EL PAíS › PANORAMA POLITICO

HISTORIAS

 Por J. M. Pasquini Durán

En estos días han vuelto las especulaciones acerca de una posible convergencia de fracciones radicales con el peronismo de Kirchner. Desde que se fundó el actual período democrático, en 1983, cada tanto asoman teorías acerca de la posibilidad de reunir en un combinado único al antiguo bipartidismo. Como sucede en las parejas exitosas, la fusión supondría la surgencia de una identidad compartida, pero distinta a la de cada uno de los integrantes. En la etapa alfonsinista, el “combo” logró notoriedad bajo el rótulo de “tercer movimiento histórico”, dando por sentado que el primero lo fundó Yrigoyen y el segundo Perón. La hipótesis fundacional decía que la Unión Cívica Radical (UCR) no tenía destino propio por su incapacidad para ponerse al día con los requerimientos de la sociedad. Dicho en criollo: el partido era una casa vieja, sin reparos posibles, pese a la renovación generacional de sus cuadros. El peronismo, según la misma línea de reflexión, había agotado su capacidad de transformarse a sí mismo en la confrontación de izquierdas y derechas durante los años ’70, por lo que en adelante sólo tendría decadencias con algún toque perverso. El diseño intelectual del “tercer movimiento” no tuvo consecuencias prácticas y cada partido siguió solo por su ruta, aunque sumados seguían colectando la mayoría absoluta de los votos.

El peronismo de Carlos Menem, durante los años ’90, no dudó en subordinarse a las políticas conservadoras que predominaron en el mundo caracterizadas como “pensamiento único”. Abandonó el carácter justicialista de su doctrina y desclasó al Movimiento renunciando a representar a los trabajadores dado que serían las principales víctimas de la reorganización económica, pasada la euforia narcotizante de los primeros tres años de la convertibilidad. La jefatura de Raúl Alfonsín llevó a la UCR a otra forma de conciliación con sus adversarios de la segunda mitad del siglo XX, negociando con Menem lo que sería conocido como el Pacto de Olivos que sirvió de base para la reforma constitucional de 1994 y para la reelección presidencial en 1995.

En el segundo mandato, el menemismo agotó su discurso modernizador y la fragmentación radical, junto con la pérdida de influencia electoral, le quitaba a la UCR la condición de alternativa. La sociedad buscaba nuevos caminos, abriendo una posibilidad enorme al Frente Grande, luego Frepaso, de centroizquierda, pero no se mantuvo como una opción al desgastado bipartidismo, sino que se unió a la UCR en la Alianza. Carlos Alvarez, jefe del Frepaso, defendía esa conducta en nombre de una “cultura de poder” que viniera a reemplazar la “cultura del testimonio” que, según él, había esterilizado los esfuerzos de las izquierdas en el país. La Alianza ganó las elecciones con la fórmula De la Rúa-Alvarez, pero se desmoronó antes de agotar la primera mitad del mandato, dando lugar a una crisis institucional que sacudió, como un vendaval, a todos los aparatos de representación política. “Que se vayan todos, que no quede ninguno”, fue la consigna popular que despidió a la frágil coalición. La parálisis económica y la masiva exclusión social ponían el contexto a la implosión de las instituciones republicanas.

La liga de gobernadores peronistas se hizo cargo del vacío de gobierno nacional y tras varios intentos recalaron en el bonaerense Eduardo Duhalde, jefe de lo que era considerado el mayor aparato de punteros y clientela electoral en el primer distrito del país, que se puso al frente de la transición hasta que desembocó en los comicios de 2003. Para entonces, el peronismo estaba tan fracturado que compitió con tres candidaturas diferentes, aunque en conjunto mantenía una base electoral mayoritaria, pese a que su mayor problema es la pérdida de identidad, a tal punto que sería difícil que ninguna de esas tendencias reclamara la herencia partidaria como derecho natural. Mientras los radicales, a su vez, se disgregaron en múltiples fragmentos, pero conservaron presencia legislativa nacional y provinciales, seis gobernaciones y 600 intendencias, el diez por ciento aproximado del total de autoridades comunales. En lugar del Frepaso, desde centroizquierda, resurgió el Partido Socialista, gracias a su potencial en la provincia de Santa Fe, convirtiéndose en partícipe imaginario de todas las coaliciones que hoy se dibujan en las mesas de arena.

Para pensar hacia adelante en cualquier posibilidad de concertación, es imprescindible tomar en cuenta los intentos precedentes para convenir que, más allá de los factores coyunturales, sobrevuela la persistencia de una antinomia del siglo pasado, la de peronismo - antiperonismo. Más aún: al repasar algunas de las actuales críticas más severas que se lanzan contra los “modales” del Presidente y algunos aspectos de su gestión se pueden identificar antiguos argumentos del antiperonismo, pese a que se pretende desfigurarlos con altisonantes invocaciones a la fe republicana. A la vista de la convocatoria para el próximo jueves, 25 de mayo, cuando el Gobierno pretende celebrar en mitin popular los tres años cumplidos y lanzarse hacia el futuro, incluido el próximo mandato así sea de manera implícita, en algunos círculos se han reflotado viejas prevenciones sobre la organización de concentraciones peronistas, con feriado y gratuidad del transporte. En los primeros actos públicos de la “revolución libertadora” solían condenarse esos recuerdos con sonsonetes como éste: “No venimos por decreto y pagamos el boleto”.

Entre los organizadores más cercanos al presidente Kirchner también existe la inquietud por la posible “peronización” de esa jornada, en el peor sentido del término, esto es que se dogmaticen emblemas y consignas, ya que el esfuerzo mayor de la conducción oficial está dirigido, desde los primeros pasos, a superar la frontera partidaria a fin de abarcar el territorio más grande que pueda alcanzar, ya no el PJ, sino el Frente para la Victoria. El suceso derivado del sostenido crecimiento económico y la propia construcción del poder presidencial es el primer atractivo de la propuesta para la concertación y, al mismo tiempo, es uno de sus problemas ya que se le arriman piantavotos de todo calibre. El proceso de selección no es estricto ni mucho menos, más bien de tranqueras abiertas, porque la tradición peronista es cobijar en la misma carpa a tirios y troyanos, porque en etapas de acumulación no se le miran los dientes al caballo regalado y, de última, porque es lo que hay, hasta que no cambie. La pregunta derivada es recurrente: ¿al darle cobijo no se dificulta el cambio? Una referencia: la medalla al mérito que se le acaba de otorgar a Saúl Ubaldini, más un empleo remunerado como asesor del ministro Julio De Vido (¿necesitará un asesor sindical?), honra al mismo dirigente que encabezó la docena de paros nacionales contra la primera administración de este período democrático. ¿Se hace para atraer radicales y socialistas?

En la misma línea de contenidos para el acto del 25, no es un dato menor que se realice en la Capital, sede emblemática de la clase media y distrito hostil con la vieja política, pero base electoral insustituible a la hora de contar los porotos en cualquier competencia. No hay que olvidar que una de las señales de éxito para el mitin no es la asistencia regimentada que pueda aportar cada puntero en su ámbito, sino la presencia familiar de los ciudadanos sin adherencias organizadas. Ese mismo día, el Poder Ejecutivo asistirá en la Catedral a la tradicional ceremonia religiosa de la fecha, en la que leerá su homilía correspondiente el cardenal Jorge Bergoglio, después de un período de tensiones recíprocas que no se han disipado pero que, al menos, amainaron hasta donde pudo aconsejar la mutua inteligencia.

A diferencia de lo que sucedía con Menem, que estaba dispuesto a ser musulmán o cristiano según la conveniencia, una relación franca entre el Estado y la Iglesia Católica, hoy en día, tendrá siempre zonas ásperas o filosas. Por lo pronto, la sociedad civil tiene problemas que el Vaticano persiste en ignorar, desde las opciones sexuales hasta la procreación responsable, en el ámbito de la familia, para no mencionar otras áreas sensibles, como la educación laica y gratuita, y, por su lado, las autoridades eclesiásticas siguen reivindicando el derecho que consideran natural a ejercer el patronato de valores sobre el Estado y la sociedad, que no se condicen ni con el papel que han jugado en algunos períodos de la historia nacional ni con los principios que deben guiar a una democracia republicana. Esto no obsta para que existan puntos de encuentro y cooperación, sobre todo en la asistencia social. Al Gobierno le daría gusto que Bergoglio vea el vaso entero, la mitad vacía y la mitad llena, mientras que la base del cardenal suele estar más atenta a la mitad vacía si quiere ser consecuente con lo que implica, en términos evangélicos, “la opción por los pobres”.

Estas puntualizaciones vienen a cuento porque cada vez que se habla de concertaciones partidarias hay referencias a la experiencia chilena con la misma insistencia que en una época se mencionaba el español Pacto de La Moncloa o la liviandad con que suelen pregonarse las virtudes de políticas de Estado a la manera norteamericana, donde las guerras las inicia un partido y las continúa el otro. Las comparaciones son siempre odiosas, en este caso inadecuadas, porque como sucede en la vida de las personas también entre naciones las experiencias son intransferibles.

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