EL PAíS › ADELANTO DE LOS FUNDAMENTOS RETORICOS DE LA SOCIEDAD, LIBRO POSTUMO DE ERNESTO LACLAU

Los caminos de la hegemonía y la autonomía

Antes de fallecer, en abril pasado, Laclau había terminado de preparar los materiales para un nuevo libro, una compilación de ensayos escritos durante los últimos quince años que ahora publica el Fondo de Cultura Económica. En estas páginas se reproduce el prefacio escrito por el filósofo, donde esboza el contexto histórico en que desarrolló su pensamiento y los principales momentos teóricos que le dieron forma.

 Por Ernesto Laclau

A los efectos de entender el contexto inicial de mi intervención teórica, debemos remontarnos a la compleja historia de la Argentina de los años sesenta. En 1955, un golpe militar conservador había derrocado al gobierno popular peronista. Una dictadura más o menos institucionalizada había sido establecida y perduraría por los siguientes dieciocho años. Digo más o menos institucionalizada porque períodos de gobierno formalmente liberal (elecciones, etc.) alternaban con otros de ejercicio militar directo del poder; pero digo también dictadura porque, a fin de cuentas, aun cuando gobiernos civiles estaban a cargo del Poder Ejecutivo, ellos habían sido elegidos sobre la base de la proscripción del peronismo, que era por lejos el partido de masas mayoritario del país. En los años sesenta, esta dictadura institucionalizada comenzó a mostrar crecientes fisuras y fracturas y, como resultado, la resistencia peronista, que al principio había estado confinada a los distritos obreros de las grandes ciudades comenzó a expandirse hacia sectores más amplios de la población.

Este es el proceso de lo que, en la Argentina de la época, fue denominado “la nacionalización de las clases medias”. Las clases medias argentinas habían sido tradicionalmente liberales –de derecha o de izquierda–, pero en los años sesenta fueron hegemonizadas de manera creciente por una agenda nacional-popular (en la jerga política argentina, “liberal” no se opone a “conservador”, sino a “nacional-popular”). La columna vertebral del peronismo clásico, tal como se había constituido en los años cuarenta, había sido el movimiento sindical. Durante el gobierno peronista se habían constituido los sindicatos de industria más fuertes de América latina, con el apoyo activo del Estado. Su epicentro era el triángulo constituido por las ciudades recientemente industrializadas de Buenos Aires, Rosario y Córdoba. No es sorprendente, por lo tanto, que una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno militar fuera intervenir las organizaciones sindicales.

Fue el predominio exclusivo de esta connotación obrera el que comenzó a desdibujarse en la década de 1960. Por un lado, la crisis del régimen liberal oligárquico condujo a la marginalización de amplios sectores de las clases medias, cuya movilización dio al peronismo una nueva dimensión de masas que excedía de lejos los límites sociales iniciales. El movimiento estudiantil, por ejemplo, que había sido tradicionalmente antiperonista, pasó a ser dominado en forma creciente por diferentes corrientes de la Juventud Peronista. Por otro lado, sectores mayoritarios del movimiento sindical, cada vez más burocratizados, desarrollaron un corporativismo que condujo a constantes transacciones y acuerdos parciales con el nuevo régimen militar establecido en 1966, acuerdos que chocaban con la ola de radicalización social y política que dominaba al país al fin de los años sesenta y comienzos de los setenta. Esto abrió el camino al llamado setentismo (el espíritu de los años setenta) y a la emergencia de una nueva izquierda, nacional y popular, enteramente diferente de la izquierda liberal tradicional. Resultaba sumamente obvio a la mayor parte de los militantes que estábamos participando de un nuevo proceso de masas que excedía por lejos los límites de cualquier “clasismo” estrecho.

Entender los problemas planteados por esos límites no era, sin embargo, una tarea sencilla. Aunque militábamos en varios movimientos en el interior o en la periferia del nuevo peronismo radicalizado, desde el punto de vista teórico la mayor parte de nosotros nos considerábamos marxistas, y los textos marxistas advocaban exactamente la estricta orientación “clasista” de la que estábamos tratando de liberarnos. Ya el Manifiesto comunista nos daba una imagen de la lucha de clases bajo el capitalismo como dominada por la creciente centralidad del antagonismo entre trabajo asalariado y capital. Se pensaba que el proceso de proletarización estaba conduciendo a la extinción de las clases medias y del campesinado, de modo tal que el último antagonismo de la historia había de ser una confrontación directa entre la burguesía capitalista y una vasta masa proletaria. La tesis de una progresiva simplificación de la estructura social bajo el capitalismo era el principio estructurante del marxismo clásico (...)

Los años sesenta y setenta fueron dos décadas profundamente creativas para el pensamiento de izquierda. Estos son los años de la Revolución Cubana –que por ningún esfuerzo de la imaginación puede ser pensada en términos de centralidad de la clase obrera–; de la publicación de los grandes libros de Frantz Fanon sobre la constitución de las subjetividades anticoloniales; incluso de las tesis de Mao acerca de las “contradicciones en el seno del pueblo”, de modo tal que la noción de “pueblo”, que hubiera sido anatema para el marxismo clásico, era investida de legitimidad revolucionaria. Estos son también los años de las movilizaciones masivas de estudiantes, de grupos marginales y de múltiples minorías, tanto en Estados Unidos como en Europa. Estábamos enfrentados por una explosión de nuevas identidades y por las complejas lógicas de su articulación, que requerían claramente un cambio de terreno ontológico.

¿Cómo encarar, por lo tanto, esta situación? Había, a primera vista, dos caminos que yo me negué, de plano, a seguir. El primero era continuar, sin más, adhiriendo a las categorías marxistas, transformándolas en un dogma hipostasiado mientras que, al mismo tiempo, se desarrollaba en el terreno empírico una acción política que mantenía tan solo una conexión laxa con dichas categorías. Este es el camino que muchos, tanto en los movimientos comunistas como en los trotskistas, escogieron en esa época, pero yo jamás tuve la tentación de seguirlo. El segundo era el opuestamente simétrico: reducir el marxismo a un dogma esclerosado, sin conexión con los problemas del presente, y recomenzar con un nuevo tipo de discurso, ignorando enteramente el campo de la discursividad marxista. Yo me negué también a seguir esta ruta. Estaba convencido de que una gran tradición intelectual nunca muere de este modo, a través de algo así como un colapso súbito.

Lo que hice fue intentar un tipo de operación diferente. Encontré en aquel momento sumamente esclarecedora la distinción, establecida por Husserl, entre “sedimentación” y “reactivación”. Ideas sedimentadas son aquellas formas cristalizadas que han roto su vínculo con la intuición original de la que ellas proceden, en tanto que la reactivación consiste en hacer visible ese vínculo olvidado, de modo tal que esas formas puedan ser vistas in status nascens (...) Yo no podía, desde luego, adoptar sin más la distinción husserliana sin introducir en ella una modificación esencial. Para Husserl, el proceso de reactivación conduce a un sujeto trascendental que es fuente absoluta del sentido; para mí, conduce a una instancia de radical contingencia en la que muchas otras decisiones podrían haber sido adoptadas. Si esto es así, reconstruir el momento contingente de la decisión pasa a ser primordial, y esto solo puede hacerse mostrando el campo de pensamientos incoados, es decir, de decisiones alternativas que podrían haber sido adoptadas y que el camino contingente escogido habría obliterado. Este es el método analítico que he seguido sistemáticamente desde aquellos tempranos días: siempre que he encontrado en los textos marxistas (y, más en general, socialistas) tesis que entraban en colisión con mi experiencia o intuición, intenté reconstruir los contextos históricos y las operaciones intelectuales a través de las cuales esas tesis fueron formuladas. En todos los casos encontré que esas tesis eran el resultado de una elección, y que las alternativas descartadas continuaban operando en el trasfondo y reemergían con la inevitabilidad de un retorno de lo reprimido. De tal modo, conseguimos establecer un área de interdiscursividad en el interior de los textos marxistas y socialistas que hizo posible una mejor apreciación de su pluralidad interna. Una primera formulación de nuestras conclusiones puede encontrarse en Hegemonía y estrategia socialista, que escribí con Chantal Mouffe hace casi treinta años.

En esta interrogación de la tradición marxista y socialista al fin de los años sesenta y comienzos de los setenta, dos autores tuvieron una influencia importante en ayudarme a configurar mi perspectiva: Althusser y Gramsci. De Althusser, lo que constituyó para mí una noción altamente esclarecedora fue su tesis de que las contradicciones de clase son siempre sobredeterminadas. Esto significa que no hay simplemente contradicciones de clase, constituidas al nivel de las relaciones de producción y representadas más tarde a otros niveles, sino, por el contrario, una pluralidad de antagonismos que establecen entre sí relaciones de interdeterminación. Este era un claro avance en la dirección que estábamos buscando: por un lado, diferentes antagonismos constituían subjetividades políticas que escapaban a la determinación directa de clase; por el otro, si la relación entre estos diferentes agentes era una relación de sobredeterminación, lo que era necesario era establecer el sentido exacto de este “sobre”.

La noción de “sobredeterminación” en Althusser procede claramente del psicoanálisis, pero él avanzó muy poco en el intento de transferir todas las complejidades y los matices de las lógicas freudianas al campo político. Y, sin embargo, cuanto más su reflexión avanzaba, más difícil era seguir adelante sin definir con precisión la especificidad del “sobre”, porque resultaba crecientemente más claro que una determinación simple –como en la clásica dualidad infraestructura/superestructura– era incapaz de proveer soluciones a los nuevos problemas planteados. En un primer momento, se dio el intento de introducir las instancias política e ideológica en la noción misma de “modo de producción”, pero esto condujo a todo tipo de impasses teóricos. Por lo tanto, en un segundo momento hubo el intento de referir las unidades de análisis social concreto a la categoría más amplia de “formación social” (...)

Pero aún más importante, en ese momento, que la influencia de Althusser fue mi lectura en profundidad de la obra de Gramsci. Gramsci proveía un nuevo arsenal de conceptos –guerra de posición, voluntades colectivas, liderazgo intelectual y moral, Estado integral y, sobre todo, hegemonía– que hacía posible avanzar en la comprensión de las identidades colectivas hasta un punto que ningún otro marxista de su tiempo y, en verdad, también del nuestro, alcanzaría. Tomemos un problema como ejemplo: las interrelaciones entre lo social y lo político en conexión con la cuestión de la universalidad. Para Hegel, la burocracia –entendida como el conjunto de los aparatos del Estado– era el lugar de la universalidad; la burocracia era la “clase universal”. La sociedad civil era, por el contrario, el reino del particularismo, designado como “sistema de las necesidades”. Marx, como es bien sabido, afirmó, contra Hegel, que no hay nada universal en el Estado, puesto que es tan sólo un instrumento de la clase dominante. El momento de universalidad tenía que ser transferido a la propia sociedad civil: la clase universal era el proletariado. Pero, con férrea lógica, esto conducía a la idea de que una sociedad reconciliada requería la extinción del Estado. Como he intentado mostrarlo en otros trabajos, la intervención gramsciana toma sus distancias tanto respecto de Hegel como respecto de Marx. Gramsci concuerda con Marx contra Hegel en que el lugar de emergencia de lo universal no implica una esfera separada, sino que establece una línea de pasaje tanto al interior de lo social como de lo político; en lo que concierne a lo universal, no hay por lo tanto una barrera que separe al Estado de la sociedad civil. Pero él concuerda con Hegel frente a Marx en que la construcción de una clase universal (que, estrictamente hablando, ya no es una clase sino una voluntad colectiva) es una construcción política a partir de elementos heterogéneos. Donde Marx hablaba de “extinción del Estado”, Gramsci hablará de construcción de un “Estado integral”. Fue a esta construcción que él denominó “hegemonía”. A partir de allí me fue resultando crecientemente claro que la construcción de un vínculo hegemónico planteaba una serie de problemas teórico-políticos que apuntaban, al mismo tiempo, a una nueva agenda de reflexión.

Esta agenda giraba en torno de las siguientes cuestiones centrales:

1) Si la articulación entre lo social (entendido en un sentido amplio, que incluye la economía) y lo político iba a ser ella misma política, la clásica tríada de niveles –lo económico, lo político, lo ideológico– tenía que ser drásticamente repensada. Althusser mismo intentaba en alguna medida avanzar en esta dirección, con su tentativa de incluir las dimensiones política e ideológica en la noción de “modo de producción”. Y Balibar, con su intento de trasladar el centro del análisis concreto del modo de producción a la formación social, dio un nuevo y valeroso paso en esa misma ruta. Este sano giro dejaba, sin embargo, un problema sin solución: ¿cómo se estructura una formación social? Si va a ser una totalidad dotada de sentido y no una heteróclita adición de elementos, alguna reconceptualización de los vínculos internos entre estos últimos tiene que ser provista, puesto que los vínculos tienen prioridad ontológica sobre los elementos vinculados. Fue en este punto del argumento que me resultó progresivamente claro que la noción gramsciana de hegemonía tenía todo el potencial para encarar las cuestiones relativas a la naturaleza de este rol articulador. La centralidad del modo de producción en el análisis social tenía que ser remplazada por aquella de la “formación hegemónica”.

2) De tal modo, este giro implicaba acordar a lo político un lugar ontológico privilegiado en la articulación del todo social. Pero era evidente que esto resultaba imposible sin deconstruir la categoría de “lo político”. Lo político había sido considerado, en el tipo de teorización de la cual yo procedía, como un nivel de la formación social, y resultaba obvio, desde un punto de vista teórico, que no habríamos avanzado un solo paso si dejáramos a la identidad de lo político como nivel, sin cambios, y simplemente le atribuyéramos el rol de determinación en la última instancia. Era esta última noción la que yo ponía en cuestión, antes de que su rol fuera atribuido a una o a otra instancia. De modo que las cuestiones referentes a lo político se configuraban en mi mente en los siguientes términos: ¿cómo lo político tiene que ser concebido para que algo tal como una operación hegemónica resulte pensable?

3) Esto también implicaba otras dos cuestiones interrelacionadas. Primera: si el vínculo hegemónico tiene un papel fundante en el seno de lo social, y si es, en tanto vínculo, más primario que los niveles que de él resultan y que los agentes que él constituye, ¿cómo determinar su status ontológico? Segunda: en su dimensión hegemónica (y pienso que podemos, legítimamente, identificar la hegemonía con lo político) la política debe ser concebida como el proceso de institución de lo social. En tal caso, ¿cuáles son las experiencias en las que este momento instituyente se muestra, en que lo político pasa a ser visible, por así decirlo, in status nascens?

Los ensayos que componen este volumen son intentos de estudiar, de distintas formas, aspectos vinculados a estas tres áreas principales. No intentaré resumir sus conclusiones, pienso que ellos son lo suficientemente explícitos. Solo quiero mencionar, en este punto, a algunos de los autores cuyas obras he encontrado particularmente útiles en la conformación de mi perspectiva teórica. De Barthes he aprendido que las categorías lingüísticas no tienen una validez meramente regional, sino que, si se las redefine de un modo adecuado, su validez puede ser extendida al conjunto de la vida social. La deconstrucción derridiana me mostró de qué modo romper las formas sedimentadas de la aparente necesidad y descubrir el meollo de contingencia que las habita. De los “juegos de lenguaje” de Wittgenstein extraje la noción de que el vínculo entre palabras y acciones es más primario que la separación entre ambas (que es una operación puramente artificial y analítica). Esto resultó muy esclarecedor para la comprensión de la estructuración interna de las formaciones hegemónicas. Por último, numerosos aspectos de la obra de Lacan fueron para mí de capital importancia, en especial la lógica del objeto a, en la que inmediatamente percibí su homología profunda con la hegemonía gramsciana.

Finalmente, unas palabras acerca del estatus de estos ensayos. Si bien tienen distintos orígenes ocasionales, he intentado, en cada uno de ellos, volver a mi tesis central, relativa al carácter hegemónico del vínculo social y a la centralidad ontológica de lo político. Esto condujo a inevitables reiteraciones de mi argumento principal. Pero he preferido mantenerlos tal como fueron originalmente publicados, a los efectos de mostrar algo acerca de los varios contextos en los que nuestro approach teórico hegemónico se configuró. La única alternativa hubiera sido unificar todos ellos en un solo texto, pero eso hubiera constituido un proyecto diferente del que tenía en mente cuando planeé el volumen.

Unas pocas palabras antes de cerrar esta introducción. Durante los últimos quince años hemos asistido a la emergencia de una serie de fenómenos nuevos en los planos político y social que corroboran las dos tesis principales en torno de las cuales mi reflexión política se ha estructurado. La primera se refiere a la dispersión y proliferación de los agentes sociales. Ya no vivimos en los días en que las subjetividades políticas emancipatorias aparecían confinadas a las identidades de clase. Por el contrario, el presente escenario político mundial, en especial desde el comienzo de la crisis económica en 2008, nos muestra el avance de formas de protesta social que escapan a toda obvia domesticación institucional (movimientos como el de los Indignados en España y otras movilizaciones similares en Europa; el movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos; los piqueteros en Argentina; las diferentes formas de nueva protesta social en Medio Oriente y en Africa del Norte, etc.). Estas movilizaciones tienden a operar de un modo que rebase las capacidades de canalización de los marcos institucionales existentes. Esta es la dimensión horizontal de “autonomía”, y ella corresponde exactamente a lo que en nuestros trabajos hemos denominado “lógicas de equivalencia”. Pero nuestra segunda tesis es que la dimensión horizontal de la autonomía sería incapaz, si es librada a sí misma, de lograr un cambio histórico de largo plazo, a menos que sea complementada por la dimensión vertical de la “hegemonía”, es decir, por una radical transformación del Estado. La autonomía, librada a sí misma, conduce, más tarde o más temprano, al agotamiento y la dispersión de los movimientos de protesta. Pero la hegemonía, si no es acompañada de una acción de masas al nivel de la sociedad civil, conduce a una burocratización y a una fácil colonización por parte del poder corporativo de las fuerzas del statu quo. Avanzar paralelamente en las direcciones de la autonomía y de la hegemonía es el verdadero desafío para aquellos que luchan por un futuro democrático que dé un real significado al –con frecuencia advocado “socialismo del siglo XXI”.

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Imagen: Jorge Larrosa
 
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