EL PAíS › UN ATENTADO, UN APRIETE DEL FONDO, NOVEDADES DE LAS FIESTAS

Lo que queda para el 2004

El enojo del FMI y el juego del truco. Cómo discutir qué hacer con la plata que sobra. El atentado hizo cerrar muchas bocas. Otras siguen enturbiando la cuestión social. Pobres hubo siempre, ahora ocurre que muchos trabajan. Algo sobre los derechos y la piedad. Y de cómo K cambió el tablero.

 Por Mario Wainfeld

“El encono del FMI con Roberto Lavagna tiene sus raíces culturales. El ministro, hábil jugador de truco como lo son (sepan o no jugar a las cartas) todos los argentinos, los durmió respecto de los datos cabales del crecimiento local. Ahora los del Norte están furiosos porque los engañaron pero también porque los obligan a jugar un juego del que nada saben y no les gusta.” El politólogo sueco que hace su tesis de posgrado sobre la Argentina trata de ponerse al día con su comitente, el decano de la Facultad de Sociales de Estocolmo. Bostero confeso, nuestro estudioso ha viajado a Tokio, bebido la copa de la victoria y muchas otras con espirituosos brebajes, gastado un dineral y sustraído tiempo a su trabajo. Tras la fiesta, viene la resaca. Desde Escandinavia lo apestillan para que se ponga al día con su informe anual y su rendición de viáticos.
En Palermo Viejo, su ex-más-que-amiga, la pelirroja progre, prima del periodista independiente, lo ha incluido en su lista negra, hastiada de sus ausencias e infidelidades.
Los ahorros de Lavagna
Aunque en despachos oficiales no se diga mucho, la recidiva de los reclamos del FMI ha sido una mala noticia de fin de año para un gobierno que llega a las fiestas mucho mejor de lo que cualquiera hubiera esperado hace apenas siete meses. En Economía broncan de lo lindo porque el Fondo, acreedor privilegiado, se ha travestido en lobbista de los acreedores privados. En verdad, tal actitud no es tan asombrosa, ya que el organismo siempre ha sido adalid de intereses privados de capitalistas del Hemisferio Norte, las privatizadas de servicios, los bancos, ahora los tenedores de títulos. Pero lo cabal es que, al no darse por satisfecho con la libra de carne que acordó pagarle Argentina, el FMI pone en crisis la estrategia desplegada por la dupla Néstor Kirchner-Lavagna, que fue dividir al FMI y a los bonistas particulares. Una estrategia, valga señalar, que no tiene intrínsecamente nada de patriótica ni de progresiva, cuya pertinencia (como cuadra a toda acción puramente pragmática, fundada en la ética de la responsabilidad) depende sólo de su éxito en la defensa de los intereses nacionales.
En el marco de esa negociación, Kirchner-Lavagna (y seguramente Alfonso Prat Gay) tenían un pronóstico mucho más certero que los burócratas internacionales acerca del despegue de la economía. Y bien que se lo guardaron, dejando mal parados a los negociadores del FMI. La hipótesis deseada por el gobierno argentino, que consonantemente “dibujó a la baja” el Presupuesto 2004 es quedarse con un significativo toquito de plata (dos mil millones de dólares, según los ojímetros de la Rosada) que podría disponer a su guisa. El FMI se propone avanzar sobre ese eventual ahorro, que (conforme concedió el Congreso al jefe de Gabinete) el Ejecutivo podría disponer con manos libres.
Socio del silencio y la sorpresa, convencido (con razón) de manejar mejor data que sus contrapartes del Primer Mundo, Lavagna desea mantener esa condición. Pero quizá la nueva cinchada propuesta por el FMI induzca a un nuevo escenario, aquel en el cual el Gobierno sincere (se vea compelido a sincerar) qué piensa hacer con la plata “que sobra”. Lo que lo forzaría a hacer algo que no ha sido su praxis hasta ahora: la discusión previa de sus políticas. Hasta hoy, y con marcado éxito, Kirchner ha trajinado sobre la aprobación plebiscitaria (y ulterior) de sus acciones. Tal vez, para mantener su prestigio y su consenso, Kirchner deba hacer en 2004 algo que les cuesta mucho a quienes pican en punta, que es anticiparse a los cambios de escenario. No ya sorprender, así sea gratamente, a la sociedad y concitar su aplauso, sino generar un debate y un consenso previos (y explícitos) a la toma de decisiones.
Cariocinesis
“Le aseguro que no he incurrido en ningún error, Doktor. En la Cámara de Diputados hay efectivamente 42 bloques y para el 20 de diciembre hubo efectivamente cinco actos sólo en Capital. El ‘campo popular’ propende al minifundio, al menos en lo que a sus militancias y dirigencias concierne.” Por si no tuviera problemas, el politólogo choca con la suspicacia de su superior, que no toma en serio datos que, empero, son cabales. El pastorcito sueco ha mentido de más. Tanto que no le creen ni las referencias más jugosas de la realidad local, esas que el periodista independiente, amigable, le ha arrimado tras su regreso de Japón.
El atentado, el estallido
La corroboración de la existencia un atentado en Plaza de Mayo –a fuer de inesperado, inexplicable hasta ahora– obró apenas un efecto positivo: acalló la vocinglería irresponsable de muchos protagonistas. Fueron varios los que hablaron de más, con marcada imprudencia y desdén por la verdad. Un maximalismo torpe suele regir las discusiones públicas y este (grave) caso confirmó la regla. Se zarandeó un autoatentado, se decidió que no había mediado intencionalidad, se divagó ante tempus sin pruebas y sin buena fe. Flaco favor le hacen a la democracia esas polémicas con trazas de reality show con argumentos en los que nadie, ni los propios expositores, cree. La comprobación de la barbarie habilita una situación novedosa y preocupante que exige de los dirigentes populares calidades que no lucieron en la coyuntura.
Hubo otras declaraciones poco felices sobre el tema social. Fueron enunciadas, eso sí, en muy otro tono, el melifluo que compete a los dignatarios de la Iglesia. El titular de Caritas, obispo Jorge Casaretto, incursionó desde un –opinable– estrado de autoridad, puesto a escarbar pajas en el ojo ajeno. El ojo, en tal caso, son el Estado y el sistema político que son zarandeados con escasa caridad por surtidas ONG, sus voceros y por los organismos internacionales de crédito. Una coalición objetiva cuya composición debería alertar acerca de la pertinencia de sus consejos. Sus diatribas –que suelen tener oídos sagazmente atentos en la prensa de derecha y oídos despistados en varias oficinas del Gobierno– descentran el problema. Los cuestionamientos al clientelismo, la estulticia de intendentes y punteros (muchas veces fundados en hechos irrefutables) despolitizan el conflicto social, encaraman autoridades que no son las surgidas de la soberanía popular y confunden el ejercicio de los derechos con el ejercicio de la piedad.
¿Hace falta decir que el autor de estas líneas no revista en el club de admiradores de los intendentes o los punteros políticos? Quizá sí haga falta porque la discusión política suele ser banalmente binaria y tosca. Así que ahí va: el autor de estas líneas no integra ese club de admiradores. Y vuelta al núcleo.
En su homilía contra el clientelismo político (el religioso, tal parece, no existe) Casaretto se permitió subrayar un dato central que con ligereza se soslaya: Caritas no quiere, ni puede, ni debe sustituir el rol del Estado. Enhorabuena. Hete ahí el eje de la cuestión: la reparación de la pobreza que sumerge a la mitad de los argentinos compete a su sistema político y no al voluntariado.
Si se creyera la vulgata que emiten una derecha sagaz y sus comunicadores orgánicos, se concluiría que es el tercer sector el que sustenta la asistencia social de este sufrido país. Obviamente, se trata de un dislate interesado, de una zoncera no inocente, que algunos compran por carencia de información o de sentido común. Repasemos algunos datos, a vuelo de pájaro. El Estado provee un subsidio mínimo mensual a más de dos millones de Jefas y Jefes de Hogar. También mune de remedios gratuitos a toda la población. Y asiste con planes alimentarios a millones de necesitados. Ese aparataje merece verse desde un prisma doble. Por un lado, es el más grande sistema de prestaciones de América latina y lo sostiene un presupuesto nada desdeñable. Por otro, es insuficiente, tiene tantos agujeros como un gruyère, y clama por la ampliación y la universalización de algunas prestaciones.
Con un rol subsidiario, casi siempre ayudadas por recursos oficiales, las organizaciones de la sociedad civil hacen su aporte, proporcionalmente (y por esencia) minoritario.
Se trata de una cuestión de dimensión y capacidades pero también, por decirlo demasiado rápido, de esencia. Con el Estado se interactúa en base a derechos y con las ONG en base a compasión. Frente al Estado, los sumergidos pueden y deben reclamar lo que la Constitución y los principios básicos del humanismo les reconocen. Frente a los particulares generosos urden otra relación, en la que los derechos tienen un rol sucedáneo. Nadie puede exigir a Caritas que amplíe su cobertura. Cualquiera puede pedirlo, puede tener generosa respuesta, pero no hay ninguna norma que establezca tamaño derecho. Con el Estado es distinto. La mediación puede inspirarse en el altruismo pero soterra el contenido político de la lucha contra la pobreza y la exclusión.
¿Hace falta puntualizar que el autor reconoce la validez e importancia de tantas organizaciones de la sociedad civil y sus militancias? Por si hace falta, se la subraya y se las elogia. En especial a aquellas que bregan por la plena vigencia de la Constitución, por que el Estado cumpla con sus obligaciones, en cambio de pretender desplazarlo o denostarlo.
De trabajadores se trata
“El problema más grande no es tal vez el de la desocupación –escribe el sociólogo francés Robert Castel–, no lo digo para restar dramatismo a la situación de millones de desocupados sino para mirar, por encima del desempleo, la degradación de la condición del trabajo.” La fina observación calza como anillo al dedo a nuestra realidad. Es el trabajo, su carencia, su pésima calidad, su magra retribución, su negreo, el núcleo de la cuestión social. Por eso es inquietante que el propio Gobierno haya empiojado la respectiva discusión alejando (en el tiempo) la propalación de los índices de desempleo y de pobreza, que son dos caras de una sola moneda.
“La exclusión es el resultado de un proceso y no un estado social dado”, glosa a Castel otro estudioso francés, Pierre Rosanvallon, y también aporta a una comprensión mejor. Los desocupados provienen de la degradación del mercado laboral e inducen a su baja, posibilitando la mayor explotación de sus compañeros de clase.
En Argentina, no hace tanto tiempo convivían dos circunstancias inusuales en otras latitudes del Mercosur: el pleno empleo y el hecho de que el trabajo bastaba para parar la olla. Ambas, no sólo la primera, han caducado. El mapa de la pobreza y la indigencia no se sobreimprime con el de los desocupados. Es más complejo y, básicamente, más vasto. Muchos pobres, incluso muchos indigentes, tienen empleo, a veces empleo en blanco, a veces empleo estatal. La lucha por la integración es, en buena medida, la lucha por el salario. Y, si se afina la mira, por el piso salarial. Quienes se sublevan porque el Plan social resta brazos al trabajo (y los hay en el sector privado y en el público) objetivamente bregan por la irrisoriedad de los sueldos más bajos.
La euforia oficial por el aumento de los empleados debería contrapesarse midiendo la calidad de los nuevos puestos creados y su aptitud para inducir al alza de las remuneraciones.
La óptica gubernamental es tortuosa cuando centra su mira en las irregularidades que cometerían los beneficiarios de planes sociales. El reclamo de reempadronamiento y el fetichismo acerca de las tarjetas magnéticas, que ya son un tópico de la reacción, apuntan más a un fin penalizador que al de ampliar el universo de “beneficiarios”. El intríngulis no son los fraudes hormiga o los que cobran “de más” (máxime cuando nadie piensa que los que cobran dos veces son socios de algún boating), sino los que siguen afuera de toda contención o reconocimiento de derechos. Los deditos de la derecha señalan a “los que sobran”, al clientelismo, a los que abusan. De penalizar, quieras que no, a los pobres se trata, prolongando el argumento neoliberal que los culpa a ellos y no al sistema por su condición. Demasiadas miradas oficiales apuntan hacia ese lado, quizá no irrelevante, pero sí secundario.
Volviendo unas líneas atrás, la Argentina en medio de la crisis pudo vertebrar políticas sociales más o menos vastas, sí que desprolijas. Es un piso imperfecto pero no irrisorio. El 2004 debería ser la ocasión para pensarlas en términos de ciudadanía social, garantizando una mínima reparación a quienes, privados de lo esencial, no pueden ser considerados ciudadanos plenos.
Consejo de amigo
“No trates de explicar el peronismo, que es imposible de dilucidar. Largá esa tesis, casate con la pelirroja y sé feliz.” El consejo que recibe el politólogo emana de su amigo, el politicólogo norteamericano que hizo su tesis sobre la Argentina y se casó con una latina. El sueco agradece la buena onda pero sabe que no hay verdad en el mensaje. El politicólogo yanqui se hizo famoso con sus trabajos sobre el peronismo y eso le permitió reinsertarse en su país y, acaso, afrontar confiado sus cuitas amorosas. Por lo demás, se dice y lo escribe en un correo electrónico destinado a Estocolmo, “el peronismo no es inexplicable, es apenas único”.
Entonces suena el teléfono, es la pelirroja que busca reabrir el diálogo. “Me voy a Cariló hasta Reyes, cuando vuelva te llamo”, promete la progre. El sueco recupera envión para seguir con su informe. Tiene que seguir becado acá, en esta tierra de promisión.
La política
La recuperación del poder político, la restauración de la palabra pública, la reinstalación de las expectativas favorables, el monopolio de la iniciativa integran el bagaje que tiene Néstor Kirchner como haber de 2003 que deberá capitalizar en 2004. La voluntad política no todo lo puede pero nada es posible sin ella y el actual Presidente la ha ostentado y ha conseguido ampliar los horizontes de lo posible. Si Carlos Menem le birló una victoria electoral setenta a treinta, esos porcentajes acompañan sus acciones y no ya sus promesas, lo que no está nada mal. Atento observador del mapa mundial y de la situación nacional, Kirchner es en sí mismo una novedad que no tiene su correlato en el sistema institucional y que pocos actores políticos han registrado con claridad.
Un gobierno que no es, desde el vamos, enemigo de la gente, ni sordo a los reclamos, ni medroso ante los poderes fácticos altera la escena, por decir poco, desde las infaustas Pascuas de 1987. Pocos protagonistas se han adecuado a ese cambio que obliga a repensar cómo se hace oficialismo y cómo oposición.
Con la proverbial astucia que recorre su código genético, los dirigentes peronistas se han encolumnado tras un Presidente que viene siendo exitoso en su interpelación directa, excitada, constante, a la sociedad. Con igual convicción con que acompañaron a Menem en su desmonte feroz de “la Argentina peronista”, como la llamó Tulio Halperín Donghi. El Estado providencia más protector de toda América latina se convirtió en el paradigma de la desregulación, la entrega del patrimonio nacional y el desmantelamiento de las conquistas obreras, al son de la marchita peronista. Hoy, con más cautela filarmónica, casi los mismos personajes acompañan, entusiasmados, la tarea de regenerar lo destruido que se ha propuesto Kirchner. Dialéctica, tensionada es la relación entre Kirchner y sus compañeros que sólo son leales al éxito. Predecir cómo ha de seguir ese juego, que hasta ahora ha permitido cambios inesperados y acelerados, es una temeridad. No hay porvenir fatal cuando media la voluntad humana. Hasta ahora el Gobierno ha podido conciliar virtuosamente la gobernabilidad (que cimenta el PJ) y la coherencia (que emana de la Casa Rosada). El futuro es abierto y su dilucidación depende de muchos actores.
La derecha económica viene entendiendo que este gobierno no le es propio y actúa en consecuencia. La miríada de fuerzas políticas y sociales de tinte socialdemócrata, progresista o de izquierda, se resiente por falta de reflejos y de política acorde a la nuevas circunstancias. El oficialismo permanente, gritón y acrítico de Luis D’Elía es un extremo de esa dificultad. En el otro transita a menudo Elisa Carrió, demasiado obstinada en clausurar discusiones y en formular premoniciones de un provenir que, en parte, depende de lo que ella misma aporte, amén de su análisis. En otro carril de una oposición anacrónica están muchos líderes del movimiento de desocupados cuya verba parece interpelar a una dictadura militar y no a un gobierno que puede equivocarse pero que no tiene intenciones represivas ni mala fe. Con lo que no solo pierden canales con el Gobierno, siendo muy tributarios de sus políticas, también se alejan de eventuales aliados.
La transversalidad que Kirchner preconiza, cuya existencia depende de la voluntad y del obrar de otros protagonistas, es un rompecabezas a construir. De momento, el modelo que Kirchner propone (por imposición de sus deseos o apenas de las circunstancias) es un cesarismo delegativo, con escasa deliberación pública previa a las medidas oficiales. Eso concentra el poder y el prestigio –hasta ahora en niveles francamente altos– pero priva de protagonismo (y por ende de estímulo) a eventuales compañeros de ruta, a quienes se propone sólo acompañar decisiones que se procesan en cónclaves bien pequeños. El 2004 obligará a todos a afinar y adecuar sus acciones.
La política pudo llevarnos a escenarios horribles en 2003. No aconteció y ahora hay más juego, mejores esperanzas, reglas más claras. Una incitación a la acción y a la participación, sal y pimienta de la democracia que se supone que tiene 20 años y, todavía, está en pañales.

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