EL PAíS › OPINIóN

La historia se repite...

 Por Ezequiel Adamovsky *

“Nuevo cacerolazo”: así titularon muchos medios la manifestación del 25 de marzo en apoyo al campo. Ciertamente, en estos días han reaparecido todos los elementos de lo que fue el 19 de diciembre de 2001: ruido de cacerolas, “piquetes” y hasta conatos de saqueo. Sin embargo, los actores que encarnaron estas formas de manifestación esta vez fueron otros. En los piquetes no hay desocupados, sino empresarios del sector de mayor rentabilidad en los últimos años; si bien no son “la oligarquía”, están lejos de pertenecer a sectores desfavorecidos. En la región pampeana se considera un productor “chico” al que explota hasta 200 hectáreas, una propiedad cuyo valor puede superar hoy el millón y medio de dólares. El sentido de su protesta es diametralmente opuesto al de los piqueteros de 2001: no reclaman por su supervivencia básica, sino por el derecho a apropiarse de la totalidad de la renta agraria sin importar las consecuencias para los demás.

Tampoco los caceroleros de estos días fueron los de 2001: su protesta se hizo escuchar en barrios de clase alta y apenas algunas pocas decenas en algún otro sitio. Entre los que llegaron desde Recoleta y Barrio Norte hasta la Plaza de Mayo eran muchos los que tenían algún interés directo en el campo –propietarios, empresarios del sector o estudiantes hijos de “chacareros”–; de allí el fervor con el que cantaban “el campo no se toca”. A ellos se sumaron otras personas descontentas por las políticas de derechos humanos del Gobierno o por sus rasgos “autoritarios”. Entre los reclamos de ese día ninguno aludió a la suerte de los humildes; al contrario, abundaron las manifestaciones de gorilismo y desprecio por “los negros”. Por contraposición, la explosión de 2001 se produjo después del anuncio del estado de sitio para reprimir los saqueos en zonas pobres. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, coreado en las calles a comienzos de 2002, señalaba precisamente la solidaridad entre la clase media y los más humildes que hoy brilló por su ausencia.

Por otro lado, el 19 de diciembre de 2001 tomó a la izquierda por sorpresa, aunque luego se integró a la rebelión popular. Esta vez las cosas fueron tragicómicamente distintas. Algunos trasnochados maoístas y trotskistas se acercaron a apoyar a los caceroleros. Pero al verlos, éstos huyeron despavoridos pensando que se trataba de “piqueteros” que venían a atacarlos. Aclarado el malentendido, les dieron la bienvenida y algún manifestante incluso les requirió que “trajeran más gente” para protegerlos de las huestes de D’Elía (la única aparición de un “piquetero” de los de antaño, aunque esta vez con traje de oficialista). Hubo sólo una forma de acción que se salvó del destino de parodia: los conatos de saqueo. Aunque apenas insinuados, se trató, como en 2001, de una reacción defensiva de los excluidos frente al deterioro de su capacidad de acceder al consumo básico.

Marx dijo alguna vez que la historia suele repetirse, primero como tragedia y luego como farsa, y que lo segundo anuncia la clausura de un ciclo histórico. El reciente “cacerolazo” pudo haber sido el eco farsesco del de 2001. En una cosa ambos coincidieron: en la Plaza de Mayo se coreó “si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está”. Pero en 2001 se manifestaba así el sentimiento de ser expresión del pueblo todo. ¿Podían tener esa ilusión los que esta vez se acercaron a la Plaza? Quienes hoy pretendieron presentarse como “el pueblo” no tenían posibilidad de no advertir que entre ellos no estaban esos “negros” contra los que tanto despotricaron. El cántico de 2001 era inclusivo; el de 2008 fue excluyente, porque pretendió quitarles a los menos favorecidos el derecho a reclamarse como el pueblo verdadero.

Puede que la reaparición farsesca del cacerolazo anuncie la clausura final del tiempo político abierto por la rebelión de 2001. La amplia movilización de clases medias y bajas colocó entonces a las elites económicas a la defensiva. Para restaurar la gobernabilidad, el Estado reclamó de las clases altas –y obtuvo– unas pocas concesiones en el manejo del excedente y la regulación de la economía. El temor al desborde social hizo que tal salida fuera aceptada como inevitable. Pero la reciente apropiación del espacio público por una protesta de empresarios (grandes junto a pequeños) y grupos políticamente afines anuncia que, para esos sectores, el tiempo de estar a la defensiva ha finalizado. La legitimidad que consiguió inicialmente el kirchnerismo se apoyó en promesas de cambio que con el tiempo se volvieron cada vez más modestas. La actual reacción patronal y de derecha le marca un límite al Gobierno que difícilmente sepa o quiera transgredir. El “país normal” está resultando ser demasiado “normal” como para convocar incluso a un moderado entusiasmo entre quienes en algún momento pensaron que el kirchnerismo traía una “nueva política”. Puede que la repetición de la historia como farsa nos esté indicando que habrá que buscar nuevos caminos para llegar a cambios verdaderos.

* Historiador, investigador del Conicet.

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