EL PAíS › HISTORIAS Y MENSAJES DE MILITANTES Y AUTOCONVOCADOS EN PLAZA DE MAYO

“Vinimos a mostrarle la semilla que sembró”

Con carteles, banderas y cantitos, chicos, jóvenes y adultos, muchos encolumnados en agrupaciones y muchos no, llenaron la plaza para despedir a CFK y su gobierno. Las expresiones de apoyo al kirchnerismo se mezclaron con las críticas al macrismo.

 Por Alejandra Dandan

El cartel lo pensaron entre los cuatro, sencillo, de apenas tres líneas. Se lo dieron a Lorenzo, el hermano menor, de 9 años, para sostenerlo en Plaza de Mayo. “Tomate un descanso –escribieron–. Te esperamos. Gracias por tanto.” A un costado, pegaron una foto de Lorenzo, enfundado en un casco y embanderado con un viejo pingüino de peluche, alguna vez comprado en Mundo Marino y al que Lorenzo rescató de un baúl “Esto ya lo vivimos –dice su padre–. Lamentablemente, la gente se olvidó. Pero hoy estamos en la plaza por ella: vinimos a mostrarle la semilla que sembró”.

“¡Chicos, esto no se vio nunca!”, dice poco más lejos Anabela, 20 años, a un grupo de amigos. “¡¿Autoconvocados reunidos para despedir a un presidente?!”, repetía. “Compará una foto de 2001 y ¡mirá ésta! Es la primera vez en la historia que el que tiene miedo de ser abucheado es el que entra, y no el que se va.”

La enorme multitud empezó a congregarse al mediodía en la plaza, bajo un sol rajante. Mientras las columnas de la JP, La Cámpora y la Tupac Amaru, entre cientos de banderas, entraban sobre los laterales del Ministerio de Economía, la plaza amuchaba también a miles de personas autoconvocadas, a militantes sin pertenencia partidaria. Niños, jóvenes, adultos, abuelos. Biografías que remitían a espacios distintos, reentramados en una misma manifestación.

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Miguel viajó desde Mar del Plata con parte de los Descamisados, esperó la caída de la tarde sentado sobre una caja de tesoros. “¿Te puedo mostrar algo?”, preguntó. 64 años, emigrado de La Plata, ingeniero, de los que “tuve la suerte de votar a Néstor como parte de ese 22 por ciento de la primera vez”. Dice que cuando escucha a Cristina se acuerda de los Quilapayún, de una canción que decía qué culpa tiene el tomate, que viene un hijo de puta y lo manda pa’ Caracas. De la caja saca una foto vieja. Su cumpleaños de 17 años. En una mesa está él con un grupo de amigos, y entre ellos, Jorge, el hijo de Hebe de Bonafini. Trajo la foto ensobrada para regalársela a Hebe, si la ve. “Y ahora van a venir las cosas que ya sabemos: las medidas de Menem, las de Martínez de Hoz, va a venir represión, pienso yo. No ganaron por mucho. Y muchos lo votaron sin saber lo que es.”

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Metros atrás, bajo un árbol de sombra flaca, Rubén Gil y Griselda Dular, los padres de Lorenzo y de Gerónimo, abren el cartel. “Venimos de San Martín, somos una familia común, trabajamos, tenemos dos hijos que estudian, mi señora es ama de casa”, dice él, en una suerte de código colectivo que se repite en cada parte de la plaza. Para 2002, Rubén perdía el trabajo en el ACA. Hicieron su exilio interno. Viajaron a Ayacucho. Pusieron un puesto de comidas. Mejoraron. Cuando fue el conflicto con los ruralistas, algo les hizo ruido. “Estábamos en Ayacucho y empezamos a ver lo injusto que era”, dice Griselda. “Veíamos cómo estaba el campo, que estaba bien pero siempre decía que estaban mal.” Néstor y Cristina hicieron una visita. Y ese día, los del campo escondieron las camionetas, apunta Gerónimo, el mayor, de 17 años: “¡Escondieron todo!, le gritamos a Néstor. Y él nos levantó el pulgar para arriba”.

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Acebal es un pueblo del sur de Santa Fe. María, Juan, Tais, Vanesa y Anabela llegaron en auto como lo hicieron el 1º de marzo, dicen, el 25 de mayo y el 20 de junio a Rosario. Eso sí, esta vez casi no llegan. No quisieron cargar nafta en la Shell. No encontraron una YPF cerca. Y llegaron con el tanque en rojo a una Petrográs, dicen, por lo menos una de la Patria Grande. María es María Mastrocola, 43 años, hija de un viejo intendente peronista del pueblo. Juan es Orellano, tiene 43 y está enojado con la intromisión del aparato judicial por estas horas, pero contento con la decisión de Cristina: “¡Que no les dé la foto!”, dice. “Ahora vamos a ser oposición. Y eso es una tristeza pero también un alivio. Pero también sabemos que vamos a ir para atrás.” Vanesa y Anabela Santinelli son hermanas, 29 y 20 años. “A él lo miro como un monstruo”, dice Vanesa por Mauricio Macri. “Pero no le tengo miedo porque la fuerza nuestra es tan grande que ese monstruo nos queda chico. El no está frente a un pueblo dormido. Hay que dejarlo que actúe, pero que sepa que lo vamos a estar controlando.”

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Sobre la mitad de la plaza, discuten varios jubilados. “¡El error fue Córdoba!”, se escucha por ahí. Y saca de una bolsa un diario como documento. “¡Cuando ves a la gente llorando y tenés que entregar esta plaza a la derecha por una manga de traidores que nos ametrallaron la plaza y que nos fusilaron, eso nos duele en lo más profundo”, dice ahora Mario Fiore, un viejo peronista, meta discutir en una de las diagonales. “¡Yo estuve 20 años con la carne, y me fundí!”, se sumó Hugo Atilio Romero, 62. “Y este gobierno me dio dignidad, y te digo la verdad: el mejor regalo de la vida, es un sentimiento tan profundo que un ser humano se puede emocionar”.

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A treinta años de distancia, Rosario Miranda y Matías Giménez se tiran en otro extremo de la plaza. Tienen 22 y 26 años. Dejaron los bolsitos y se sentaron. Rosario es de Los Toldos, dice, “el pueblo de Evita”. Matías, de La Plata. “No militamos en una agrupación pero adhiero a la política de estos años: soy una especie de autoconvocado. Y vengo a despedir a uno de los mejores gobiernos que tuvo la Argentina, que no gobierna para los poderes económicos sino para las clases bajas.” Matías es uno de los primeros integrantes de su familia que va “recibirse”, explica. Hace un profesorado de teatro y actuación. Abuelos de Santiago del Estero, emigrados al campo de La Plata, laburantes que pasaron años criando animales en negro. La madre empleada doméstica, el padre albañil. “Mis abuelos hoy tienen la jubilación y eso también me lleva a adherir. El hecho de que mis abuelos se hayan roto el lomo toda la vida y ahora tengan la posibilidad de jubilarse es como un logro.” Rosario habla enseguida. Y no para. Tiene lentes de sol. Dice que es de la clase baja que “subió” a clase media. “Pero, sabés qué pasa –advierte–, a pesar de eso, y aunque volviéramos para abajo, hay algo que me queda para siempre: una conciencia social, una sensibilidad social, esas ganas de soñar y de luchar: eso no me lo saca nadie.”

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Las canciones arrebatan la plaza. Suena el “Che, gorila”, mientras los pibes pasan vestidos con remeras transformadas en pedazos de banderas. “Pongamos en marcha nuevamente esa caminata eterna”, dice una. “El amor es nuestro. Cristina conducción”. Hay quien no se puso un pin sino carteles colgados al cuello. Una estudiante de psicología, de Rosario, se puso una remera que dice: “Abrazame hasta que vuelva Cristina”.

–A la gaseosa, gaseosa –pasa cantando un vendedor.

–¿Cuánto salen? –pregunta la estudiante psi.

–Todavía las tengo a precios cuidados –dice el vendedor, ya militante–. Ojo que en marzo vamos a vender mortadela para todos, eh. ¿Cuánto va a tardar en darse cuenta la gente?, digo yo. ¡Cuando le toquen el bolsillo! –Ya se tendrían que estar dando cuenta.

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Pasa una chica con una remera y los dedos en V. Los vendedoras y vendedores de Hecho en Buenos Aires militan las ventas pidiendo colaboración “compañeros”. Una señora atraviesa el vallado que divide justo la plaza en dos partes. Sobre la valla que estuvo repleta de mensajes cuando murió Néstor Kirchner, ahora hay flores de colores y cientos de carteles. Imposible apagar tanto fuego, se lee. Te abrazamos hasta la vuelta. A Néstor y Cristina, por su gigantesca obra, trabajo y empoderarnos para siempre. Y sobre una punta, se lee: Gracias por dignificarnos. Empleadas domésticas.

–Ay, voy a llorar. Voy a llorar –dice una mujer, atravesando las vallas.

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Aurelia y Ernesto estaban parados en una esquina. 80 y 82 años. “¡Ya lo hemos visto todo! Hemos visto pasar muchos gobiernos. Hemos cruzado la vida”, dice Aurelia. Y Ernesto, en voz más baja: “Pero acá hay dos cosas: Perón y Cristina, ¡los demás se quedaron totalmente afuera!”

Frente a la fuente, con niños y adultos jugando adentro del agua, Javier Luna se tomó un descanso. “Teníamos ganas de venir a ver a la presi”, dice. De oficio saladero de curtiembre, oriundo de Quilmes, pasa de Menem, al colectivo 373 y las películas de Disney. “Yo era un tipo al que le iba bien, te lo juro, pero todos los días cerraban una fábrica. En dos años quedaron tres fábricas. Yo viajaba en el colectivo y mientras la tele decía que estábamos en Disney, el colectivo se vaciaba de pasajeros”. La curtiembre exportaba, él laburaba. “Es más, ahora no estoy ni la mitad de bien que en ese momento, pero sin embargo me siento mejor.” Pasó Menem, el cierre en el 2000 de una industria alimentaria en la que trabajó. Se hizo vendedor ambulante durante dos años. Ahora es auxiliar en una escuela. “Este prometió que va a hacer todo mal y la gente lo votó lo mismo. A mí no me fue tan bien, pero veo que mucha gente está mejor. Pero acá parece que prefieren que se la lleven los de arriba, pero si reparte entre los pobres está todo mal.”

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Nélida Piedrabuena aplaude con todo lo que puede frente al Cabildo.

–¿Por qué aplaude?

–Porque acompaño al proyecto nacional y popular –dice, tranquila–. Pero estoy triste porque creo que perdimos la oportunidad de crecer hacia adelante. Con Macri vamos a volver atrás. La derecha es así, siempre.

Laura es su hija más grande. En el 2000 estudiaba profesorado de geografía. Nélida trabajaba en casas de familias. Se quedó sin trabajo. Viajó a Ushuaia. “Los tuve que dejar hasta que pude ubicarme. Viajé buscando trabajo cama adentro porque acá a pesar de recorrer todo, trabajo no conseguí, pese a que no tenía pretensiones.” Y el guión vuelve a repetirse, como un ritual, como un mantra, como certeza de eso que se sabe que se pudo y se consiguió. Nélida encontró trabajo en Ushuaia. Pudo progresar. Cambió de trabajo. Hoy está jubilada. Su hija, Laura Díaz, es profesora de historia. Su hijo pudo irse con su madre, volvió a estudiar en Buenos Aires y hace la licenciatura en geografía. Va a ser el primer universitario de la familia. Laura pudo comprar un auto el año pasado en cuotas. Es el primer auto al que accede la familia. Además hay otro hermano. Trabaja en una fábrica de aire acondicionado en Ushuaia. “El tema es que si se abren las importaciones se va a quedar sin trabajo”, dice Laura.

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Un grupo de Madres de Plaza de Mayo espera en un banco. Adelina Lara Molina dice que Cristina es como el Ave Fénix. Otra mujer, Yolanda Romero, avanza rápido para llegar a la plaza y dice que está acá porque nunca vamos a vivir estos 12 años de nuevo. Entran banderas y remeras de los autoconvocados de Resistiendo con Aguante. Dos primos se sorprenden cuando se reconocen en la plaza. Uno de Mar del Plata, la otra de Balcarce. Llegan Agustín y Julieta, de 22 y 19 años. Él es hijo de familia “apolítica”, ella de la JP. Un vendedor ofrece prendedores a 15 pesos. No fue magia, dicen algunos. Banquemos a Cristina. El amor derrotó al odio. Pero también hay otro fuera de guión: Me verán volver.

Beatriz finalmente lloró, después del “ay, voy a llorar”. Es trabajadora social. “Voy a llorar porque fue la única presidente que me devolvió la dignidad.”

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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