EL PAíS › OPINION

Humanidad

Por J. M. Pasquini Durán

Son varias y distintas las cadenas de (ir)responsabilidades que confluyeron para reventar en la tragedia del local ubicado en el barrio de Once con pérdidas irremplazables, cada una de las cuales lastima hasta el fondo la concepción ética, política o religiosa de humanidad. Arriba de todas están, primero, las culpas de los propietarios y encargados que antepusieron la codicia al riesgo de las vidas que se confiaron a sus manos. Luego, las del Estado metropolitano en, por lo menos, dos áreas centrales: una, la de quienes, por acción u omisión, por indolencia o soborno, miraron hacia otro lado para no ver las infracciones que ahora son evidentes para cualquiera.
Estos funcionarios, por supuesto, deberán ser removidos de sus cargos y, además, recibir las sanciones que la ley o reglamentos disponen para estos casos. La renuncia o despido son débiles escarmientos, porque ésta es la oportunidad, conseguida al precio más alto, para dar un mensaje a los bolsones de corrupción que anidan en este nivel del Estado: sepan que perderán el derecho a ocupar cargos públicos por el resto de sus miserables vidas, y también pagarán con los propios bienes y la libertad. La ira pública, justificada, y la justicia, indispensable, aunque a veces no se llevan de la mano, en esta ocasión tendrán que saciarse de manera ejemplar.
La otra culpa puede pasar de potencial a real en pocas horas más, dependerá de la conducta de todos los que deben el privilegio de sus cargos a los votos ciudadanos, tanto en el Gobierno como en la oposición, y no sólo en el territorio porteño. Aquí es donde la política tiene que mostrar el valor más alto de su razón de ser y, a la vez, la más fuerte de sus pasiones: el respeto por la condición humana, la solidaridad con el Otro que sufre, llora, rabia y pide respuestas a la vida y a la muerte. De todas las indiferencias, el silencio y la pasividad son las peores. El presidente Kirchner supo poner el cuerpo en oportunidad del drama de los mineros de Río Turbio, patagónicos como él.
La ciudadanía hace tiempo que sospecha, con razón, que los políticos han perdido ese sentido humanitario profundo de la gestión. Saludan, sonríen, abrazan, besan bebés y realizan cualquier otro acto de comunicación humana sólo si aumenta el crédito personal en las encuestas de opinión. Si dudan del beneficio inmediato o a corto plazo, se ocultan detrás de ruedas de prensa o de la hiperactividad administrativa, sin mezclarse con la gente, sin abrazar al doliente ni afrontar al indignado. Otros, demagogos oportunistas, en lugar de aportar consuelo y reflexión, encienden todos los fuegos a fin de hacerle creer a la gente que están de su lado. Lo peor son los carroñeros, esos que aprovechan la ocasión para destripar al adversario, a ver si la rabia y el dolor del pueblo les otorgan lo que no consiguen en las urnas.
Otra vez, aunque sea obvio, hay que recordar al alcalde de Nueva York, Rudolph “Rudy” Giuliani, un republicano conservador de opiniones y gestión detestables para muchos, que supo honrar su triple condición de político, gobernante y ciudadano cuando el horror sacudió su ciudad y su país. Pudo sobreponer al cálculo mezquino el coraje y el compromiso con la condición humana y puso el cuerpo junto con la palabra de consuelo y de aliento. Se equivocan todos los que subestiman la memoria social o los que, simplemente, quieren aprovecharse de la situación. Ayer, durante la marcha callejera, ya hubo constancia de varios rechazos por voluntad de los manifestantes.
La historia nacional contemporánea probó que la memoria del pueblo puede ser manipulada, mutilada, ignorada o despreciada, pero igual que las corrientes subterráneas en algún punto emerge a la superficie y, entonces, se saldan la cuentas que parecían olvidadas. El dolor y la rabia son naturales en estos momentos, pero los que tienen responsabilidades más amplias que el duelo privado, en particular los medios masivos deinformación, tienen la obligación de ubicar el debate en todos los niveles que corresponden. Si todo pudiera resolverse con el linchamiento de un funcionario y un empresario, sería cuestión de levantar cadalsos en las esquinas, pero todos saben, con más o menos claridad, que esa suposición es falsa de cabo a rabo.
En esos niveles de debate, no es menor el que se refiere a la cultura de la convivencia humana y cuánto se ha deteriorado en el ánimo colectivo. La sociedad dual, de ricos y pobres, la injusticia masiva y la exclusión, han restablecido criterios de intolerancia que van desde la discriminación en diversas formas al desprecio por la vida misma. Los jóvenes y los adultos se han ganado el derecho de ser motivo, testigos y protagonistas de la reflexión colectiva, a la par que se demanda justicia y castigo a los culpables.
¿Cuando empezaron a encenderse las bengalas, cómo no fueron contestadas por voces ni manos suficientes para apagarlas? ¿Qué respeto por los demás pueden tener esos estúpidos que se convirtieron en incendiarios, cuándo y por qué les dejaron de importar los otros, sus vecinos, coetáneos, semejantes, prójimos? ¿Acaso no son una consecuencia “lógica” esas actitudes en un mundo y en un país donde la ley del más fuerte es la máxima ley? Estas y muchas otras preguntas merecen la mejor de las atenciones públicas, por encima de las simplificaciones mezquinas de los que, aun en esta dimensión trágica, pretenden llevar agua al molino propio. Ser miembro de la especie humana también es una responsabilidad.

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