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Una historia interminable

Mirada a la distancia, dice el autor, se puede leer esa coyuntura como un fracaso, pero esos días respiran debajo de todo el contexto político que nos circunda. Pero el 2001 también signó lo nacional a menudo de manera muy desorientadora.

 Por Nicolás Casullo *

En ocasiones, y para el análisis, la encrucijada nacida el 19 y 20 de aquel diciembre se asemeja a esos juegos de espejos de los parques de diversiones: es difícil situar dónde el original y dónde sus simulacros e imágenes. Lo que es, de lo que se pensó que era. La verdad de sus apariencias.

Mirada a la distancia, esa coyuntura puede medirse como un acontecimiento que fracasó en relación al potencial social despertado. Las asambleas se disiparon, la convocatoria a una constituyente de nuevo cuño nunca tuvo lugar, la alianza ideológica entre clases sociales naufragó rápidamente, el fin del peronismo luego de su década y de su modelo depredador de los ’90 no aconteció. Los nuevos partidos de las nuevas políticas aún se aguardan, el vecino del piso de arriba no fue diputado sino que sigue en su empleo, el mundo social alternativo del trueque fue una anécdota que el mercado ni siquiera registró en su dura piel.

Pero a la vez, observadas aquellas secuelas del 2001 desde la misma preocupación de la política, puede afirmarse que esos días todavía respiran agitados por debajo o por detrás de casi todas las lógicas y operatorias que nos circundan: la calle es el sitio del conflicto (mayor o menor), las crisis partidarias se agudizan sin retorno de maneras diversas, el Estado interviniente es reclamado como nunca y de manera a veces insólita por la sociedad postmememista-aliancista-liberal, los representantes partidarios son votados y a la vez desconsiderados permanentemente. Una nueva conciencia en el propio kirchnerismo en primer lugar, y en algunas oposiciones, porta el complicado neoperfil parido por las detonaciones de aquellas jornadas convulsionadas. La política es compleja y nunca binaria como cuentan ciertos manuales teóricos. La sociedad dice muchas cosas distintas para decir en realidad lo mismo. Y cuando se cree que dice lo mismo dice muchas cosas insospechadas donde poco tienen que ver unas de otras.

Dos consecuencias de importancia se desprendieron de aquella hecatombe social, que si bien pueden ser rastreadas como parte de la histórica comunidad argentina, desde diciembre del 2001 se transformaron en “clásicas” de nuestra actualidad. Por una parte la evidencia de que la sociedad cada vez más hace política –se rehace políticamente– ahí donde logra que la vieja y consuetudinaria política no pueda seguir despolitizando a los sujetos. La política nace entonces desde bases ultrafragmentadas, a partir de la revelación –antes que todo– de su propia nadificación a superar. El acontecimiento diario de “los que no se sienten representados” por la política establecida es la condición para el regreso de la subjetividad política en acto: contra un violador, por un asesinato, un incendio, contra malos servicios, un corte de luz, como respuesta ecologista, en denuncia, en hartazgo: en ausencia.

El 2001 tiene ese brumoso pero al mismo tiempo categórico trazo entre disconformidad e histeria, entre autodefensa y puesta en escena de una sociedad “sacada” de sí misma, pero que también “se saca” de la democracia devenida vacuidad formal. Desde esta perspectiva una corriente de revitalización ciudadana se inscribe hoy como constante diaria –liberadora de domesticaciones sociales que imprime el diseño neoliberal– y pone en jaque el juego de políticas adormecidas institucionalmente.

En segundo lugar, y en relación contradictoria con este mismo orden de cosas, las consecuencias del 2001 trajeron a escena una peligrosa dimensión de sociedad media cualunquista: la reacción atemorizada y espontánea de “la gente” detrás de causas sin ningún perfil político ni ideológico delineado ni claro. La estrechez de mira de cada episodio de inconformismo o rebelión particular, las variables represoras y de linchamiento que aparecen como nuevo sentido común justiciero-mediático, la violencia ciega autoflageladora, el terrorismo lingüístico, la ausencia de horizontes de solidaridad y fraternidad social, el sueño de la sociedad sin “peligrosos sociales”. Lo que podría sintetizarse como típicas, silvestres y variadas formas culturales de derechas, que alimentan aquellas opciones políticas de derecha camufladas detrás de nuevas teorías “republicanas” que publicitan que ya no existen derechas ni izquierdas.

El 2001 signó lo nacional de manera a menudo muy desorientadora. El colapso, la caída de un gobierno democrático, el miedo al fin de un país tuvieron en ese entonces su cántico paradigmático –que se vayan todos– que resume lo equívoco de lidiar con la política. Tal consigna llegó a primera plana, a títulos de libros y películas, a debates, a seminarios e investigaciones teóricas. Los grupos de izquierda radicalizada lo malinterpretaron linealmente como situación prerrevolucionaria anticapitalista, el progresismo liberal como el fin del peronismo luego de medio siglo, el establishment económico (mientras muchos políticos se escondían debajo de las camas) como el caput definitivo de la política intrusa, interventora, corrupta y populista: debía quedar un mundo sólo de empleadores y empleados, donde el mercado, el patrón y “yo” resultan los únicos que no roban.

Pero a la vez, en estos últimos años, después del 2001, grandes contingentes reaparecieron socialmente, sindicalmente, y desde infinidad de márgenes, con un reposicionamiento de viejos motivos: lo nacional, lo popular, la autoconsideración, la cultura de la propia identidad y del trabajo. El reclamo, a veces desmesurado, por un Estado de alta sensibilidad social que reponga racionalidad donde el puro mercado había intentado asesinar a la nación como valor fundante de sentido comunitario. En esa ambigüedad propia de los mundos de masas del tardocapitalismo, en esta ambivalencia del “que se vayan todos”, coagula y flota un tiempo de muy difícil interpretación, pero que diáfanamente pone en evidencia el conflicto, la necesidad de confrontación democrática, las visibles diferencias de proyectos políticos y económicos, las izquierdas y derechas de un viejo-nuevo relato argentino.

* Profesor de la UBA y la Universidad de Quilmes. Autor, entre otros títulos, de Modernidad y cultura crítica, Pensar entre épocas, El frutero de los ojos radiantes y La cátedra.

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