EL PAíS › LA JUDICATURA Y LA DIVISION DE PODERES

Cambio de alianzas

Un magistrado que denuncia un grotesco avasallamiento de los jueces asocia justicia con venganza. Como secretario de Alfonsín promovió la designación de uno de los actuales miembros de la Cámara de Casación que ahora enfrentan el juicio político. Para ello ocultó sus antecedentes. Una reflexión desde la filosofía del Estado sobre normalidad y normatividad constitucionales. Un gobierno acosado que resiste más por instinto que por plan la embestida de los poderes fácticos.

 Por Horacio Verbitsky

El miércoles de los 32 grados a la sombra la Corte Suprema de Justicia inauguró un centro de información judicial para facilitar las relaciones con periodistas y medios. Como no funcionaba el aire acondicionado, los nueve extensos discursos infligieron a los resignados asistentes un trato que uno de ellos consideró tan cruel, inhumano y degradante como para mandarse a mudar por la mitad. En ese empacado contexto descolló la prosopopeya del presidente de la Asociación de Magistrados Ricardo Recondo. Indiferente al motivo de la convocatoria, proclamó que los jueces eran perseguidos por su independencia. Amplió su crítica en un reportaje: el reclamo presidencial para que no se sigan demorando las causas por violaciones a los derechos humanos constituiría un “avasallamiento grotesco de la justicia”, dado que “el gobierno no puede resolver el problema de la inseguridad” (sic).

La independencia judicial

Recondo fue subsecretario de Justicia del ex presidente Raúl Alfonsín. En 1988, propuso la designación como camarista federal de la Capital de Juan Rodríguez Basavilbaso, pese a que su pliego para camarista y juez ya había ido al cesto de los papeles del Senado en 1984 y 1986. La principal novedad después del último rechazo fue su dictamen como fiscal en favor del sobreseimiento de Ramón Camps y de Miguel Etchecolatz, detenidos por una serie de atentados con bombas en contra de jueces. Su candidatura se gestó durante un asado en una quinta en la que se reunían funcionarios judiciales y militares: los jefes de Estado Mayor del Ejército y de la Armada deseaban que un hombre de su confianza ocupara un asiento en el tribunal cuando se abrieran las causas de la ESMA y del Cuerpo I. En los antecedentes enviados al Senado, Recondo ocultó que Rodríguez Basavilbaso había prestado servicio en la Cámara Federal en lo Penal durante la penúltima dictadura.

Justicia o venganza

Cuando tales antecedentes se publicaron en esta columna, Recondo dijo que el candidato del lobby militar-judicial era un funcionario “probo e independiente” y que se procuraba instaurar en la Cámara Federal “no la justicia sino la venganza”. El razonamiento implícito es que no hay personas más imparciales hacia los imputados militares que los ex integrantes del Camarón, tal como pensaban los promotores de la candidatura cuestionada. El Camarón fue creado en mayo de 1971, para juzgar los delitos denominados subversivos en todo el territorio nacional. En apenas dos años entendió en cerca de 4000 causas, y abundaron las denuncias sobre torturas a los detenidos con conocimiento de sus miembros. Al pedir al Congreso su disolución, en 1973, el Poder Ejecutivo sostuvo que sus integrantes eran elegidos “mediante normas distintas de las que se aplican a la generalidad del Poder Judicial”, que las sanciones para “los delitos políticos” se habían incrementado “por encima de lo que requiere una razonable prevención general” y que se habían simplificado en forma exagerada las formas procesales y establecido “plazos demasiado angustiosos para el cumplimiento de los actos más importantes del juicio”, es decir “las características más comunes de los organismos jurisdiccionales extraordinarios de orden penal, severamente repudiados por la tradición constitucionalista”.

–Era un cargo judicial más –minimizó Recondo en una reunión con el bloque radical.

–Hay sólo dos motivos para haber estado allí. O adhesión ideológica o venalidad para cobrar el plus que se pagaba a sus integrantes. En ninguno de los dos casos estos son antecedentes válidos para integrar la Cámara Federal de la democracia –lo refutó Hipólito Solari Yrigoyen.

–Con ese criterio condenaríamos a Arturo Mor Roig por haber sido ministro de Lanusse –insistió.

Pudo imponerlo, porque canjeó el apoyo del justicialista catamarqueño Ramón Saadi y del conservador por Olavarría Julio Amoedo por la designación de dos allegados como jueces federales en Mercedes y Morón.

Juicio político

Dos décadas después, Rodríguez Basavilbaso integra la Cámara Nacional de Casación Penal. En los próximos días se extenderán a él los procedimientos de juicio político ya iniciados contra el presidente de ese cuerpo, Alfredo Bisordi, y contra los integrantes de la Sala IV, Ana María Capolupo de De Durañona y Vedia, Gustavo Hornos y Eduardo Rafael Riggi. Las actuaciones no se extenderán a aquellos integrantes del cuerpo que han tenido una conducta respetable. Tampoco serán tenidos en cuenta los expedientes sobre episodios de la vida familiar que preocupan a Hornos ni el alegato de oreja en su favor presentado por el ex intendente porteño Aníbal Ibarra. Hornos e Ibarra fueron colegas en sendas fiscalías hace dos décadas. De la Cámara de Casación depende en qué momento se elevará a juicio la causa por la catástrofe de Cromañón.

En cambio no tienen chances de prosperar las denuncias cruzadas contra el juez Javier López Biscayart y el ministro del Interior Aníbal Fernández. López Biscayart declaró inconstitucional la resolución ministerial que prohibía trasladar a una dependencia policial al único detenido por el caso Skanska, quien dijo que temía por su vida en manos del Servicio Penitenciario Federal. Fernández invocó el fallo de la Corte Suprema que lleva mi nombre y que no es aplicable a este caso. Aquel recurso de hábeas corpus colectivo, presentado por el CELS en noviembre de 2001 y aceptado por la Corte Suprema en mayo de 2005, buscaba proteger a los más de 30.000 presos hacinados en comisarías pero también en cárceles de la provincia de Buenos Aires, en violación de todas las normas nacionales e internacionales sobre condiciones de detención y prisión preventiva. Fernández se aventura en un terreno que no domina (dirigió su denuncia al presidente de la Corte, como si aun presidiera el Consejo de la Magistratura) porque no hay en el gabinete quien se encargue de las relaciones con los magistrados. De ahí a considerar a Fernández incurso en alguna causal de remoción hay una distancia que en vísperas electorales la jefa opositora Elisa Carrió recorrió con la misma ligereza que mostró el ministro. Las obras de restauración del Palacio de Justicia avanzaron hasta dejar a la vista del público una de las dos esculturas que muestran a Moisés con las tablas de la ley, luego de una década secuestradas detrás de una celda de chapas, para que los cascotes no cayeran sobre la cabeza de los ciudadanos anhelantes de justicia. Es un buen augurio, en este momento en que la limpieza llega también a un tribunal como la Casación, paradigmático del envilecimiento de la judicatura en las últimas décadas.

El sistema de
dominación real

El barullo de Recondo contrasta con la sobriedad de las “tesis sobre Judicatura y división de poderes”, que el camarista federal platense Leopoldo H. Schiffrin hizo circular entre un grupo de amigos como reflexión personal en jueves Santo, 5 de abril de 2007, y Joel Amoed Peisaj, 17 de Nisán en 5767. Para el juez que impulsó los juicios por la verdad en La Plata, la Judicatura “es uno de los elementos que integran el sistema de dominación real prevaleciente en la sociedad argentina”. Ese sistema deriva de la antigua república “patricia”, pero desde la caída de Perón en 1955 “tomó la forma de una laxa alianza entre el capitalismo (o cuasi-capitalismo) agrario, el capitalismo nacional, agrario e industrial, casi todo el prebendario, el extranjero, la jerarquía de la Iglesia Católica, la Judicatura, y las Fuerzas Armadas y de Seguridad”. Es decir, los mismos factores reales de poder que en la Prusia de hace un siglo y medio Ferdinand Lasalle cotejó con el poder formal descrito en la Constitución, con sólo sustituir Iglesia Católica por Evangélica. Schiffrin añade a esta lista el aparato cultural que no existía entonces; los grandes diarios, radios y TV; las academias, institutos y fundaciones y las universidades privadas. Esta conformación de poder real ha estado presente y se ha desarrollado a partir del golpe de 1930. Sus apuntes, que no están destinados a la publicación, mencionan las Acordadas de la Corte Suprema que reconocieron a los golpistas de 1930 y 1943, la participación de la judicatura “en los hechos que dieron lugar a la fugaz caída de Perón en octubre de 1945, su desempeño en la sedicente Revolución Libertadora (fusilamientos del 9 de junio de 1956, sobre todo), en la represión de la época de Frondizi (movilizaciones, Plan Conintes) y en la dictadura de Onganía, para culminar en las aberraciones de la última dictadura”. Y se prolonga “con el boycot o la indiferencia frente a los juicios por el terrorismo de estado, y después con la masiva criminalización de la protesta social”. La Cámara Federal que Schiffrin integra es un buen ejemplo de esto último. El 3 de abril confirmó la condena en contra de trabajadores del Aeropuerto de Ezeiza. El voto del juez Antonio Pacilio recurrió a una deshilvanada sarta de fallos y tratados para concluir que “el reproche penal no depende del tono pacífico de la movilización”, que no fue discutido, ni de que “la molestia producida haya sido intrascendente”. Basta con que “entorpezca la circulación” para que se configure la conducta prohibida por el artículo 194 del Código Penal. Carlos Nogueira adhirió a esta simplificación retrógrada y sólo Carlos Vallefín defendió la absolución de los manifestantes porque, como dijo la Corte Suprema hace ya muchos años, “sería una burla reconocer al pueblo el derecho de aplaudir, de regocijarse y de reunirse cuando es feliz, y negarle ese mismo derecho para censurar o deplorar las desgracias y sugerir el remedio”. Los imputados, dice Vallefín, no se convocaron en el Aeropuerto, “trabajaban allí. El corte de los accesos fue parcial. Los manifestantes ocuparon el lugar durante treinta minutos. La protesta se llevó adelante de modo pacífico y no se registraron daños ni en las personas ni en las cosas”, de modo que “tenían razones sensatas para suponer el carácter permitido de su hecho”.

La amonestación

Las notas de Schiffrin consignan el “fuerte debilitamiento de las Fuerzas Armadas, y en mucho menor grado, de la jerarquía eclesiástica” a raíz de lo sucedido durante la última dictadura, y el “desprestigio de la judicatura después de 1987”, el año en que bajo presión de las armas se promulgó y comenzó a aplicarse la ley de obediencia debida. En su libro Democracia, gobierno del pueblo o gobierno de los políticos, José Nun escribió que en América Latina “la democracia representativa sólo está resultando viable dentro de límites muy estrechos que los políticos deben negociar continuamente con los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, para los cuales este régimen aparece por ahora como más confiable que tantas dictaduras militares”. Para Schiffrin, el presidente Néstor Kirchner “negocia continuamente con los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros pero ha sacudido, con la energía posible, la tutela del FMI, y, así sea por instinto, trata de esmerilar el sistema de poder real, injusto y contrario a los intereses del país y de su pueblo, limitando a las Fuerzas Armadas y distanciándose de la jerarquía eclesiástica. Ahora, se ha puesto en conflicto con el sistema judicial, al que tacha de poder corporativo”. El autor se pregunta qué llevó al “estamento judicial”, formado en su mayoría “por funcionarios interesados en la estabilidad, la carrera y el sueldo, y, en general, deseosos de plegarse a la política que le indiquen el Presidente o la Corte Suprema” a sublevarse en el caso “Bisordi”, “hasta obligar a la Corte Suprema a un acto que la colocó junto con los enemigos más declarados de la línea política presidencial ¿Cuándo una Corte Suprema había amonestado a un Presidente?”.

¿Qué es la Constitución?

Al analizar los factores culturales que inciden, Schiffrin sostiene que “en esta época de nuestro país no se cultivan con seriedad ni la ciencia política, ni la teoría del Estado, ni la filosofía política. Simplemente existe una retórica sobre la democracia constitucional, que habla de las ‘idealidades’ de la Constitución como si fueran normas efectivas y generalmente cumplidas desde hace mucho tiempo”. Con citas del jurista socialdemócrata alemán de preguerra Hermann Heller sobre la diferencia entre normatividad y normalidad constitucionales y de Juan Bautista Alberdi y del ex Procurador General y Ministro del Interior José Nicolás Matienzo, quienes advirtieron esa diferenciación en la Argentina de los siglos XIX y XX, Schiffrin aduce que en ningún estado democrático se da un sistema real de división de poderes al estilo del que la Constitución describe en abstracto.

Una monocracia atemperada

Los constitucionalistas ingleses clásicos hablaban de la división de poderes entre el Monarca, los Lores y los Comunes, pero en 1860, antes del gobierno de Disraeli, y de las sucesivas extensiones del derecho al sufragio, Walter Bagehot causó escándalo al describir la organización real del sistema político: el órgano supremo no era el Parlamento, sino el Gabinete, que sólo en cierta medida, podía ser contrabalanceado por el Parlamento. Pero a fines del siglo XIX ya se había debilitado también el sistema de gabinete para dar paso a la autoridad del Primer Ministro, mientras conserve la jefatura del partido y no pierda las elecciones. En la Argentina, agrega Schiffrin, “el sistema presidencialista real es una monocracia (que no es dictadura) atemperada por el sistema federal y por la poliarquía, significada por innumerables instancias sociales”. En este contexto la justicia podría ser uno de “los factores políticos formales-sociales que atemperen la monocracia, pero, en vez de ello, sigue siendo un organismo burocrático incluido entre los poderes fácticos del bloque dominante. Un órgano tímido y que no sabe cuál es el cuadro de relaciones de poder, y su situación dentro del mismo. Ya no está formado por viejos ‘patricios’ algo ilustrados y algo cínicos, sino por homini novi que toman por real la fachada constitucional, la retórica vacía que en ella se funda, y no pueden comprender en cuál lugar del tablero político-social se hallan. Y cuya Biblia es el diario La Nación. La afectividad de muchos jueces los liga a los sectores que más apoyaron a la dictadura, y su estructura mental está dada por abstracciones alejadas de un pensamiento teórico jurídico-político de más valía”.

Poderes en pugna

La mayor parte de la magistratura integra el bloque de poderes fácticos que está en tensión relativa con la organización política-estatal. Para Schiffrin “llevar a la Judicatura a integrarse en un sistema de poliarquía surgida de la sociedad” es “un deber imperioso”. Si algún juez quisiera asomarse a la “normalidad” y no a la “normatividad” constitucional, no encontraría “la supuesta división de poderes ni tampoco la independencia judicial”. La realidad le mostraría que “existe una fortísima división entre el poder fáctico del bloque social dominante y el poder formal del Estado, que lucha (por momentos) por lograr alguna autonomía, por no ser un simple instrumento de aquel poder fáctico”. Ese juez curioso también encontraría que “la organización del poder del Estado tiene una fuerte tendencia monocrática, contrapesada, desde luego, por el poder fáctico del bloque dominante, pero también por múltiples instancias sociales como diversas formas sindicales, múltiples ONG, cooperativas, movimientos de base, comunidades religiosas no católicas o católicas alejadas del bloque jerárquico de la Iglesia, y muchas otras”.

Un contrapoder respetado

Si la Judicatura quisiera dejar el bloque social dominante y se transformara en el campo de contención, promoción y articulación de los intereses y derechos que esos grupos ajenos al sistema principal de dominación tratan de representar, sin perder su carácter estatal obtendría una sustancia autónoma y se erigiría como un contrapoder respetado. Schiffrin encomia las consideraciones de Roberto Gargarella sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, pero señala que ha prescindido del contexto económico-social-cultural y político-práctico en que se mueve la magistratura. “Para esto es preciso remover la ideología según la cual la imparcialidad de los jueces consiste en la indiferencia afectiva frente a los conflictos humanos y valorativos que se le presentan”.

La indiferencia afectiva

El grado de independencia en el accionar de los distintos órganos del Estado depende de “su relación con la sociedad civil. El Presidente tiene, por cierto, el poder de dirigir la burocracia estatal, pero la función presidencial se alimenta de la comunicación fluida que pueda mantener con sectores políticos, y todos los demás, económicos, sociales, culturales, activistas, etc. El Congreso, dado el desprestigio de la clase política, es un foro partidario sin voluntad propia. La Judicatura obtiene su fuerza de participar en el bloque de poder dominante económico e ideológico-comunicacional. Pero esto no le da, como ocurría en la República ‘patricia’, ni autoridad ni prestigio”. Sólo tendrá otros horizontes y perspectivas si varía su relación con la sociedad civil. “Estamos en una crisis, que ojalá sea transformadora”, concluye Schiffrin, un magistrado de 70 años que a los 18 comenzó como escribiente de la Procuración General su carrera judicial, sólo interrumpida por el exilio durante los años de la dictadura. Reconocido a la influencia de Roberto Bergalli, Schiffrin cree que para conseguir una reformatio affectu et intellectu de los jueces habría que llamar a las cosas por su nombre, como él hace en sus valientes reflexiones y se pregunta si el Comité para la Defensa de la Independencia Judicial que existe en la Corte Suprema no podría estimular trabajos que presenten desde el punto de vista de la sociología jurídica el cuadro de los sistemas judiciales y su inserción en los sistemas políticos, en países donde goza de una situación de cierta autonomía y prestigio, como es el caso de Italia.

La coalición

Se coincida o no con estas afirmaciones, será difícil no advertir la distancia abismal con la oquedad de la vulgata que derrama el bloque de poderes fácticos desde todas sus bocas de expendio, frente a un gobierno acosado que ni siquiera ha podido impedir que, al menos en los sectores medios de los centros urbanos como Buenos Aires o Rosario, le instalen una imagen de autoritario y caprichoso a pesar, o tal vez a causa, del acompañamiento de los sectores populares, de un modo que no se veía en el país desde hace medio siglo. Por eso ningún diario se hizo eco del contenido político del discurso que CFK pronunció el jueves, donde unió en un significado único la presentación esa mañana de un nuevo modelo de automóvil, que se exportará desde la Argentina, construido con un 70 por ciento de autopartes nacionales; la venta de un reactor nuclear de diseño y construcción argentina a Australia y la Feria del Libro que ella inauguró esa noche, tres aspectos de una etapa de crecimiento inédita en el país. Cristina Fernández de Kirchner ni siquiera tuvo inconveniente en compartir el acto con Jorge Telerman, el líder posmoderno que, moviéndose del centro a la derecha, procura detener ese proceso, con la bendición apostólica impartida por el cardenal Jorge Bergoglio, quien sueña con repetir la coalición (hoy sólo con su componente cívico a la vista) que hace 52 años acabó con una etapa tan renovadora e imperfecta como ésta.

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Las tablas de la ley liberadas.
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