EL PAíS

La sangre derramada

Por Aurora Ravina*

Nuestra sangre derramaremos por esta bandera.” ¿Se oiría hoy una frase semejante? Fue murmurada en la celebración del 25 de mayo de 1812. Así lo informó el propio Manuel Belgrano a las autoridades de Jujuy, cuando, en ocasión del aniversario patrio, había enarbolado la bandera, la había hecho bendecir por el canónigo Juan Ignacio de Gorriti, la había hecho jurar por las tropas y, respecto de la “señal que ya nos distingue de otras naciones”, agregaba: “No es dable a mi pluma pintar el decoro y el respeto de estos actos, el gozo del pueblo, la alegría del soldado, ni los efectos que palpablemente he notado en todas las clases del estado, testigos de ellos: sólo puedo decir que la patria tiene hijos que sin duda sostendrán por todos medios y modos su causa y que primero perecerán que ver usurpados sus derechos”. Apenas iniciado el camino de la construcción de la Nación, comenzaba el del que sería su símbolo. Para sellar el compromiso de defender ambas cosas, el pueblo ofrecía su sangre y su inmolación a cambio de la vigencia de su libertad. Eran tiempos violentos, de leva y contribución forzosas, de requisa de bienes, de estrecheces sin cuento; de triunfos y fracasos, de heroísmos, pero también de traiciones. Era la guerra, que ofició en el alumbramiento de la independencia y retuvo el cetro, por cuarenta años más, hasta que la Nación se organizó bajo la ley suprema y, por otros treinta, hasta que consolidó esa organización.
El 24 de septiembre de 1873, el presidente Domingo F. Sarmiento, inauguraba, en la plaza 25 de Mayo, frente a la Casa de Gobierno, el monumento a Belgrano. El aniversario del triunfo de Tucumán, ocurrido sesenta y un años antes, había sido la ocasión propicia para evocarlo, también como creador de la bandera y exaltar, por sobre todo, su civismo. Ejercido sin vacilaciones, había incluido, demanda de los tiempos, el trueque del mundo civil y de la pluma por la espada y la milicia. Un cambio, subrayaba Sarmiento, que no había implicado el abandono de sus ideas de expansión de la educación como fundamento para el sostenimiento de la libertad y la consolidación nacional. Esta ceremonia fue, además, un punto de inflexión en la construcción de la simbología patriótica.
En estos rituales patrióticos, construidos y consolidados a lo largo del tiempo, a los diversos símbolos nacionales –muy especialmente a la bandera– se atribuyeron cada vez más la representación de la Nación y de sus valores. Pero esa atribución crecía al tiempo que la realidad del país, en el siglo XX, fue mostrando que se degradaba el contenido. ¿Qué ocurría con lo que sustentaba el poder de esa representación? Es decir: ¿cómo se cumplía y se defendía la Constitución? ¿Dónde quedaba el sostenimiento del sistema institucional, cuya organización y funcionamiento eficaz debía ser el fundamento del progreso nacional? ¿Qué ocurría con la moneda cuya sanidad debía ser la garantía de la robustez económica de la República? ¿Qué sucedía con la defensa de los derechos humanos? Y podrían seguir las preguntas. Los avatares de una trayectoria política e institucional en la que se alternaron en demasiadasoportunidades mandatos constitucionales con gobiernos de facto, la conculcación de la libertades civiles y políticas por largos períodos, la manipulación del sistema educativo, la censura de los medios de comunicación y otras varias formas de control social y político comparten la responsabilidad de esa degradación.
El retorno a las vías constitucionales exhibe, aún hoy, la debilidad de una democracia que no ha podido recuperar su fuerza porque, entre otras muchas cosas, el patriotismo invocado por los líderes políticos en toda oportunidad carece de bases sólidas. Ninguno recuerda hoy que Belgrano, como general del Ejército del Norte, el 13 de febrero de 1813, hizo jurar a las tropas, en presencia de la bandera, fidelidad a la Soberana Asamblea Constituyente establecida en Buenos Aires a fines de enero; era el reconocimiento a las autoridades civiles y la confianza depositada en la necesidad de arribar a la organización institucional bajo el mandato de la ley. Tampoco parecen consultar a Sarmiento que, como en tantas otras ocasiones, en el discurso citado y fiel a sus ideas y al empeño por construir la Nación, albergaba bajo la bandera a un pueblo que aspiraba a seguir defendiendo sus derechos, bregaba todavía por desterrar la guerra civil, procuraba ampliar la voluntad y el esfuerzo del trabajo, aprovechaba de la expansión de la educación y se preparaba para recibir a quienes desde otros lugares del mundo podían aportar a su progreso además de encontrar el bienestar y la protección que les era negado en su tierra de origen. En una palabra, la bandera cobijaba un proyecto de país. amente, al menos, entre todos.
¿Cómo resignificar el simbolismo de la bandera en la Argentina quebrada de hoy? Juan Alvarez (rosarino, 1878-1954), doctor en jurisprudencia por la Universidad de Buenos Aires, magistrado provincial y nacional, que ejerció la docencia secundaria y universitaria, reflexionaba, en el año del centenario de la Independencia, tiempos de cambios políticos en el país, que había que superar el quietismo de mirar el pasado sin rescatarlo para pensar el futuro y formulaba dos preguntas: cuáles eran las posibilidades de mejora de la especie humana que habían existido y existían dentro de las fronteras del país y que era probable que desaparecieran si se perdían la independencia y el gobierno propio; cuáles habían sido antes y cuáles eran entonces los medios más apropiados para la realización de esas posibilidades que, en definitiva, eran el único ideal netamente argentino de la propia nacionalidad. Su propuesta progresista encerraba el ideal político de una efectiva participación democrática y en el orden social y económico entendía que la propiedad de la tierra y disponibilidad del trabajo eran los únicos medios para que se sintiera que valía la pena defender el suelo y que se tendrían patriotas si la patria se conservaba para ellos. En definitiva, un proyecto de país que incluía a todos.

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