EL PAíS › EL DIA QUE SE ABRIERON LAS PUERTAS DE LA ESMA

De recorrida por el infierno

 Por Martín Piqué

Algunos no se animaban a seguir. Veían el techo a dos aguas y los dos sombríos salones del tercer piso, en el casino de oficiales de la ESMA, y no querían ver más. Bajaban las escaleras y se quedaban mirando desde el piso. Otros, los más, subían en silencio hasta que llegaban a ese salón del tercer piso que habían visto en la tapa de los diarios. Era “Capucha”, donde los desaparecidos esperaban su destino entre tabiques de madera, engrillados, esposados, encapuchados. Ayer, después de que cantaran Serrat, Gieco y Heredia, una multitud espontánea se juntó en ese lugar. Entre la gente caminaban ex prisioneros de la ESMA, como Carlos Loza, secuestrado el 16 de diciembre de 1976, o familiares de víctimas de la dictadura, como la viuda de Angel Giorgiadis, Teresa Piñero.
Cuando se atravesaban la puerta, el edificio principal o la mayor parte de las instalaciones, se notaba una cierta tensión, que se digería en silencio –salvo para un grupo que hizo algunos destrozos y que se convirtió en lo más saliente del día para Radio 10–. El clima era distinto en el casino de oficiales. Allí la gente recorría en silencio, hablaba en voz baja y sobre todo escuchaba a quienes habían estado secuestrados. “Yo estuve acá”, dijo Carlos Loza señalando un rincón del altillo de la ESMA, conocida como “Capuchita”, donde se encuentra el tanque de agua del edificio. Bastó que dijera eso para que se juntara un grupo a su alrededor.
Mientras unas diez personas lo miraban en silencio, Loza trataba de reconocer los pequeños detalles: la ventana al ras del piso –“en aquella época estaba pintada de azul”– y la distancia hasta el tanque de agua. Entre éste y el piso hay un espacio de unos diez centímetros. Por más mínima que parezca, esa rendija era fundamental para la comunicación entre los presos. “Cuando nos trajeron a mí y a otros tres compañeros, nos recibió un chico de la JUP de Arquitectura, Hernán Abriata, que nos dijo desde el otro lado: ‘Levántense la capucha que soy un detenido como ustedes’. Fue un soplo de vida para nosotros”, contó Loza con el ánimo notablemente tranquilo. Su esposa y sus dos hijos lo miraban de cerca. Loza estuvo 21 días detenido en la ESMA, lo liberaron el 6 de enero de 1976, a la madrugada, en las cercanías de San Fernando.
Mientras Loza y otros ex detenidos seguían contando sus vivencias, se fue juntando mucha gente en el altillo. Entre ella estaba Teresa “Teté” Piñeiro, esposa de Angel Giorgiadis, uno de los montoneros asesinados en la Unidad 9 de La Plata. Piñeiro se puso a charlar con Loza y le mostró un anillo de hueso que su marido le había hecho en prisión. Se escuchaban preguntas y comentarios muy bajitos. Se veían ceños fruncidos de contener el llanto. En silencio, las cámaras estaban rodando.
“No nos vencieron”, repetía Piñeiro al mismo tiempo que observaba el sitio más paradigmático de la represión. Loza escuchaba sin dejar de mirar. Trataba de recordar el panorama que se veía desde ahí en el verano de 1976, cuando se quitaba la venda para espiar hacia la General Paz. “Desde acá se podía ver un cartel grande de Gillette”, contó reclinado sobre una de las ventanas del ala izquierda de “Capuchita”. Pero luego miró hacia el otro lado, hacia el tanque de agua, desde donde le daba aliento el desaparecido Hernán Abriata a fines de 1976. “Ahora ya está. Ya comprobé que Hernán no está más acá. Porque la última imagen que tuve de él fue en la ESMA”, recordó Loza, cuyo hijo se llama, claro, Hernán.

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