EL PAíS › RELATOS DE LOS SOBREVIVIENTES

“Mataban con golpes y patadas”

Por I. H.

“Uno de los guardias, el Polaco, era un tipo que siempre se me acercaba. Como yo estaba embarazada y la comida era harina con tripa gorda, él quizá me traía una mandarina y me decía, señalándome la panza: ‘Alimentate bien, porque ése va a ser para mí’. Si tenía fiebre me llevaba remedios, que yo nunca me tomé. Un día apareció con un paquete y me dijo que era un regalo. Estaba envuelto con moño. Cuando lo abrí, encontré una capuchita negra, como la que me ponían a mí pero para el bebé.” Susana Reyes es una de las 140 sobrevivientes de El Vesubio, y ese es sólo uno de tantos actos de sadismo que le tocaron vivir y que relató a Página/12. El Polaco, Diego Chemes, es uno de los represores detenidos ayer.

Cuando la secuestraron, el 16 de junio de 1977, Susana tenía 20 años y estaba embarazada de cuatro meses. Se la llevaron junto con su marido, Osvaldo Manteollo, y a una amiga, Liliana, mientras almorzaban en la casa de sus suegros. Cuando llegó a El Vesubio le dijeron que se olvidara su nombre, que allí sería M17. Fue sometida a toda clase de maltratos y, entre otras, le tocó servirles la comida a todos los represores, cuyos rostros no olvida. A su marido pudo verlo “tres o cuatro veces” allí dentro. El y Liliana están desaparecidos. “El último contacto que tuve con Osvaldo fue una cartita que me hizo llegar por unos guardias. Me pedía que si el bebé era varón le pusiera Juan Pablo y si era nena, María. Creí que lo llevaban a otra cárcel, pero no. A mí me soltaron el 16 de septiembre, el día de mi cumpleaños, aunque yo no tenía idea”, relata. Su hijo Juan Pablo nació un mes y medio después. Ahora Susana se dedica a lo mismo que por entonces: es alfabetizadora de adultos. Frente a las detenciones de sus torturadores dice: “Hoy toda la angustia explota en mí”.

A Ana Di Salvo y a su marido, Eduardo Kiernan, los secuestraron en su casa de Temperley, en marzo de 1977. Ella tenía 39 años y él 37. “Adentro de casa quedó mi hijo, que tenía 18 meses, con Rosita, una chica que lo cuidaba mientras yo trabajaba como psicóloga”, repasa. Ana era secretaria de la Asociación de Piscólogos de Lomas de Zamora y sus torturadores no hacían más que preguntarle por eso, mientras le aplicaban picana eléctrica y golpes feroces, y por la gente que entraba a su casa cuando su marido trabajaba en ventas. Un día escuchó que los guardias comentaban: “Ahora tenemos dos psicólogas”. La que había llegado era Marta, a quien conocía, del hospital de Lanús. Pidió verla, y lo logró. “Me agaché, le agarré las manos y me dijo: ‘Tu hijo está con tu familia en Tres Arroyos’. Fue un alivio impresionante. Sentí que éramos amigas de toda la vida. Después estuvimos en la misma cucha”, cuenta.

Ana tiene un recuerdo especial de aquella amiga, que sigue desaparecida. “Me escuchó decir una vez esta frase: ‘Cuando tengo frío en el cuello tengo frío en todo el cuerpo’. En cuanto pudo, cuando le tocó ir a limpiar a la jefatura, encontró un poco de lana y ¿qué hizo? me tejió una bufandita con el dedo. ‘Tomá, para tu cuello, che, psicóloga’, me dijo. Es una bufandita naranja y blanca, que desde entonces me acompaña a todas partes. La llevé al Juicio por la Verdad y a todos lados donde tuve que declarar”, recuerda. Ana y su marido recuperaron la libertad y a su hijo, después de dos meses. A los pocos días descubrieron con horror, en los diarios, que quienes aparecían como muertos en un supuesto enfrentamiento en Monte Grande habían estado con ellos en El Vesubio.

Para Jorge Watts, una de las escenas imborrables de su cautiverio, fue “cuando uno de los guardias, alias Pancho, mató a patadas a Luis Pérez, el delegado del banco de Tokio en agosto de 1978, porque se quejaba porque tenía una costilla rota. Le dieron una inyección y lo mataron a golpes”. “En las cuchas existía una prohibición de hablar, por eso a él lo mataron”, dice. Watts, que hoy tiene 57 años, es uno de los principales impulsores de la investigación y estuvo en El Vesubio desde julio de 1978 hasta septiembre. Luego estuvo en otros centros clandestinos. Todavía siente el eco de los gritos y quejidos de las sesiones de torturas.

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