EL PAíS › MARCHA DE PLAZA ONCE A LA JEFATURA DE GOBIERNO PARA PEDIR JUSTICIA

Miles de voces unidas en un solo reclamo

La caravana partió desde el boliche incendiado y se encolumnó hacia la Plaza de Mayo. Había familiares de muertos y heridos junto a jóvenes sobrevivientes y militantes de agrupaciones de izquierda. Los organismos de derechos humanos plantearon diferencias. Al final hubo incidentes, con 8 detenidos.

 Por Marta Dillon

Un río de manifestantes fluyó ayer a la tarde hacia Plaza de Mayo. La impotencia, el dolor y la bronca por la muerte sin sentido de 183 jóvenes en la madrugada del viernes desembocó en ese recorrido histórico de los reclamos populares. No hubo un único acto cuando la marcha llegó al final de la Avenida de Mayo, y hasta esa bandera argentina que envolvía a los familiares se perdió en un tumulto que encontró más de un megáfono para amplificar testimonios que pedían justicia y se desarmaban en llantos, en recuerdos cotidianos o en el color de ojos de los chicos que ya no están. Sobre el final, y a pesar de los reiterados pedidos en contra de la violencia, cuando apenas quedaban unos centenares de jóvenes frente al edificio de la Jefatura del Gobierno porteña, el frágil equilibrio que había signado la última hora de la marcha se desordenó en unos pocos incidentes que terminaron con dieciocho policías heridos y la detención de ocho personas.
Fue frente a ese edificio de Avenida de Mayo y Bolívar que tanto de ida como al final de la manifestación se escuchó un canto que unificaba las voces diversas que cerca de Plaza Miserere habían exhibido diferencias que parecían irreconciliables, como cuando Juan Carlos Blumberg intentó sumarse a la convocatoria y fue saludado con insultos (ver aparte). A los pibes, decía el canto más voceado, “no los mató una bengala ni tampoco el roncanrol”. A los pibes, se escuchó, “los mató la corrupción”. Era un grito desesperado que buscaba apuntar la bronca sobre algún culpable concreto y que terminaba diluyéndose en una consigna que evoca otras multitudes: “Que se vayan todos”.
Ya no quedaba ninguno de los familiares que se identificaban con fotos de sus hijos, hermanos, novias o amigos y amigas muertos cuando comenzaron los incidentes que terminaron con algunos policías contusos y algo más de una decena de detenidos. Pero más de una vez, cuando todavía la luz del atardecer se acostaba sobre Plaza de Mayo, hubo corridas y tironeos que daban cuenta de una tensión que lleva días de acumularse. “Yo no quiero salir más, loco, yo no quiero”, decía una chica abrazada a una remera celeste y blanca con la inscripción “Pipi x 100pre”, dando cuenta de ese lenguaje que abunda en los chats y los mensajes de texto. Los ojos clarísimos surcados por las arañas rojas de un llanto ininterrumpido brillaban mientras discutía con quienes la alentaban a integrar el círculo de familiares que se había formado frente al vallado que dividía la plaza y dejaba muy lejos la Casa Rosada. “Acá hay organismos de derechos humanos, tenés que ponerte al lado de ellos para que te protejan”, insistía otro joven tironeándola, a pesar de que ningún organismo se identificó como tal y fueron varios los que firmaron un comunicado aclarando por qué no participarían (ver aparte). La desconfianza de Carla, la de los ojos claros y ningún apellido, estaba anclada en los incidentes al principio de la marcha entre familiares y algunos partidos políticos de izquierda, que de todos modos marcharon sin identificaciones. Pero cada vez que una discusión amenazaba con convertirse en escenas de boxeo, el grito de Justicia funcionó como bálsamo y logró aglutinar a cerca de diez mil manifestantes, aunque las cifras oficiales sólo cuentan la mitad.
“Lucas Pérez, tu familia te ama”, decía, escrito con marcador, sobre la foto de un niño regordeto de 12 años. La sostenía un adolescente, su primo, que cuenta dos muertos en su familia y prefería no articular más palabras que las que había escrito. Llegó hasta la Plaza porque desde el jueves a la noche apenas puede despegarse de las inmediaciones del Once porque ese, dijo, es el lugar donde tiene que estar. A su lado, Liliana Cuella, mamá de Carina, sostiene una punta de la bandera argentina que empezó encabezando la marcha. Apenas puede hablar, su hija de 22 está en estado crítico pero ella está ahí para cumplir con un pedido de Carina: que no deje solos a los pibes. “Yo no sé si alcanza con la renuncia de (Aníbal) Ibarra, pero sé que eso es lo que pide el pueblo, lo que pide mi barrio y también lo que pido yo, porque si no hubiera corrupción esto no habría pasado”. La hermana de Marcelo Benítez, otro joven fallecido, está pidiendo lo mismo desde la camioneta con sonido que acercaron los familiares de los chicos muertos en el incendio de la disco Kheyvis, hace once años. “Los dejaron morir y después ni siquiera nos entregaron los cuerpos, todo mal hicieron”, dijo en referencia al gobierno de la ciudad y al empresario Omar Chabán, mientras sostenía una vela que se derretía en su mano. Fue entonces cuando otra corrida dirigió los pasos hacia la esquina de Diagonal Sur y Bolívar: un hombre de unos 60 años se había rociado con alcohol etílico y se había prendido fuego diciendo a quienes lo rodeaban “me voy con mi hija”. Más tarde, desde el SAME, se confirmó que el hombre no tenía familiares en la disco y sí varios intentos de suicidio.
Ni la masividad de una convocatoria de la que nadie reconocía el primer llamado (los manifestantes hablaban de unos 10.000 presentes mientras la policía los fijó en unos 4.000), ni los ojos inflamados de tantas chicas con sus panzas al aire y sus flequillos a la mitad de la frente parecían suficientes para quienes se quedaron hasta último momento frente al edificio de Avenida de Mayo y Bolívar, protegido por un discreto vallado policial. “Ibarra y Chabán la tienen que pagar”, se gritó en medio de cantos más conocidos y escuchados en cualquier recital, cancha de fútbol o manifestación política, en contra de la Policía. Al momento en que se desató la represión, mediante chorros de agua coloreada que dispararon carros hidrantes, ya hacía una hora que, como en oleadas, volaban botellas de plástico y algunos cascotes sobre los uniformados. Las corridas, entonces, empujadas por la Guardia de Infantería, desandaron el recorrido de la marcha hacia 9 de Julio y en ese trayecto se produjeron las detenciones, incluso la de un hombre que salía de una pizzería y que, mientras se lo llevaban, gritaba que sólo había ido a hacer lo obvio, comprar pizza. Después, cuando el silencio volvió a tomar la calle, algunos grupos desordenados volvieron sobre sus pasos hacia Plaza Miserere. “Es que ahí es donde tenemos que estar los callejeros”, dijo un adolescente de ojos inflamados. ¿Y qué es ser callejero? “Saber que el único lugar verdaderamente nuestro es la calle. Y acá es donde nos vamos a quedar.”

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La protesta transcurrió pacíficamente hasta que al final un pequeño grupo se enfrentó con la policía.
 
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