EL PAíS › LEON FERRARI GANO EL LEON DE ORO, EL MAXIMO GALARDON DE LA 52ª BIENAL DE VENECIA

“Es una especie de favor que me hizo Bergoglio”

Desde Venecia, el artista plástico no oculta su satisfacción por el reconocimiento a una obra que aquí despertó la ira de los sectores más reaccionarios: “La Iglesia en la Argentina está tratando de copar la política, dando signos de querer meterse en la política de lleno, lo cual me parece terrible”.

 Por Mariano Blejman y Karina Micheletto

“Le tendría que dedicar este premio a Bergoglio”, dice por teléfono León Ferrari a Página/12, desde su cómodo hotel veneciano, con las emociones aún frescas pero a punto de irse a dormir. Lo dice después de haber sido elegido como el mejor artista de la 52ª edición de la Bienal de Venecia. No es que le tenga un aprecio demasiado personal al cardenal porteño: con el placer de la ironía, el artista interpreta el premio que recibió ayer en esa ciudad italiana, nada menos que el León de Oro, como un coletazo más del revuelo que causó su última muestra en el Centro Cultural Recoleta, visitada por más de 30 mil personas y aprovechada por unos pocos para ejercer una forma conocida de patoterismo fundamentalista: la destrucción de lo diferente al propio pensamiento.

Lo que suena a Medioevo ocurrió en diciembre de 2004: un grupo de fanáticos religiosos irrumpió en aquella muestra (una monumental retrospectiva que abarcaba 50 años de obra) al grito de ¡Viva Cristo Rey!, y destrozó –literalmente– algunas de las obras de Ferrari. Luego de una polémica con visos irreales, el artista plástico se vio obligado a cerrar su muestra antes de tiempo, considerando que creaba “un clima de tensión que perturba el normal funcionamiento de la institución”. Ahora, algunas de las mismas obras que se salvaron del destrozo son reconocidas a nivel internacional, con una de las distinciones más prestigiosas del mundo del arte. Y, con ellas, vuelve a cobrar voz el trabajo tantas veces silenciado de León Ferrari, responsable de obras como la versión ilustrada del Nunca Más editada por este diario.

“Desde hace dos años no paro de trabajar, estuve en siete bienales”, cuenta ahora Ferrari, emocionado por ganar uno –el más importante– de los cuatro Leones de Oro. El máximo premio de la Bienal fue decidido por un jurado internacional presidido por el español Manuel Borja Villel –director del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona– e integrado por Iwona Blazwick, directora de la Whitechapel Gallery de Londres; Ilaria Bonacossa, conservadora de la Fundación Sandreto Re Rebaudengo de Turín; Abdellah Karroum, comisario independiente afincado entre París y Rabat, y José Roca, director de arte del Banco de la República de Bogotá. Otros premiados fueron la jordana Emily Jacir, seleccionada como mejor artista menor de 40 años, y el estadounidense Benjamin Buchloh, ganador del premio al mejor historiador de arte (la novedad de este año). También se reconoció a la representación de Hungría como mejor pabellón nacional, por un trabajo de investigación fílmico sobre la relación entre cultura y ocio a través de los centros culturales de Budapest realizado por Andreas Fogarasi.

“Hace tiempo que la Argentina no recibe este premio”, rememora Ferrari, quien cuenta que recibió la noticia hace dos días en la ciudad de los canales. En la Bienal –que comenzó el 10 de junio pasado, finaliza el próximo 21 de noviembre, y ya fue visitada por más de 230 mil personas–, Ferrari está presentando una versión reducida de la muestra del escándalo en el Centro Cultural Recoleta. Entre otras obras, están en Italia el famoso Cristo crucificado sobre un caza norteamericano, de 1965 (La civilización occidental y cristiana), los collages trágico-irónicos de las torturas medievales utilizadas por la Inquisición sobre la cabecera de L’Osservatore Romano, una iconografía de los ’80, un trabajo sobre la guerra de Irak, y varias obras alrededor del Nunca Más.

Tres años atrás, la retrospectiva de Ferrari en el Recoleta desató una novela que define cierto estado de cosas en la Argentina. La muestra abarcaba dibujos, grafismos, heliografías, cuadros y esculturas de metal que daban cuenta de cincuenta años de la carrera de Ferrari. Pero toda la atención giró alrededor de sus intervenciones sobre la iconografía cristiana. Primero fueron las amenazas por carta. Luego, las concentraciones de fundamentalistas católicos rezando el rosario ante las exposiciones. Hasta allí, historia conocida para Ferrari. Pero la intolerancia dio un paso más: parte de las obras expuestas fueron destrozadas por un grupo de fanáticos religiosos que irrumpió en la muestra, entre los cuales habrían estado implicados los mellizos Gristelli, alguna vez custodios del ex comisario Miguel Etchecolatz. Ante la demanda interpuesta por una asociación ultracatólica, una jueza mandó a clausurar la muestra y, aunque finalmente la exposición pudo reabrir sus puertas, el propio artista decidió cerrarla días más tarde. En aquella oportunidad, el cardenal Bergoglio dio la voz oficial de la Iglesia: habló de “blasfemia” y de “vergüenza”.

“Es curioso, ¿no?”, reflexiona hoy Ferrari, sin perder el buen humor. “Yo trabajé durante años sin que nadie me diera bola. Por lo general nunca me invitaron a muestras oficiales. Y en los últimos dos años, después de lo que pasó en Buenos Aires, me invitaron a siete bienales, en Alemania, San Pablo, Valencia...”.

–¿Tiene algún agradecimiento en especial, entonces?

–Es una especie de favor que me hizo ese Bergoglio, a quien le tendría que dedicar el premio, que sin duda tiene una figuración política muy grande en este momento. Porque ahora la Iglesia en la Argentina está tratando de copar la política, con los crucifijos de Elisa Carrió, con la (Gabriela) Michetti, con los curas que se meten en las elecciones... Están dando signos fuertes de querer meterse en la política de lleno, lo cual me parece terrible. No me parece terrible la religión: sí me parece terrible que aquellos que ejercen el poder en la Iglesia crean que todos los demás deben obedecer las leyes que ellos imponen.

León Ferrari es un mito viviente en el mundo del arte. Nació en Buenos Aires en 1920. Su padre fue arquitecto y también artista plástico, pero él se formó como autodidacta. Exiliado en 1976, se radicó en San Pablo, Brasil, donde realizó experiencias con diversas técnicas: fotocopia, arte postal, heliografía, microficha, videotexto, libro de artista. En 1991 volvió a vivir en Buenos aires, donde continuó definiendo a la Iglesia Católica a través de su arte, o haciendo pasteles y dibujos sobre lo que Noé Jitrik llama “la arqueología del signo”. Fuera de su labor como plástico, publicó un libro de poemas y numerosos artículos en este diario. En el año 2000 realizó la muestra Infiernos e idolatrías en el Centro Cultural de España, contra las torturas humanas y divinas. En una sala expuso reproducciones de infiernos famosos (Miguel Angel, Giotto, Bosco, etc.) y en otra inventó o copió formas de torturas cristianas, pero aplicándolas a Vírgenes, Sagrados Corazones y santos de yeso. Aunque no llegaron a tanto como en la muestra del Recoleta, en aquella oportunidad también aparecieron grupos católicos que instalaron una suerte de altar en las puertas del centro cultural, y en medio de banderas y estandartes rezaron el rosario y arrojaron basura, pintura y una granada de gases lacrimógenos en el interior del local.

Este ha sido un año con alto contenido político para la Bienal de Venecia, cuya curadoría está a cargo de Robert Storr, catedrático de la Universidad de Yale y vinculado también al MOMA. “Hubo muchas obras con perfil polémico”, cuenta Ferrari. “Una vinculada a los atentados del 11 de septiembre, otra de una muchacha que hizo 3500 retratos de los americanos muertos en Irak, una crítica al capitalismo por parte de un grupo húngaro, y por primera vez Africa tiene una presencia importante en la Bienal”, enumera. De hecho, otras tres obras de fuerte carga política –y situadas en los márgenes del siempre elitista y autorreferencial mercado artístico occidental– fueron premiados en esta bienal.

La obra de la palestina Emily Jacir, ganadora del premio como artista menor de 40 años, hace foco en el poeta y miembro de Al Fatah Wael Zuaiter, abatido a tiros por un comando israelí en Roma el 16 de octubre de 1972, en el marco de las represalias indiscriminadas contra intelectuales palestinos tras los atentados de los Juegos Olímpicos de Munich. La instalación recoge postales, cartas, fotografías, libros, filmaciones y documentos sonoros que en conjunto ofrecen una visión caleidoscópica de la vida personal y la ideología del intelectual palestino exiliado. El búlgaro Nedko Solakov obtuvo una mención de honor por un trabajo que hace pie en la disputa entre Rusia y Bulgaria por la propiedad intelectual del fusil AK-47. Su instalación, que “ha sorprendido al jurado por su contenido”, utilizaba videos, textos, objetos y mapas para explicar, con una aparente objetividad cargada de ironía, la fascinante historia de cómo intentó, infructuosamente, conocer la versión de las dos partes enfrentadas. Y, en la apertura, se le otorgó el León de Oro a la trayectoria a Malick Sidibé, nacido en Mali en 1936, uno de los grandes fotógrafos documentalistas africanos. De allí que la prensa europea esté hablando en este momento, luego de la distinción de Ferrari, de “el triunfo del arte verité”.

Este reconocimiento internacional llega en un momento especial no sólo en la carrera de Ferrari, quien se ríe cuando comenta que hoy “le dan más bola que nunca”, también a pocos días de que la condena al ex capellán de la Policía Bonaerense

Christian Von Wernich, acusado por crímenes de lesa humanidad en el marco del genocidio, diera la vuelta al mundo. Reflexiona Ferrari: “No sé si fue premonitorio a la luz de lo que ahora pasa con Von Wernich, pero mire cómo funciona la Iglesia: la misma Iglesia que funcionaba durante la dictadura, que ni siquiera lo deja afuera a Von Wernich después de haber sido sentenciado a cadena perpetua por su participación en el genocidio. A lo mejor piden perdón dentro de 500 años...”.

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