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EL CONSENTIMIENTO

 Por Sandra Russo

Me había pasado el 19 estremecida, como todos, viendo por televisión las imágenes de los saqueos. Y también, como todos, asomándome a la incertidumbre de lo que vendría. Esa noche, estaba en mi cuarto viendo TN: De la Rúa acababa de pronunciar su mensaje hablando de “los violentos” y declarando el estado de sitio. De pronto, algo sonó. Algo raro sonó. Pensé que era el aire acondicionado, que fallaba. Esa noche todo podía romperse. Pero mi hija entró gritando a mi cuarto: “¡Los balcones, mamá! ¡La gente en los balcones!”.
Vivimos en Palermo, en un departamento interno. Subí la persiana y en el departamento de enfrente, separado del nuestro por un jardín común, vi a Marta, mi vecina, mirando los edificios de alrededor. En todos ellos había gente, y recién entonces logré decodificar el sonido de las cacerolas. Mi hija y yo salimos a la calle con la primera olla que encontramos, una de teflón que quedó hecha pomada. Marta, en cambio, llevó con ella un tambor de hechicera de no sé qué extraña tribu.
Esa noche dormí con la tele encendida, con un sueño entrecortado, ligero y nervioso. A la mañana siguiente tenía turno con mi analista. Llevábamos más de doce años de terapia. Ella intentó dos o tres veces darme el alta, pero cada vez que lo hizo a mí me sobrevino algún desastre, y lo máximo que habíamos logrado era espaciar las sesiones a una o dos veces por mes. En la mañana del 20, antes de salir para el consultorio, vi por la tele que la Plaza de Mayo había amanecido con gente desperdigada, insomne y tozuda, que mantenía aislado pero constante aquel sorprendente compás cacerolero. A las doce llegué al edificio de Junín y Ayacucho y toqué el timbre. Mi analista bajó unos minutos después y nos miramos. Nos dimos un beso pero no sonreímos. La tensión era inmanejable. Subimos en silencio los siete pisos que me separaban del diván. Entramos, me senté. Volví a pararme.
Hoy no tiene sentido estar acá, le dije. Ella me dedicó toda su atención. Fue la última vez que lo hizo, porque después de doce años fue ese día, aquel 20 de diciembre, cuando decidí, sin saber lo que hacía, darme a mí misma el alta. No puedo estar acá hablando de mí. Tengo que irme.
¿A dónde vas?, me preguntó.
No sé, a la Plaza.
Ojo, fue lo que dijo.
Y me fui. Después todo es confuso. No llegué a la Plaza, era imposible. Ya pasaba el mediodía y la gente llegaba desde todas las direcciones. El fulgor de la noche anterior y la tensión sorda de esa mañana ya estaban convirtiéndose en ahogo, en gritos, en masacre. Di vueltas por los alrededores y vine al diario. Un rato después, en la recepción, se refugiaba un grupo de gente que venía huyendo de la salvajada policial. Esta zona de la ciudad olía a gas y a desesperación.
Nunca nadie todavía pudo explicar cómo un gobierno paralítico y arterioesclerótico como el de la Alianza pudo terminar de un modo tan bestial. Nunca nadie todavía pudo explicar por qué De la Rúa no huyó en su helicóptero simplemente como un fracasado y un cobarde, en lugar de hacerlo, además, como un asesino. Treinta muertos, me lo repito, porque en este país se olvida fácil. Treinta personas muertas y no muertas a secas: treinta baleados, treinta elegidos al azar por quién, por qué, para qué. Fue una inercia, me contesto. Fue una reacción del gusano fascista jamás domesticado y siempre al acecho, siempre dispuesto a lo aberrante. Fue la advertencia: la fuerza bruta no retrocederá si es invitada a retroceder por el sentido común y la buena voluntad. La fuerza bruta sólo retrocede si el poder deja de respaldarla.
Todo lo que siguió a partir de aquel día, las asambleas, los piquetes, los comedores, las marchas, los apagones, los llaverazos, las diversas formas de asociación, las demostraciones de conciencia civil, todo eso, fue lentamente desgastando su encanto, desenamorándose de sí mismo. No es de un día para el otro ni de un año para el otro que un país cambia. Por lo menos este país no. No es de un día para el otro que se construye una identidad, y todavía no sabemos quiénes somos.
El único juego que sabemos jugar es el solitario. Compartimos la indignación y el hartazgo, pero no sabemos jugar juntos a otra cosa. Lo colectivo no nos sale. Falta práctica, experiencia y deseo. Falta astucia. No sabemos priorizar intereses, y terminamos siempre peleando por nimiedades o erizándonos por estupideces mientras el aparato político y económico tiende sus redes y nos confunde.
En algún sentido, somos niños de un año que todavía caminan inseguros y no saben a qué brazos entregarse. El “que se vayan todos” fue pronunciado cada mes con menos convicción. La derecha se reafirma y la izquierda hace los papelones de costumbre. Las encuestas electorales dan ganas de llorar. No importa su porcentaje, el solo hecho de que en ellas figure Carlos Menem es un indicio de que a este país todavía le falta sacudirse toneladas de mugre, blanquearse ante el espejo, sacarse la máscara, decidir si va a apostar a algo distinto o si la apuesta es a que en la nueva repartija de inmoralidad y deshonra a cada quien le toque alguna feta de privilegio.
Cada vez que muere alguien, cada vez que alguien es asesinado, sus deudos, tal vez para mitigar el dolor o quizá para abonar con ese dolor alguna nueva forma de esperanza, dicen que esperan que “esto sirva para algo” o “que ésta sea la última vez”. A aquellos treinta muertos de diciembre les siguieron, más tarde, Kosteki y Santillán. No los mató la misma mano, pero sí el mismo país.
Si algo cambió aquel 20 de diciembre, es que ahora sabemos (queramos saberlo o no) que consentir el robo, la apatía, la corrupción y la mentira, tarde o temprano es consentir la muerte. Que cada uno se haga cargo de su consentimiento: es la forma barata de la complicidad.

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