EL PAíS › OPINION

La retórica opositora

 Por Edgardo Mocca

La argumentación política de la oposición para rechazar las iniciativas del Gobierno ya puede ser considerada un género literario. Así lo muestran tanto las páginas políticas de la cadena mediática dominante como las sesiones del Congreso. La retórica combina curiosamente la impugnación del estatismo y el reclamo por la seguridad jurídica del capital con todo tipo de denuncias “progresistas” sobre situaciones de injusticia social de diverso orden. El Gobierno pasa –a veces en el mismo artículo o nota de opinión– de ser un gobierno autoritario porque pretende recortes, generalmente modestos, a la tasa de ganancia o restricciones sobre posiciones monopólicas de mercado, a ser un simulacro que esconde en una palabrería populista su verdadera intención conservadora, solamente obsesionada por acumular poder y riqueza. Es un verdadero aporte de la oposición argentina al estudio de las retóricas políticas, campo en el cual Albert Hirschman introdujo su clásico análisis sobre las retóricas “reaccionaria” y “progresista”: la contribución de la derecha criolla a la cuestión consiste en que maneja simultáneamente los dos recursos en la crítica a un mismo sujeto político, al Gobierno. Dicho de modo más simple, golpean desde todos lados y al mismo tiempo, desde la derecha y desde la izquierda, desde el garantismo y la dureza punitiva, desde la ética y desde el cinismo.

La retórica es un asunto muy importante para la política. Tal vez esta afirmación sea contestada por alguna sonrisa sobradora en el campo de los que creen que el único dato importante para medir las expectativas de una sociedad es la cantidad de dinero de la que disponen las personas en un momento determinado. Claro que la situación económica es muy importante en cualquier situación política; pero la misma expresión “situación económica” no tiene una existencia natural ni es un dato enteramente objetivo. Es el objeto de una discusión, es un campo conflictivo entre proyectos políticos que divergen sobre la realidad porque divergen en el sentido de su acción y en la naturaleza de sus objetivos. Las palabras conforman un cuadro de interpretación de la situación que, de modo circular, pasa a formar parte de la situación misma. En el campo de la economía política se llama a eso la “expectativa económica”, y su lugar decisivo en la economía real acaba de ser puesto de relieve por Cristina Kirchner en su discurso ante la UIA. Las expectativas de las que se habla son, en realidad, políticas. No son una suma de esperanzas y miedos individuales, sino que construyen un modo de percibir y de vivir lo que se está jugando en la arena pública. Y, como vemos a diario, la situación económica ocupa un lugar dentro de ese cuadro de percepciones políticas que incluye otros campos de conflicto, como la inseguridad, la corrupción y otros asuntos sistemáticamente divulgados por las encuestas de opinión. La expectativa, medida en los términos en que lo hacen las consultoras de opinión, es una espera de lo que va a pasar políticamente en el país. En ese registro no tiene ningún lugar “lo que vamos a hacer” frente a eso que “va a pasar”. El análisis estadístico de las encuestas provee una conclusión final sobre las expectativas, lo que es a la vez un insumo de la política y una parte de ésta.

La cuestión, entonces, es que es bueno reconocerle un valor a la palabra en la política, lo que no es muy difícil porque cualquiera se da cuenta de que la política se hace con palabras. Pero ¿cómo pensar políticamente palabras que son internamente contradictorias como las críticas opositoras predominantes? ¿Qué tipo de promesa política surge de esa, qué país imaginario es el que están proponiendo? ¿Qué puede esperarse, por ejemplo, del radicalismo cuando en oportunidad del tratamiento del proyecto de ley de pago soberano, el senador Morales dijo que se oponía porque ofrecía pagarles de cierto modo a los fondos buitre, y él estaba convencido de que no había que pagarles nada, contrariando todo lo que habían dicho el resto de las intervenciones de su propia bancada? Tiende a gestarse, inevitablemente, un cierto vacío de sentido político en semejante retórica. Es un vacío que no le interesa al antikirchnerismo intensivo, es decir a aquellos que utilizan el consumo de la argumentación política para justificar y ampliar su ira contra el Gobierno. Más allá de ese sector, es decir en la inmensa mayoría de la sociedad, la cuestión se hace más compleja porque más complejo es el juicio que estos vastos sectores se forman sobre una experiencia política. Hay que decir que entre los partidarios del Gobierno existe también esa diferenciación entre niveles de adhesión intensa y de aceptación más matizada. La diferencia entre ambos campos es que mientras quienes apoyan de un modo u otro, con una intensidad u otra, tienen un claro referente empírico que es la Presidenta y el Gobierno, los opositores no lo tienen. Aunque en el campo de apoyos al Gobierno pueda incluir un elemento conservador, no hay ninguna duda sobre el cuerpo de ideas que sustenta –o por lo menos pretende sustentar– su práctica política. Más aún: los últimos gobiernos construyeron una constelación de valores desde los cuales deben ser juzgadas sus acciones; incluyen la igualdad social, la reindustrialización, la soberanía nacional y la reivindicación de memoria, verdad y justicia. No hay distintos libretos a disposición de diversos usuarios, sino una línea discursiva articulada y permanente, sostenida y renovada desde los mensajes presidenciales.

La oposición tiene un problema. Se trata de que en la política las palabras no son absolutamente libres: necesitan el soporte de cierta experiencia colectiva que pueda darles consistencia más allá de circunstanciales debates mediáticos. La palabra, al mismo tiempo, es acción. Lo es en cualquier orden de la vida pero mucho más en la política cuando la palabra interviene en el aquí y ahora de una sociedad, de un pueblo, y produce nuevas realidades. Desde 2003 hasta aquí, la retórica política actuó en un territorio de alta complejidad. Se movió en el conflicto político; tal vez se trate de la etapa más conflictiva de la política argentina en muchas décadas. No es casual ni necesariamente paradójico que una de las causas que habilitó esa intensidad del conflicto sea la más larga experiencia histórica en democracia que haya recorrido nuestra patria. La afirmación parecería contradecir el dato que constituyen los sucesivos períodos de usurpación del poder, proscripciones, persecución, rematados por el exterminio que produjo la última dictadura. Pero conflicto no equivale a violencia. Por el contrario, la violencia política actuó como mecanismo de corte del conflicto político, como forma de poner orden antes que el conflicto tocara los resortes esenciales de la dominación. En eso consistía la retórica “contrarrevolucionaria” que obró siempre en ausencia de situación revolucionaria alguna. Es decir, con la democracia hemos alcanzado a desarrollar intensamente los conflictos porque justamente se ha ensanchado su legitimidad y la libertad con que pueden expresarse. Es así porque la democracia es, entre otras cosas, un régimen de conflicto.

Curiosamente, en tiempos en que los programas y plataformas políticas han sido condenados a papeles de adorno que casi nadie tiene en cuenta, hemos asistido en estos años a una discusión política altamente “programática”. Lo que ocurre es una puja muy explícita entre una política y sus impugnadores. No es la letra de un documento programático su objeto, sino el rumbo concreto del país. Si alguien dice que la nacionalización de YPF fue una confiscación insensata no puede ser muy creíble cuando la plataforma de su partido diga, por ejemplo, “soberanía energética”. Más aún, cuando alguien, no es que ha dicho tal o cual cosa, sino que ha votado en el Congreso, por ejemplo, contra la estatización de los fondos de jubilaciones, promueva en su plataforma la solidaridad social y el derecho de los más débiles puede aparecer un poco flojo de buenos antecedentes en la materia. El programa de cada candidato para la próxima elección presidencial ya está escrito y es democráticamente accesible para todos: está en los diarios de sesiones del Congreso, en las intervenciones televisivas ante cada una de las principales medidas de los dos últimos gobiernos y ante cada uno de los conflictos que se desataron a su alrededor.

En estas horas hemos tenido la oportunidad de asistir a otra muestra de este género. Fue cuando los legisladores votaron contra el proyecto de creación de una comisión bicameral para investigar el caso de las maniobras de evasión del banco HSBC y la situación de los titulares de las cuentas de aquellos a quien esa institución facilitó la operación. También aquí las razones esgrimidas por quienes se opusieron al proyecto fueron de las más diversas. Tomemos una de ellas: según la versión de este diario, el diputado Lousteau, de FA-Unen, dijo: “Ahora la ilusión es que con una comisión bicameral que trabaja 90 días vamos a incrementar la eficacia en la lucha contra la evasión y la fuga de divisas. Otra vez a nosotros nos parece risible”. Si esta opinión hubiera sido mayoritaria, el resultado es que el Congreso hubiera quedado al margen de la investigación de lo que constituye una gigantesca estafa contra nuestro país consumada por el poder económico en las últimas décadas. La idea que tiene el diputado sobre el interés nacional se sabe, entonces, antes de leer ninguno de los documentos programáticos de su partido.

Las dificultades para la emergencia de un candidato opositor con chances de triunfo en octubre próximo no son ajenas a esta carencia de una promesa política consistente que pueda formularse con palabras y a la vez pueda vivirse como una realidad.

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Imagen: Joaquin Salguero
 
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