonces, “hablar de lo que pasa hoy” y no remover los barros de la historia.

Otra de las reglas es el aislamiento de nuestra realidad respecto de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras. Parece, por ejemplo, que lo que está pasando en Europa –en Francia, por ejemplo, donde la mayoría “socialista”, con algunas deserciones legislativas, decidió aprobar una quita presupuestaria de 50.000 millones de dólares que se sentirá particularmente en las cuestiones de empleo público, pensiones y seguridad social– no sucede en el mismo mundo en el que vivimos los argentinos. Al discurso opositor no le interesa la crisis económica mundial más que para sostener sus pronósticos más agoreros. No discurre sobre el drama de la democracia europea que transita una “alternancia” como la que añoran nuestros sectores económicamente dominantes, es decir el pasaje sistemático del gobierno de unos a otros partidos sin que las decisiones nacionales dejen de estar esencialmente subordinadas a la decisión de las tecnoburocracias europeas y el FMI. Si discutimos el mapa mundial podemos ver a un centro capitalista desarrollado en grave crisis, así como un conjunto de países emergentes –entre ellos el nuestro– ensayando rumbos políticos alternativos hacia los que nos fue llevando nuestra propia experiencia de fracasos y derrumbes.

El discurso opositor es antiideológico. No nos referimos, claro está, a la crítica de los esquemas interpretativos herméticos a cualquier choque con la experiencia política real, puesto que esa crítica es una necesidad, en primer lugar para las fuerzas que impulsan la transformación real. Es otro tipo de prejuicio el que se pone en juego, el de suponer que no existen conflictos en torno de rumbos, en torno de proyectos de país diferentes y hasta antagónicos. La fobia antiideológica, y con frecuencia antiintelectual tiene variantes diferentes. A una de ellas podríamos llamarla pragmatismo tecnocrático; dicho de forma más sencilla: la buena política consiste en saber hacer bien las cosas. La realidad no tiene ideologías, si no hacemos bien el dique, el río produce inundaciones. A poco que rompamos el hechizo que nos provoca tal despliegue de inteligencia, veremos que la ideología (o, tal vez mejor, el sistema de valores en el que necesariamente se apoya una política) no determina total y necesariamente cómo se hace el puente o la escuela o el hospital, pero sí tiene algo que decir sobre dónde se dirigen las políticas públicas, sobre cuáles son las prioridades y cuáles las urgencias.

La otra gran variante de la negación antiideológica es la moralización de la política, que tiene, a su vez, una modalidad muy en boga que es la judicialización. Todos los dramas del país se explican por una supuesta decadencia de la moral pública que, claro está, no afecta a ningún sector tanto como al Gobierno. Se trata de un operativo de reducción de la moral política a una cuestión de comportamiento individual; se confunde y reduce la naturaleza de la política a una cuestión discernible por el Código Penal. Se silencia el sentido propio de la política que son los bienes colectivos, eso que los republicanos en serio supieron llamar patria. ¿Cuál es la diferencia político-moral entre la seguridad social en manos de la timba financiera y la administrada públicamente?, ésa parece una pregunta política pertinente. Claro que la moral política es incompatible con la ilegalidad puesta al servicio del propio provecho individual; pero no alcanza con que se abstenga de robar para que pueda decirse de un líder que es un político con moral. Pocas cosas tan inmorales pueden concebirse como la enajenación del patrimonio nacional; sin embargo, no pocos de sus ejecutores durante la década del noventa tienen hoy sus papeles penales en regla.

Curiosamente el moralismo se conjuga armoniosamente con el cinismo. El fondo del discurso opositor suele apelar a la mirada cínica. Nos estamos acostumbrando a las risas cancheras que muestran algunos periodistas cuando dicen, por ejemplo, “nacional popular” o “distribución de la riqueza” como si estuvieran desnudando una imposibilidad, la de la política realmente existente para asumir una agenda ético-política de época. “Todo lo que quieren los políticos (especialmente, claro, si pertenecen a este Gobierno) son posiciones de poder”; así se confunde no casualmente “poder” con “ventaja” o con “abuso”. Se trata de una pretensión de “realismo político” que procura pensar la realidad política al margen del juego de pasiones, ideas e intereses colectivos, sin cuya puesta en acto la política es lo que llegó a ser para muchos en los años de las “reformas de mercado”, puro cálculo mercantil. Nadie puede negar que el cinismo está transversalmente distribuido en la política real; pero reducir la política a esas prácticas es aceptar que no se puede luchar por transformar nada.

En síntesis, la pretensión del discurso de la derecha (y de los que le prestan su solidaridad) es no hablar de política. Porque hablar de política es hablar del mundo, de la historia, de la patria, de las ideas, del bien común y de una moral que se nutre de la lucha por imponer la hegemonía de uno u otro sistema de valores.

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