EL PAíS › OPINIóN

Mariano y la verdad

 Por Eduardo Grüner *

Aunque sea pronto, aunque sea a los tropezones, aun a riesgo de equivocarse seriamente, es necesario pronunciarse sobre la urgencia, ya habrá tiempo para corregir si es necesario. El asesinato a mansalva de Mariano Ferreyra implica una regresión política, social y cultural de proporciones alarmantes. Despejemos ante todo las hojarascas más aparentemente obvias. No cabe (casi) duda de que en lo inmediato –como se empezó ya a insinuar desde círculos oficiales y paraoficiales– el máximo beneficiario será la oposición de derecha. Sus partidos ya se atropellan para sumar el episodio a los “patoterismos” gubernamentales, saltando por encima de mediaciones y sutilezas. Y usan el episodio para cuestionar la existencia misma de organizaciones sindicales, como siempre tomando la parte por el todo. Sus medios vomitaron los más repugnantes –por cínicos– panegíricos del militante caído, como si les importara otra cosa que echar nafta al incendio. Como si, en otro contexto diferente del de las forzadas crispaciones actuales, su actitud no hubiera sido, en el mejor de los casos, la del “ninguneo”, y en el peor, la de invertir las causalidades, cargando todo el peso sobre los “subversivos” y “provocadores” que, ya sabemos, terminan mal. Está bien, de acuerdo: hay que ser prudentes y “racionales”, cuidarse de no contribuir a las operaciones sucias y confusionistas, la bronca y el dolor son también legítimas herramientas políticas, pero al mismo tiempo debe primar la “ética de la responsabilidad”. Etcétera, etcétera.

Pero, un momento. Sin que todo eso deje de ser atendible, poner allí el eje es, esta vez, desviar la cuestión. Un crimen político de estas características –cometido con toda “premeditación y alevosía”, como reza la jerga–, en plena vigencia de las formas democráticas, no es un hecho delictivo más. No es lo que los medios llaman “inseguridad” (aunque en otro sentido, desde ya que sí lo es), que es algo que existe en cualquier ciudad del mundo, y no es particularmente grave en Buenos Aires. Pero esto es también otra cosa: es un crimen contra la clase trabajadora entera –y de paso, contra los estudiantes rebeldes: Mariano era también eso–; es, o puede ser, si no se trata con consecuencia, un punto de no retorno, no sólo para algún miembro de un elenco gubernamental, sino para la sociedad argentina en su conjunto. No puede ser, de ninguna manera, tolerable –si bien nada es asimilable a nada, la comparación no es del todo extemporánea– otro Julio López. ¿Fue consecuencia de una interna sindical? ¿De una interna de la CGT? ¿De una interna del PJ? ¿De una operación para perjudicar no sólo a los adversarios inmediatos, sino por elevación al Gobierno? Todo eso –y vaya a saberse cuántas cosas más– es posible. Estamos en la Argentina. Enseguida intentaremos mostrar, no obstante, que tampoco eso es lo esencial, salvo como gravísimo síntoma. Pero sea como fuere, toda la carga de la responsabilidad política por el esclarecimiento cae sobre el Gobierno. Es así. Así debe ser, y muy especialmente cuando se trata de un gobierno que se autocalifica de progresista, de defender los derechos humanos y de no reprimir la protesta social. No es una paradoja: un gobierno que pretenda tener esas características está muchísimo más obligado que otros a destapar las ollas de basura que sean necesarias para encontrar la verdad, aunque el olor pueda alcanzar a algún amigo. Porque en definitiva se trata de eso: de la verdad. Frente a otros debates más o menos importantes que se han dado o se están dando porque merecen darse –la 125, las AFJP, la ley de medios, Papel Prensa, el matrimonio de personas del mismo sexo, la participación en las ganancias, lo que fuere– se podía, y muchos legítimamente pudieron, o pudimos, pensar que se debía, considerar matices, relativizaciones, claroscuros, posiciones múltiples (apoyo crítico, crítica sin apoyo, apoyo sin crítica), con el fin de crear el mejor contexto posible para una discusión lo más profunda y productiva posible. Esto –repitamos– es otra cosa. Un “salto cualitativo”, como se dice. Aquí no hay lugar para tonalidades ni para especulaciones acerca de hasta dónde conviene correr el arco. No hay lugar para dirimir acuerdos o diferencias con la organización a la que pertenecía Mariano. Aquí se trata de la Verdad, con mayúsculas y en términos absolutos. El Gobierno y la Justicia –tanto por deber moral como por consecuencia con su discurso político y también, cómo no, por conveniencia– deberá llegar hasta el final. “Cueste lo que cueste y caiga quien caiga.”

Y no sólo el Gobierno, sino la sociedad en su conjunto, muy especialmente los sectores y clases populares contra los cuales se ha efectuado este atentado. Aun cuando pensemos que el Gobierno tiene las mejores intenciones de llegar hasta el fondo del asunto (y que además le conviene, para insistir en eso), el pueblo debe protagonizar –de manera multitudinaria y pacífica, pero firme– ese empuje. Parafraseando a Rousseau, a veces los gobiernos deben ser obligados a ser libres. Un signo de vocación de libertad por parte del Gobierno, por ejemplo, sería que hoy mismo arbitrara las medidas (jurídicas, legales y constitucionales: nadie le exige ningún “estado de excepción”) para otorgarle su legítima personería a la CTA y a todos los nuevos sindicatos de base representativos que corresponda, como política de Estado que prescinda de afinidades electivas y conveniencias coyunturales. Es decir, deberá reconocer que la matriz sindical tradicional de la Argentina debe ser radicalmente revisada. Y deberá reconocer, en voz bien alta, que el sólo hecho de que haya “tercerizados” superexplotados que encima son asesinados cuando reclaman su inclusión, demuestra que todavía no es cierto que se haya construido otro “modelo”, aún dentro de los límites del sistema. No estaría mal –sí, sí, con las “prudencias” del caso, ya lo sabemos– empujarlo en esa dirección, mientras se acompaña la consecución del “juicio y castigo” a todos los culpables del aciago día miércoles. Si se logra hacer eso de manera clara y rigurosa, deslindando nítidamente culpas y responsabilidades, por fuera de especulaciones mezquinas o de diatribas altisonantes, no hay por qué temer que no se pueda sortear el riesgo de echar leña en el fuego de la derecha. Y al revés, se le habrá hecho un gran favor a la profundización de la democracia.

Y hay algo más que no puede pasarse por alto, y que se acerca más a lo “esencial”. Esto no empezó el miércoles, ni terminará mañana. Si decimos que son los “sectores y clases populares” los que deberán asimismo encarnar esa búsqueda de la verdad, es porque la monstruosidad cometida contra Mariano Ferreyra muestra de la manera más salvaje posible que en la Argentina ese “anacronismo” de otros tiempos llamado “la lucha de clases” está bien viva. Y mata. Eso también forma parte de una “verdad” pura y dura –y que hoy mismo se está viviendo en Francia y muchas otras partes, ¿por qué la Argentina tendría que gozar de privilegios especiales?–. Eso es algo que las clases medias (no por cierto las auténticas clases dominantes, que practican esa lucha cotidianamente), y a veces los gobiernos, suelen olvidar, creyendo que algunas (o muchas, tanto da para el caso) medidas “progres” –que serán siempre bienvenidas y defendibles– bastan para barrer bajo la alfombra un dato constitutivo, “estructural”, de la sociedad en que vivimos. Se puede discutir, “académicamente”, si en ciertas etapas es pertinente alguna forma de “bonapartismo” o de “unidad nacional-popular” (y no estamos diciendo que este gobierno sea siquiera plenamente eso: sólo estamos extremando el argumento), siempre que se sepa que tarde o temprano esa otra “verdad” que se quisiera subterránea saldrá a la superficie: persistir en negarlo es hacer que “retorne de lo reprimido” de la peor manera, de la manera siniestra en que lo hizo el miércoles. Y bien, tendrán, todos, que hacerse cargo. Desde el miércoles eso ya no se puede desconocer más. Es un dato de la realidad con el que la política, sea cual sea, deberá contar: dadas determinadas circunstancias, aún en plena vigencia de las instituciones, hay sectores dominantes dispuestos no sólo a explotar a los dominados (eso no podrían dejar de hacerlo: es la propia lógica de su funcionamiento), sino a asesinarlos cuando éstos resistan un poquito más “desprolijamente” de lo tolerable, y opten –frente a la corrupción y traiciones de sus dirigentes “naturales”– por buscar formas alternativas de organizarse. Es así. Cualesquiera hayan sido los “errores” de los agredidos, si es que hubo tales, no quita que son los agredidos, desde hace siglos. Y que el miércoles sufrieron una nueva baja, no en combate limpio y frontal, sino por abyecto asesinato. Una demostración más de que la “lucha” no es, nunca fue, simétrica: es la guerra de dominación de una clase sobre otra, a cualquier precio. El Gobierno, la Justicia, la “clase política” tienen que saber esto aunque prefieran desconocerlo (que no es lo mismo que ignorarlo). No se puede hacer política por fuera de esa realidad, y la política que se haga dependerá de la posición que se tome ante esa realidad. La pelea por hacer que eso se entienda –y es también, claro está, una pelea “cultural”– vale la pena. Puede acercarnos, quizás, un pasito más a la “verdad”, y alejarnos un poquito de la degradación. Aunque para Mariano, por supuesto, ya sea demasiado tarde. Y permítaseme terminar con un exabrupto, que ojalá se entienda bien. Mariano Ferreyra no fue un héroe, ni un mártir, ni una víctima. Fue algo mucho más importante que todo eso: un hombre serio.

* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).

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Imagen: Bernardino Avila
 
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