ESPECIALES

El cenicero y las creencias

 Por Mario Wainfeld

El cronista escuchó la anécdota varias veces, con pequeños matices, es posible que la retoque un cachito, sin desvirtuarla. El entonces presidente Néstor Kirchner les pedía a integrantes de su Gabinete propuestas. Escuchaba. De pronto irrumpía, atropellándose con las palabras, a su manera. Mostraba un cenicero y alegaba, shesehando las “eses”. “¿Sabés qué pasa? Vos me hablás de este cenicero y me decís en qué lugar de la mesa podemos ponerlo, si podemos usarlo de adorno... Pero siempre me hablás del cenicero.” El cronista supone que ávido de hacerse entender, eventualmente, blandía el cenicero con serio riesgo para el objeto. Y agregaba “pero con este cenicero no hacemos nada. Precisamos que sea otra cosa, que tenga el tamaño de la mesa o de este despacho, o de toda la Casa Rosada”. Lo real es posible siempre, pero el arte de la política es potenciar lo virtual. Los recursos (sean económicos o de poder) distan de ser estáticos, es imperioso modificarlos cuantitativa y cualitativamente.

A no engañarse: el hombre hacía cuentas todo el tiempo, manejaba cifras permanentemente. Es sabido que llevaba un cuadernito astroso con su seguimiento de las reservas del Banco Central, pero también medía los índices de empleo, los de la aprobación ciudadana. Y tenía algún aparejo propio para sopesar el poder que conjugaba todos esos factores sin ser su sumatoria lineal.

“Medía” cotidianamente, nunca creyó tener asegurado su mandato por mucho más de 24 horas. Lo obsesionaba convalidarlo a través de la gestión pública con la satisfacción de intereses, tal su norte y su credo. Tres presidentes que lo habían precedido cayeron sin cumplir sus mandatos. Mandatos en la doble acepción del término: el plazo legal de que disponían para gobernar y los compromisos que debían honrar. Siempre leyó que estaba expuesto a ese avatar, hipótesis que condicionó su percepción y su acción de gobierno. Por eso, se propuso revalidarse cada jornada. La épica del hecho cotidiano tributó a muchos factores, quizá el principal fue concebir a la legitimidad de ejercicio como la única válida y sustentable.

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Sabía hacer cuentas, tenía en la cabeza decenas de matrices insumo-producto de las principales variables económicas. Consideraba central “estar líquido”, esto es, disponer de solvencia financiera para responder de volea a lo que viniera. Era agarrado con la “caja”, dado a amarrocar, atento a los equilibrios fiscales y a la recaudación. Al mismo tiempo, y esto no es una contradicción sino una consecuencia de la complejidad de lo real, sabía que hay momentos en que hay que arriesgar todo. El cenicero no altera su esencia si uno se limita a administrar lo dado.

Llegó a presidente antes de lo previsto, la suerte lo ayudó. El cronista no sabe si le gustaban los juegos de azar (intuye que no especialmente) pero da fe de que tradujo esa ayuda del destino como un apostador de ley. “Llegamos de pura suerte, ahora les vamos a romper el alma a todos”, repetía. Por ahí no decía “alma”, exactamente.

Cobrar una postura ganadora y retirarse es de personas remilgadas, en el casino y la política. A veces hay que jugarse todo, sin renegar de la lógica política: la paradoja, como otras ya mentadas, es solo aparente. Al fin y al cabo, Nicolás Maquiavelo exaltó la “virtud” (entendida como saber o destreza del Príncipe) aunque consignó también la incidencia de la “fortuna” (el azar, la suerte, lo impredecible). Consuelo relativo y no siempre cumplido: la fortuna suele acompañar a quien es virtuoso en política.

En cualquier caso, hay peleas que deben darse a todo o nada, porque acumular todo el tiempo no alcanza. Es forzoso medir fuerzas. A veces sale bien, como en la confrontación con Eduardo Duhalde en 2005. Otras termina mal y se pierde con un segundón como Francisco de Narváez, en 2009. Lo esencial es dar la pelea cuando es menester, levantarse si se cae, asumir que jamás se puede descansar ni eludir batallas. No es martirio ni masoquismo, es la lógica del poder: creía que no defenderlo era peor que padecer una derrota táctica.

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Una de sus mayores virtudes (que es crucificada por detractores poco perspicaces) fue “leer” la crisis de 2001, detectar su profundidad y adecuar sus criterios acerca de cómo enfrentar sus secuelas. Reparar los daños a la mayor velocidad posible, levantar la autoestima de los argentinos, detectar a los responsables del pasado reciente y ominoso, marcarlos y ponerlos en la picota. Confrontar, cómo no, con los causantes del desquicio. Atenuar las consecuencias era un paso, gobernar de modo diferente, una obligación.

El cronista lo conoció en ejercicio de las labores respectivas, la política fue el alfa y el omega del trato, las conversaciones o los reportajes en regla. Casi de entrada, este escriba le creyó. Creyó que Kirchner creía lo que decía. Creía que no debían dejarse las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno. Creía pertenecer a una generación diezmada, creía que éramos (valga la primera del plural) los hijos y los nietos de las Madres y las Abuelas. Creía en el desendeudamiento y en la autonomía económica como soportes de la soberanía nacional. Creía en lo que hacía, lo que no equivale a decretar el acierto de todas sus acciones.

Trataba de persuadir siempre, al principio con buen tono. Era tímido y le costaba manejar el tamaño de su cuerpo, hacía de eso un recurso sencillo para generar simpatía: se vio cuando blandió con graciosa torpeza el bastón presidencial. Mano a mano, apelaba a gestos similares.

Creyó en lo que hacía, laburó 18 por horas por día... las otras seis soñaría con la política. Fue un administrador ceñudo y cuidadoso. Y también supo que a veces, el cenicero tal cual es no sirve para nada. O, por ser más certero, no basta.

Puso en acto un puñado de ideas-fuerza que se le discutieron y ahora son sentido común en la región y motivo de nostalgia en el Primer Mundo.

Hace dos años que murió, después de haber cambiado para bien líneas maestras de la realidad argentina. Cuando evoca con tristeza esa partida prematura, el cronista (aparte de añorarlo con afecto) le sigue creyendo.

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Imagen: Sandra Cartasso
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