EL PAíS

El creador en su laberinto

Por José Ignacio García Hamilton

El 4 de setiembre de 1902, en acto que parecía recatado, se exhumaron del atrio de la Iglesia de Santo Domingo los restos de Manuel Belgrano, con el propósito de trasladarlos al mausoleo que se estaba construyendo en el mismo templo. Pero al inaugurarse el monumento el año siguiente, el diario La Prensa denunció que el ministro del Interior, Joaquín V. González, y el de Guerra, Pablo Richieri, se habían repartido “buena y criollamente” unos dientes del cadáver del prócer que, junto con unos huesos, era lo único que se conservaba en buen estado. “Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación”, reclamó airado el matutino, al que pronto se sumó Caras y Caretas. En su edición del 13 de diciembre de 1903, la revista publicó una caricatura en la que se veía a los dos ministros retirándose apresuradamente del lugar con pedazos de una quijada, mientras Belgrano se levantaba de su tumba y los apostrofaba: “¡Hasta los dientes me llevan! ¿No tendrán bastante con los propios para comer del presupuesto?”.
González devolvió las piezas dentales, pero cinco años después, siendo ministro de Instrucción Pública, impuso en las aulas una campaña de educación patriótica que iba a sustraerle a Belgrano, no ya restos de su cuerpo, sino elementos importantes de su personalidad intelectual. En su libro El Fracaso del Proyecto Argentino, Carlos Escudé ha descripto la preocupación que, en 1908, mostraban algunos miembros de la clase dirigente ante la babel de idiomas y costumbres foráneas aportadas por el intenso flujo inmigratorio. Carlos Augusto Bunge, un intelectual de la época, escribía que los extranjeros recién llegados constituían para la comunidad el peligro de la introducción de un individualismo anárquico y disolvente, por lo cual era necesario buscar la unidad social en el sentimiento de patria. El ministro González, entonces, resolvió que se desarrollara una tarea de adoctrinamiento en las escuelas, tendiente a la creación de héroes guerreros y legendarios, con el objetivo de hacer del patriotismo una nueva forma de religión. Aunque Juan B. Alberdi había postulado en 1852, en Las Bases..., que el fomento de la inmigración debía significar el fin del período bélico de la independencia y el comienzo de una etapa de laboriosidad y productividad, la exaltada enseñanza patriótica tuvo un claro sentido militarista, con indiferencia por los valores económicos. En vez de procurar en los niños la discusión y el disenso que promueven el desarrollo de las ciencias, se procuró hacer de cada alumno “un idólatra frenético por la República Argentina”.
Belgrano, el abogado y secretario del Consulado de Buenos Aires que fomentó el cultivo del lino y el cáñamo, propició la industria, el libre comercio y la integración de la mujer a la producción para sacarla de la mendicidad y la prostitución, quedó reducido a su rol de improvisado general y creador de la bandera. No se debate hoy sobre sus propuestas ni sobre sus contradicciones (fue un “liberal” que entregó su bastón de mando a la Virgen de la Merced), sino acerca de las tonalidades de la enseña nacional, pese a que Enrique de Gandía ha señalado que la idea de los colores celeste y blanco (detalle no demasiado significativo) no le perteneció.
En 1819, el gobierno de Buenos Aires pidió a las autoridades de Tucumán que se proporcionara auxilios para su viaje a la capital al “ilustre Libertador Manuel Belgrano”. El presidente Sarmiento, en 1873, vaticinaba que “el apellido de Belgrano podrá extinguirse, pero por los siglos de los siglos será para los argentinos el Padre de la Patria”. Sin embargo, en las aulas del siglo XX en las que el razonamiento fue reemplazado por el dogmatismo, el vencedor de Tucumán y Salta perdió la batalla contra San Martín. Aunque Don José llegó a Buenos Aires en 1812 y prácticamente no combatió en el actual territorio argentino (salvo en la numéricamente modesta batalla de San Lorenzo), sus restos fueron colocados en laCatedral, fue consagrado “El Santo de la Espada”, y Belisario Roldán le tributó su rezo laico: “Padre nuestro que estás en el bronce”. El letradogeneral que reconquistó para el gobierno patrio las provincias del norte tuvo que resignarse al segundo puesto, frente al “militar que luchó en Chile”, como Jorge Luis Borges se refería irónicamente a San Martín para hacer notar que su campaña no liberó nuestro suelo, puesto que ya estaba en manos patriotas desde 1810.
En algo, eso sí, la escuela los equiparó: a ambos les atribuyó haber muerto en la miseria y pronunciando frases ejemplares o alterando las leyes físicas. Mientras el agonizante Belgrano habría exclamado “Ay, patria mía”, el reloj de Boulogne Sur Mer se habría detenido a las 15, junto con el corazón de su dueño. San Martín, sin embargo, tenía importantes propiedades en Mendoza, Santiago de Chile, Buenos Aires y París, además de fondos depositados en Londres; y Belgrano, en su testamento, pidió que el remanente de los considerables créditos que tenía a su favor, una vez pagadas sus deudas, se destinase a su hija natural Manuela Mónica, nacida en Tucumán.
Y al cabo de casi un siglo de adulación hacia los próceres, expresada en exaltación belicista y glorificación de la pobreza, los mitos terminaron convirtiéndose en cruda realidad: los argentinos llegamos a tener una guerra en las Malvinas y nuestra deuda externa nos convirtió en mendigos internacionales. Los muros ideológicos de la infancia se transformaron en corralitos bancarios, que añadieron el cruel despojo a los inocentes suplicios de los discursos encomiásticos en los actos escolares.

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