EL PAíS

Buitres locales y el capital financiero

Justicia rapaz

Por Ricardo Aronskind *

El pasado volvió a aparecer. Esta vez bajo la forma de un tramo menor e irresuelto de la monumental deuda externa que heredó el gobierno. En ese sentido, el fallo de la Corte de Estados Unidos, convalidando el miope fallo de las instancias judiciales previas, frena una notable línea de cierre de conflictos internacionales que venía llevando adelante el gobierno argentino.

Poco resta decir de jueces que no entienden de qué se trata una convocatoria de acreedores, pero sí vale pensar qué significa que la Corte Suprema norteamericana, en este momento de crisis financiera global irresuelta, decida que todo país en problemas para pagar compromisos debe hacerlo aunque no pueda hacerlo.

Entre las especulaciones previas al fallo, algunos observadores críticos de la política imperial norteamericana se mostraban optimistas, porque sostenían que por la propia salud de las futuras reestructuraciones de deuda, como por el prestigio de la plaza judicial neoyorquina, habría una intervención política que finalmente contribuiría a poner las cosas en su lugar. Sin embargo, otros observadores, aún más desconfiados de las intenciones norteamericanas, señalaban que golpear a uno de los países pilares del Mercosur y activo promotor de la autonomía sudamericana podía ser un interesante motivo para dejar que la resolución judicial de las instancias menores –sintetizable en las palabras “paguen todo”– quedara firme. Sin saber qué ocurrió finalmente en la gigante caja negra de la política norteamericana, vemos que primó un juridicismo de escuela primaria, compatible con los intereses del más rapaz de los actores financieros.

La propia Corte, constituida por mayoría republicana, no puede pensarse ajena, en materia de afinidades electivas, a los prósperos dueños de los fondos especulativos, frente a los “argies” siempre denostados por la prensa “seria” del Primer Mundo. El fallo representa, en un sentido sistémico, el triunfo del cortoplacismo extremo del capital financiero sobre cualquier otra consideración estratégica, sea económica o política, y es la prolongación de tendencias que venimos observando desde los años ’80: el creciente predominio del capital, y en especial del capital financiero sobre los Estados nacionales, y la brecha creciente entre los Estados centrales y los periféricos.

En un plano abstracto, se podría decir que el problema es manejable, ya que Argentina no presenta un problema de insolvencia permanente, sino que presenta un futuro cercano muy prometedor en cuanto a su capacidad de generar riqueza y divisas. No podemos esperar ni suponer “buena fe” negociadora de parte de los fondos buitre. Pero sí saber que quieren dinero y que el país, bajo determinadas condiciones, puede afrontar esos pagos, siempre y cuando no se cruce una línea roja vital que tiene la Argentina, que es el nivel de las reservas del BCRA.

Sabemos, por experiencia propia, que las finanzas internacionales son capaces e imaginativas a la hora de inventar negocios. Quizás ésta sea la ocasión de recurrir a determinadas ingenierías para salir de esta crisis innecesaria en que han puesto al país. En el arco político local hay quienes velan, desde diferentes posturas, por el interés nacional, y quienes están tan preocupados por el “prestigio” ante la comunidad especulativa internacional, que no dudarían en sacrificar la estabilidad del país.

Así como la deuda, la política acuñada en los noventa reaparece en los razonamientos que prefieren hablar de “impericia” o de “falta de profesionalismo” para negociar por parte del actual gobierno, ocultando vergonzosamente el origen histórico de esta deuda, y lo desatinado del fallo norteamericano. Si vivieran en Estados Unidos, estarían acusando a los bomberos de “impericia” cuando se les cayeron las Torres Gemelas encima.

Como muchas otras cosas, todo depende de lo que hacemos con los datos de la realidad. Si los sectores de poder económico deciden que ésta es otra oportunidad para ganar plata fácil con prácticas especulativas, y para ello generan una estampida de miedo, tendremos una severa contracción económica. Si, en cambio, establecemos y sostenemos una inteligente política nacional de negociación, en tanto protegemos y fortalecemos el mercado interno, mitigando eventuales impactos de las transitorias turbulencias, no habrá consecuencias graves.

Los comportamientos de manada nunca son buenos, y menos frente a los buitres (salvo que alguien esté apostando a su triunfo). Levantando la cabeza, se debe pensar el fallo a favor de los buitres como un revés que debe y puede afrontarse, sin catastrofismo y con la mirada puesta en un país que está en condiciones de desplegar un notable potencial productivo. Lo saben los de afuera, y es hora de que se enteren los locales.

* UNGS-UBA.


Endeudadores seriales

Por Claudio Scaletta

“No hay hechos, hay interpretaciones”, decía Nietzsche. Luego, la verdad estaría dada por el poder de imponer la propia interpretación, un marco filosófico inquietante a la luz de las luchas mediáticas del presente, escenario en el que la discusión por la renegociación de la deuda pública aparece como un ejemplo casi perfecto. Así, entre los subproductos del fallo de la Suprema Corte estadounidense del pasado lunes se produjo la reaparición pública de quienes promovieron las actuales condiciones de endeudamiento y, con ellos, de sus argumentaciones. Nuevamente debió escucharse que la racionalidad consiste en la concesión acrítica y permanente a los poderes de las finanzas globales, seguido de todo lo que la actual administración habría hecho para irritarlas. En el paroxismo de la impunidad histórica reapareció también el ex súper ministro de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, Domingo Cavallo, el impulsor del Megacanje, aquel manotazo de ahogado ensayado en 2001 para evitar el inminente default de la deuda pública y el inevitable fin de la ilusión de la convertibilidad.

A casi tres lustros de la fallida operación, fallida en tanto no sólo no logró evitar el default que se produciría en diciembre de aquel año, sino que lo aceleró, resulta de interés recordar sus hechos principales y, también, las argumentaciones de entonces, que se calcan en editoriales del presente.

Existen dos maneras de recordar el Megacanje, una centrándose en las sospechas de corrupción que provocó la propia operación; otra, mucho más interesante para la coyuntura actual, considerando su contexto económico; que siempre es histórico.

Amén de que hablar sólo de corrupción implica dejar de lado lo más importante, la política, su resultado es hoy abstracto. Buena parte de los sobrecostos provocados por la operación, los derivados de la cristalización por tres décadas de tasas de default, quedaron diluidos por la cesación de pagos y la posterior reestructuración de 2005. Sí se perdieron, en cambio, las comisiones, que sumaron cerca de 150 millones de dólares y que en muchos casos se pagaron por “autocanjes”, es decir; algunos bancos cobraron por canjearse papeles que tenían en sus propias carteras. Menos abordado fue el arreglo de los precios de los bonos, hecho que fue revelado por este diario en el mismo junio de 2001 y que motivó distintas acciones judiciales finalmente inconclusas. Sucedió que con el argumento de recuperar las garantías de los bonos Brady, los Par y los Descuento, garantías que eran bonos del Tesoro estadounidense, se pactaron sobretasas, las que se acordaron directamente entre funcionarios y banqueros. El proceso licitatorio del canje, conducido por bancos internacionales de primera línea en la materia, como el Crédit Suisse First Boston, por entonces conducido por David Mulford, el amigo americano de Cavallo y uno de los ideólogos de la operación, se convirtió así en un verdadero simulacro. Finalmente, meterse con estas cuestiones agrega un riesgo adicional para los no iniciados, la posibilidad de enredarse en debates sobre tasas, valor presente de los bonos, distintos sistemas de licitación o precios de corte simples y múltiples, en suma; puede volverse un aporte a la confusión general.

Más interesante visto desde el presente fue el contexto económico de la operación. Resulta notable, casi absurdo, que los autores de aquellas políticas repitan aún hoy que devaluación y default fueron decisiones de los gobiernos que los sucedieron. Suele mentarse por ejemplo, el aplauso festivo del Congreso a la “declaración” de la cesación de pagos, bajo la efímera presidencia de Adolfo Rodríguez Saá. O bien, atribuir la devaluación a la administración de Eduardo Duhalde. No fue de esta manera ahistórica como ocurrieron los hechos.

El dato central es que la sobrevaluación cambiaria que caracterizó los últimos años del régimen de convertibilidad, luego de años de anclaje del tipo de cambio, pero con inflación interna en dólares, sólo podía sostenerse en el tiempo con entrada de capitales. Para entender este proceso puede recurrirse al ejemplo de la “enfermedad holandesa”, pero al revés. Así como una gran entrada de divisas a una economía provoca una revaluación de la moneda, una moneda puede mantenerse sobrevaluada mediante la constante entrada de capitales. Durante la convertibilidad, las divisas entraron primero con las privatizaciones y luego, agotada esta vía y frente al déficit crónico de la cuenta corriente, a través del endeudamiento externo. Sin embargo, luego de tres años de recesión a partir de 1998, retroalimentada por las políticas de ajuste inherentes a las condicionalidades del propio endeudamiento, el sector financiero global advirtió la pérdida de capacidad de pago de la economía argentina y comenzó a cortar el chorro.

Cuando el capital dejó de fluir, los días de la convertibilidad quedaron contados. El Blindaje de José Luis Machinea fue el principio del fin. Los capitalistas locales fueron los primeros en advertirlo y ya a principios de 2001 iniciaron una de las fugas de capitales más importantes de la historia local. No necesitaron que nadie declarara devaluaciones ni aplaudiera cesaciones de pago. Cuando decididamente ya no existía crédito voluntario, Domingo Cavallo avanzó con un canje voluntario, el Megacanje de mayo, lo que agravó la situación de la deuda. La operación ni siquiera consiguió la panacea de la época, la “confianza de los mercados”. A los pocos días el “riesgo país” explotó, lo que disparó una segunda ronda de salida de capitales que licuó las reserva del Banco Central. La devaluación de hecho ocurrió finalmente a principios de diciembre, el día que se estableció el corralito. La declaración del default que sucedería meses más tarde fue sólo una formalidad. Los dólares para hacer frente a las obligaciones internacionales ya no estaban en diciembre.

Visto desde el presente, el proceso deja algunas conclusiones. Primero, durante todo el período el país cumplió a rajatabla con todos los mandatos del poder financiero global. Todas las políticas fueron simpáticas para los mercados. Los gobernantes y ministros de entonces pasearon por el mundo y los foros internacionales como alumnos modelo. Ninguna de estas políticas consiguió aplacar el riesgo sistémico, el que se basó siempre en los números reales de la capacidad de pago del país. El tipo de cambio sobrevaluado permitió mantener el consumo en los primeros años, lo que aportó al crecimiento hasta 1997-98, pero la falta de respaldo de la economía real para generar las propias divisas terminó pasando la cuenta. Más cuando la sobrevaluación cambiaria se sostuvo con endeudamiento. Como lo advertían los pocos economistas críticos de la época, condenados al ostracismo por los principales medios de comunicación, el régimen era insostenible. Y nada hubo aquí de falta de “reformas estructurales de segunda generación” o “desborde del gasto”.

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Paul Singer, titular del fondo buitre NML Capital.
 
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