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Mujeres y poder: pañales/pañuelos blancos

 Por  Florencia Saintout *

La semana pasada Estela de Carlotto estuvo en la Facultad de Periodismo de La Plata. Con ternura firme contó el dolor insoportable de algunos momentos en que piensa en los 60 años que ahora tendría Laura. Y también en la resurrección cotidiana del saber de la lucha. La alegría colectiva de cada nieto, ahora de su nieto. Entonces un estudiante le preguntó cómo es que habían hecho ellas, amas de casa, maestras, para enfrentar un poder de destrucción gigante como el de la dictadura. Ella dijo: por amor. Con el amor a los hijos.

Esa mujer... una vez más.

A lo largo de la historia, a las mujeres nos han intentado expulsar de lo público. En siglos y siglos de culturas patriarcales, incluso previas al capitalismo, nos han privado del espacio común. Si las mujeres no nacemos sino que nos hacemos, nos han enseñado a replegarnos en la cocina frente al mundo de la plaza; a ser la sensibilidad y la emoción ante la razón de los varones. A movernos sigilosas para no hacer tanto ruido. Nos han dicho que somos la pasividad ante la masculinidad activa. Las que cuidamos lo que los machos producen. La debilidad ante la fuerza de los varones. La dulzura contrapuesta a la fuerza.

La política y la guerra como patrimonio de los varones que siempre la hicieron. Las mujeres sin historia, tejiendo lazos prohibidos en la cocina y cuidando al guerrero. El poder natural en los varones y anómalo para la mujer. De un solo modo: vertical, opresivo, penetrador. Un poder de exterminio. La violencia con la cual se construyó el muro que privó a lxs no varones blancos de la vida pública necesitó siempre de la fuerza. Las mujeres no domesticadas fueron brutalmente perseguidas.

Pero además todo un aparato simbólico fue construido para legitimar esas violencias que subordinan a las mujeres. Unas tradiciones culturales de sometimiento, que se fueron haciendo verdaderas en el sentido común: inferiores, incapaces, locas, putas o esclavas. Sólo algunas funciones les fueron propias, esencialmente la del cuidado de los otros (nodrizas, enfermeras, madres y mártires). Todo en un marco innegociable, el de callar y obedecer.

La condición de las mujeres se fue consolidando como penosa: las mujeres no bendicen ni su propio pan; las mujeres son propiedad de los varones; las mujeres son violadas en las guerras; se mueren silenciosamente en camas de abortos clandestinos. Pero también a lo largo de los siglos las mujeres hemos resistido y reinventado nuestras identidades. Sólo por citar algunas en la región: Micaela Bastidas, que al ser vencida le arrancaron la lengua y la torturaron hasta la muerte; Bartolina Sisa, cuyo cuerpo descuartizado se exhibió como escarmiento, declarada recién en 2005 como heroína nacional. Las mujeres que pelearon por la independencia: Juana Azurduy, nuestra máxima heroína, reconocida por la presidenta Cristina Kirchner en 2009 en un acto de recate de las mujeres sometidas al olvido. Manuela Sáenz, Victoria Romero, Martina Chapanay.

Julieta Lanteri, la que en 1910 fue a la Cámara Federal a exigir el voto. Y Alicia Moreau de Justo.

O aquellas prostitutas de las que habla Osvaldo Bayer, las de San Julián, que en condiciones de extrema subordinación decidieron decirles que no a los soldados que habían masacrado trabajadores.

Tantas.

La Abanderada de los Humildes. La del amor y la igualdad.

Las compañeras de los sesenta y setenta. Que al luchar por justicia social lucharon por todas las mujeres. A las que recién ahora el Estado las está escuchando decir que han sido violadas, que sus cuerpos han sido botines de guerra.

Las Madres. Las Abuelas. Las Locas de la Plaza.

Todas ellas mujeres que salieron de la cocina y que no callaron ni obedecieron. Pero que no entraron al espacio público como guerreras sino como luchadoras. Y ahí hay una enorme diferencia con respecto al estatuto del poder mismo. Una concepción de poder radicalmente distinta de la de ese poder penetrador para el exterminio de la cultura patriarcal.

Las mujeres nos hemos ido haciendo mujeres confinadas a la ternura y al cuidado de los demás como un modo de prohibirnos la plaza. Pero a esa condena hemos aprendido a subvertirla y a liberarnos en el sentido más profundo. Le hemos dado una dirección distinta, emancipadora.

Hemos aprendido que el otro importa, y que el cuidado nos convoca al territorio de lo común, de lo público: ¿habría existido una Juana Azurduy sin Padilla y sin los hijos, esos que la convocaron a la lucha? ¿Cómo habría sido Micaela Bastidas sin Tupac, pero también sin el dolor que vio en los niños sometidos por los “civilizadores”? ¿Qué habría sido Evita sin sus descamisados, sin sus humildes, sin el amor a Perón?

La pregunta ya no es en la dirección de señalar a la mujer que acompaña a “todo gran hombre”, la que está segunda, sino por el contrario la que propone el sentido de la lucha a partir del amor y el cuidado del otro.

En la posición del cuidado, todo acto político comienza como un acto de sensibilidad hacia el otro/(S) y no como acto de extermino del otro.

Hay un video que circula en Internet del presidente Chávez dando una charla, él sentado en un escenario. Y un chiquito se le acerca y le dice que han asesinado a su hermano y que no tiene casa. El presidente lo sube a sus rodillas, baja la voz, le repregunta, lo escucha, y el niño vuelve a decir que se han quedado solos con su madre, que necesitan una casa. Entonces el comandante lo abraza, le dice con estremecedora ternura que tendrá casa.

Está ahí ese poder aprendido de las mujeres (que han sido lo negro del mundo, en cuerpo de mujer y en todos los cuerpos de los olvidados).

Eso que para los feminismos más miopes condena a la mujer (el lazo de cuidado) es lo que subvertido como amor al otro le da sentido y espesor a la lucha. E implica mujeres con poder. Claro que sí, pero otro poder.

Las Madres y las Abuelas refundaron un poder en la Argentina, que es de paz y de ternura. En un mundo que disputa con guerra y mercado la capacidad de depredación de la naturaleza y la humanidad pensadas como recursos, que nuestra región esté iluminada en un sentido contrario es algo que, entre a muchos, se lo debemos a las mujeres que no obedecieron. Y especialmente, en estos días cabe recordarlo, a las Madres y Abuelas de los pañales/pañuelos blancos.

Q Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.

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