EL PAíS

Brasil, el bello lugar

 Por Mario Wainfeld

El antropólogo francés Marc Augé acuñó la expresión “no lugar” que fue amablemente acogida por divulgadores varios. En sus propias palabras, “un lugar era un espacio en el que podían leerse fácilmente las relaciones sociales y especialmente las reglas de residencia. A partir de ello era natural llamar ‘no lugares’ a los espacios en los que esa lectura no era inmediatamente posible”. Agrega Augé que esa noción no es absoluta, algo que a veces ignoran los que propalan sin pensar.

Aun valorando esa salvedad puede pensarse que la transmisión FIFA de los mundiales transita una línea “no lugareña”. Apuntan ahí las reglas de estilo, las imposiciones a los protagonistas, los paneos sobre el público, usualmente de clases medias o altas. Los asistentes, quieras o no, convalidan un poco el designio, con gestos o visajes que no los diferencian mucho entre sí o con los que estuvieron en otros Mundiales.

Sin embargo, Brasil fue un lugar mundialista único. Por su historia, por su paisaje, por los modos de su pueblo y, en alguna medida que se evaluará a partir de mañana, por la intervención de los hinchas argentinos.

Escapa a la ambición temática de esta nota implicarse en el debate político interno de los brasileños sobre los costos, gastos públicos y beneficios de organizar la Copa. Página/12 publicó material ineludible en estos días: las entradas diarias de Eric Nepomuceno y una columna de Emir Sader que contradijo reproches muy extendidos contra el gobierno de Dilma Rousseff.

Es provisorio un vistazo lejano que cierra antes del final del partido por el tercer y cuarto puesto, usualmente melancólico y esta vez doloroso. Esto asumido, puede insinuarse a cuenta de una mirada final que el contexto del Mundial y en especial la conducta de su población justifican lecturas menos triviales que las que propagaron en unos cuantos medios argentinos, en particular por los hegemónicos.

Un lector amable, Lautaro Cossia, compartió con este cronista su mirada pasajera, ya que no estuvo durante el certamen. Cree que es errado atribuir violencia o agresividad a los brasileños: “Justamente a ellos, quienes nos han brindado, en cada circunstancia, una hospitalidad sin artificios, genuina, compinche, amistosa, aún en medio de la chanza futbolística”.

Otro testigo presencial, demasiado cercano para ser citado como fuente, estuvo en San Pablo en los días de las semifinales. Contó, hasta extrañado, cómo los hinchas argentinos iban cantando en los subtes paulistas ante la mirada desolada pero jamás agresiva de los locales. Los alemanes, ni qué decir, eran pocos pero vitoreaban, agitaban sus banderas y no le hacían asco a la cerveza. Nadie los conturbaba.

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Algún medio argentino mostró, en la noche de la goleada de Alemania, algunos vándalos quemando bondis y vaticinó una jornada sangrienta. Los daños, quizá menores a los que provocaron acá fanas de River o de Chicago tras irse al descenso, no escalaron.

Proliferaron entrevistas a viajeros argentinos, nadie puede dar cuenta de su totalidad. Pero, ingerida una buena ración, se puede concluir que versaban sobre la mala onda de los brasileños que cometían la herejía de hinchar por los rivales de su adversario futbolístico... que hace lo mismo.

No hubo, por ahí, mayormente interés en preguntar o en reportar cómo fue el trato cotidiano, si los aeropuertos o los medios de transporte están en colapso o si las canchas son un desastre en construcción.

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El cronista se inscribe entre quienes creen que los hechos deportivos no tienen gran incidencia en las preferencias democráticas. La semifinal que perdió Brasil pone a prueba cualquier aseveración general. Fue un “cisne negro”, un hecho imprevisible no por el ganador sino por la magnitud y la deprimente construcción del resultado.

La rivalidad futbolera existe, uno no se priva de cantar el hit mundialista, pero la fiesta es transitoria. La política sigue discurriendo en una etapa única y superadora en la región. Las elecciones presidenciales brasileñas están cerca. Como se comenta en la nota central, la democracia política se constriñe a las fronteras de cada Estado. En este momento decisivo y transicional de la integración regional, uno quisiera poder votar por Dilma para que ese pueblo entrañable y cercano siga construyendo su destino de potencia, de país más igualitario y de digno líder regional.

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