EL PAíS › LA IGLESIA CATOLICA, PASADO Y PRESENTE

Santa sumisión

La beatificación del hijo de un cacique vencido en la expedición del Ejército a la Patagonia en el siglo XIX sacraliza el rol de la Iglesia Católica como sustento dogmático de la represión. Coincide con su reticencia a formular un liso y llano mea culpa por la conducta de su Episcopado durante la guerra sucia contra la sociedad argentina en la última dictadura. Ceferino murió adolescente, víctima de la tuberculosis, contagiada en las tolderías por soldados y misioneros.

 Por Horacio Verbitsky

Ceferino Namuncurá, quien hoy será beatificado en Chimpay, Río Negro, era hijo del cacique mapuche Manuel Namuncurá, quien el 5 de mayo de 1884 se sometió a las tropas del general Julio Roca. Fue mediador de su rendición el misionero salesiano Domingo Milanesio, quien en la Nochebuena de 1886 bautizó a Ceferino, en Chimpay. Sobre la humillación, escarnio: el Ejército vencedor concedió a Manuel Namuncurá ocho hectáreas de tierra y el grado de coronel y la Iglesia Católica elevará a uno de sus hijos a los altares. La beatificación de Ceferino sacraliza el rol de la Iglesia Católica como sustento dogmático de la represión contra los sectores subordinados de la sociedad. Coincide con la ostensible dificultad de esa institución para efectuar un liso y llano mea culpa por el comportamiento de sus jerarcas durante la guerra sucia militar contra la sociedad argentina del siglo pasado, pese a que entre sus miembros actuales sólo quedan dos de los integrantes de aquel entonces. Las campañas de Roca y de la última dictadura consolidaron grupos de poder decisivos y nuevas formas de inserción en el mercado mundial.

El padre de Manuel y abuelo de Ceferino fue Juan Calfucurá. Mantuvo durante décadas una relación de paz armada con el gobierno bonaerense de Rosas, a quien apoyó con hombres de combate en la batalla de Caseros de 1852. Luego de la victoria de Urquiza, Calfucurá le envió a su hijo Manuel Namuncurá, quien fue convertido al catolicismo en Paraná. Calfucurá murió en 1873 y su tumba fue profanada por “la soldadesca” del Ejército, según la calificación del canciller Estanislao Severo Zeballos. Junto a los restos del último soberano de la pampa exhumaron los de su caballo, diversas armas y veinte botellas de anís, caña, ginebra, aguardiente, licor de manzanas, cognac y agua, lo que a su juicio revela que estos indios “conservan una noción oscura de la inmortalidad del alma”. La tropa del general Levalle, dice Zeballos en sus Episodios en tierras del sur, “había trabajado medio día al rayo del solazo de esta época y encontró en las botellas un refrescante que debió parecerle tan delicioso como los helados de la confitería del Aguila. En un instante fueron agotadas las botellas de las bebidas del finado, que estaban herméticamente cerradas y cuyos tapones volaban con gollete, bajo el lomo de los puñales”. Zeballos llegó a reunir una colección de 150 cráneos que varios coroneles de Roca le traían como regalo para su museo privado junto con objetos de plata y con las varias cajas del importante archivo del cacicazgo de Salinas Grandes, saqueados a estos “salvajes”, como los llamaba, que tenían una oscura comprensión del espiritualismo católico.

Contrastes

El escritor católico Manuel Gálvez, quien llamó a Ceferino El santito de la toldería, se sintió obligado a explicar hace sesenta años por qué había decidido escribir la biografía de “un oscuro indiecito que pasó ignorado por este mundo y que nada hizo de importante”. Sus argumentos son notables: “Más que la virtud de Ceferino y que sus formidables antepasados, me ha atraído el contraste entre el ambiente en que nació, la pampa bárbara, y el ambiente en que vivió, la Roma de Pío X. No, no ha habido en el mundo, nunca jamás, una posición igual. En la pampa de Calfucurá y de Namuncurá, sangre, violencias, saqueos, latrocinios, corrupción, ignorancia absoluta, paganismo. En el ambiente que rodeó a Ceferino en sus últimos meses, la Iglesia de Cristo, la bondad del Santo Padre, la cultura latina y cristiana. Con pocos años de diferencia, el hijo de la Pampa, que oyera entre los suyos los relatos de los malones, oirá la palabra del representante de Cristo y las voces maravillosas del órgano en San Pedro del Vaticano. ¿No es un milagro eso de haber pasado desde los ranchos junto al Collon-Curá hasta la capilla Sixtina, decorada por Buonarroti?”.

Capellanes y coroneles

Las relaciones políticas y económicas entre pobladores originarios e inmigrantes blancos eran tan intensas que en las guerras civiles entre Buenos Aires y la Confederación cada bando criollo tenía aliados indígenas: Mitre con Catriel, Urquiza con Calfucurá, que atacaba las estancias bonaerenses en apoyo a la estrategia del entrerriano. Calfucurá batió a Bartolomé Mitre en Sierra Chica y en San Jacinto.

En 1872 el arzobispo de Buenos Aires Federico Aneiros había creado un “Consejo para la Conversión de los Indígenas al Catolicismo” que en los años siguientes envió misiones pacíficas a bautizar en los asentamientos fronterizos de Cipriano Catriel, Melinao, Raylef, Coliqueo y Namuncurá.

Todo cambió cuando Roca inició su campaña de exterminio y le pidió al arzobispo Aneiros la designación de capellanes que acompañaran a las tropas. Los misioneros partieron en el mismo tren que Roca y su Estado Mayor, despedidos por el repique de las campanas de las iglesias de Buenos Aires ordenado por Aneiros para saludar a los expedicionarios. El sacerdote Santiago Costamagna confió sus preocupaciones al creador de la sociedad de San Francisco de Sales, Juan Bosco. Roca había ofrecido la protección militar a los sacerdotes “y nosotros inclinamos la cabeza y partimos en calidad de misioneros y capellanes militares”. Su incomodidad por el uso de medios tan poco evangélicos como las armas no llegaba a poner en duda su participación en la campaña: “¿Qué tienen que ver el ministro de guerra y los militares con una misión de paz? Mi estimado Don Bosco, es necesario adaptarse por amor o por la fuerza. En esta circunstancia la cruz tiene que ir detrás la espada. ¡Paciencia!”.

Pocos meses antes se había conocido que uno de los hermanos de Roca había hecho fusilar a más de medio centenar de indígenas. Rudecindo Roca en su parte de campaña los había dado por muertos en un enfrentamiento con sus tropas. Pero el diario La Nación reconstruyó en base a testimonios y publicaciones de diarios del interior que eran prisioneros que habían sido encerrados sin armas en un corral. Para el diario que Mitre había fundado ocho años antes, se trató de un “crimen de lesa humanidad”. Los partes militares estudiados por la antropóloga Diana Lenton también dan cuenta del secuestro de chicos, la matanza de prisioneros, la violación sistemática como arma de guerra, la prostitución forzada como botín de los soldados.

El vicario general y futuro arzobispo de Buenos Aires Mariano Espinosa y los salesianos Costamagna y Luis Botta llegaron con la vanguardia del Ejército hasta el río Colorado, donde oficiaron misa. En el camino iban convirtiendo a los indígenas que quedaban con vida. Cumplían así con una parte del mandato constitucional (“Proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo”).

El coronel Manuel J. Olascoaga vio en la ceremonia “los sentimientos más puros, elevados y nobles: la religión, el patriotismo y la esperanza de los grandes destinos prometidos a la Patria en aquel escenario que servía de templo”. Según Roca esos desolados campos se convertirían en pueblos florecientes en los que millones de hombres vivirían ricos y felices.

Ricos y felices vivieron menos de dos mil personas, entre ellos altos jefes o proveedores del Ejército, como el propio Roca y sus hermanos Ataliva y Rudecindo, entre quienes se repartieron millones de hectáreas de tierra. Roca reforzaba la fidelidad militar con la entrega de enormes superficies arrebatadas a los pobladores originarios pero también a los pioneros blancos de la frontera que su Ejército arrasó.

Las memorias de uno de los oficiales de esa campaña, el comandante Manuel Prado, cantan a los “pobres y heroicos milicos”, cuyos restos se blanqueaban confundidos con las osamentas del ganado, a orillas de las lagunas o en el fondo de los médanos, mientras la tierra pública era “marchanteada en concesiones fabulosas de treinta y más leguas” que caían bajo “la garra de favoritos audaces”, que formarían el núcleo de la oligarquía.

Costamagna, uno de los capellanes salesianos que llegaron al Río Negro para catequizar a los vencidos, consignó: “La miseria en que los encontré es algo impresionante”. Una foto tomada en 1879 en el Fortín Puan simboliza el ambiguo rol de la Iglesia. De un lado posan en sus uniformes (que en la placa se ven grises) Roca y sus coroneles Olascoaga, Villegas, Vintter, García, Pico y Cerri, y del otro, solitario y el único con vestimentas blancas, el cacique Pichi Huinca. Entre ambos, de riguroso negro eclesiástico, el obispo Espinosa y el presbítero Costamagna. En 1883, Milanesio y su colega Giuseppe Fagnano denunciaron los “agravios a las garantías de los vencidos”, pero sólo en cartas que enviaban a Italia, mientras en el país actuaban como parte de un “bloque civilizador” unido.

Hasta el propagandista contratado por Roca para exaltar su gesta consignó que de los 4032 muertos y prisioneros hechos por el Ejército sólo 911 “son de pelea, los demás de chusma”, es decir, mujeres y niños.

Aunque la Iglesia apoyó la campaña, los salesianos querían convertir a los indígenas y asentar colonias agrícolas en el lugar. Esto provocó agresiones contra la misión salesiana en Patagones, cuyos muros fueron pintados con consignas anticlericales. Un grupo liberal apoyado por el general Lorenzo Vintter agravió a Fagnano y le exigió que se alejara.

La oligarquía y el Ejército tenían otro plan, que los salesianos estorbaban: los hombres debían trabajar en condiciones de esclavitud en los ingenios azucareros de Tucumán (la provincia natal del presidente Avellaneda y de su ministro y sucesor Roca), las mujeres y sus hijos como sirvientes de las familias prominentes de Buenos Aires, las mismas que se repartieron las tierras arrebatadas a sus pobladores.

Esto condicionó el desenvolvimiento posterior de la sociedad y la economía, porque la tierra también quedó fuera del alcance de los inmigrantes atraídos por el programa de Sarmiento y Alberdi. No hubo colonización agrícola de pequeñas propiedades que producen para el mercado interno como en Estados Unidos, sino gran latifundio de exportación hacia el mercado británico, del que se importaban todas las manufacturas.

Para financiar la expedición de Roca, se contrajo un millonario empréstito. El endeudamiento fue ya entonces el gran mecanismo reciclador de las relaciones de poder, porque unos gozaron del crédito y otros lo pagaron. Sarmiento lo resumió el año del nacimiento de Ceferino con una paráfrasis despiadada del Himno Nacional:

“Calle Esparta su virtud,
sus hazañas calle Roma.
¡Silencio! que al mundo asoma
la gran deudora del sur”.

Ceferino inició una carrera religiosa en Viedma y en Buenos Aires, bajo la orientación del salesiano Juan Carlos Cagliero, con quien luego viajó a Italia. Su propósito era proseguir sus estudios, ordenarse sacerdote para ayudar a su pueblo y tratarse de la tuberculosis, una de las enfermedades contagiadas a los pueblos originarios por soldados y misioneros y que, como consignó Fagnano en sus anotaciones, diezmó a la población aborigen que los salesianos reunieron en su misión de La Candelaria, en Tierra del Fuego. En Turín, Ceferino fue recibido por la reina y la princesa de Saboya, y en Roma por el papa Giuseppe Sarto, el implacable Pío X, denunciador de modernistas y católicos sociales, quien le regaló una medalla. Todos los relatos hagiográficos destacan la complacencia del Pontífice al escuchar al humilde aborigen expresarse en italiano. Ceferino agonizó sin quejarse y murió en 1905, a los 18 años.

Los Tornquist

Sus restos fueron repatriados en 1924 por gestión del salesiano Adolfo Tornquist, heredero de una familia de íntima vinculación con la guerra al indio. Era hijo del ingeniero belga Ernesto Tornquist, cuya empresa de transporte Villalonga condujo de ida las provisiones para los soldados expedicionarios que conquistaron esas tierras y llevó de vuelta a los indígenas capturados como mano de obra esclava a Tucumán. También construyó el ferrocarril de Tucumán a Rosario y financió la construcción del puerto de Rosario, para exportar el azúcar producido en esas condiciones. Cuando Roca fue presidente le brindó tres ministros de Hacienda que eran gerentes de sus empresas, tal como haría Acíndar en 1976 con su presidente José Alfredo Martínez de Hoz. La Administración Tornquist, instalada en uno de los pueblos que se fundaron durante la campaña, recibió la asistencia espiritual de los salesianos. Milanesio celebraba misa, predicaba, confesaba, administraba los sacramentos y catequizaba en la sala más amplia de la sede empresarial. El propio Roca asistió a la bendición de una capilla construida por Ernesto Tornquist. Su hijo Adolfo ingresó a la orden de Don Bosco y fue donante para la construcción de algunos de “los más suntuosos edificios modernos de Roma”, según el admirativo comentario del embajador argentino Carlos de Estrada. En 1934, año del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires, la Santa Sede agradeció “la generosidad del salesiano Adolfo Tornquist”, que permitió erigir “con dinero argentino” el Instituto Pío XI de Roma. Dos años antes el rector de la Universidad Pontificia Gregoriana rindió homenaje de gratitud a “los hijos de la noble Nación Argentina” que “ocupan el primer lugar sobre todos los demás benefactores”. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires, los despojos de Namuncurá fueron conducidos de regreso a la Patagonia por la empresa familiar de los Tornquist, el Expreso Villalonga. Modelo de sumisión, el beato es recordado por la Iglesia como “el lirio de las pampas”. Ni la información eclesiástica ni los artículos de prensa sobre la beatificación dispuesta por Benedicto XVI mencionaron las relaciones de la Santa Sede con la oligarquía argentina ni el proceso social y económico que llevó al indiecito bueno de las tolderías de la Patagonia hasta Roma y luego de su muerte, a la puerta del santoral.

Corrección política

La Iglesia argentina no suscribiría hoy las despectivas palabras de Manuel Gálvez de 1947. Por el contrario, intenta reescribir la historia de Ceferino en los términos de una pastoral popular políticamente correcta. Por eso, parte de la beatificación, a las 11 de hoy, será en mapuche, para honrar los orígenes del beato. En julio de este año, los obispos activos y jubilados de la región Patagonia-Comahue (Marcelo Melani, Néstor Navarro, Fernando Maletti, Virginio Bressanelli, Esteban Laxague, Juan Carlos Romanín, José Pedro Pozzi, Alejandro Buccolini, Miguel Esteban Hesayne y Pedro Ronchino) sostuvieron que Ceferino era, como Cristo, un signo de contradicción: “En una sociedad donde se proclama la supremacía de la raza blanca él afirma la igualdad de todas las razas; en una sociedad donde se aprecia el valor de la violencia y de la fuerza física, él manifiesta el valor del amor y del perdón”. Agregaron que siguiendo a Jesús, Ceferino “presenta una alternativa a nuestra sociedad consumista y que excluye a muchos. En una sociedad que despreciaba a los aborígenes, que había hecho de la Campaña del Desierto una epopeya de la civilización contra la barbarie, se presenta este joven sin poder, sin dinero, sin títulos, sin odio. Es un indio que ha perdido todo, pero que mantiene su cultura, sus valores, su espíritu de comunión con los demás y su férrea voluntad. Es pobre de medios materiales, pero es rico de virtudes y de actitudes que hacen de él un modelo nuevo y distinto, ejemplo para todos”. Su cultura y sus valores son, precisamente, aquello a cuyo despojo contribuyó la Iglesia Católica. El Episcopado agregó el viernes que Ceferino transmitía un mensaje de reconciliación, la palabra en código por impunidad.

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Imagen: Gonzalo Martínez
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