ESPECTáCULOS › “SHINER”, DE JOHN IRVIN, CON MICHAEL CAINE

Un gran actor, un film menor

 Por Horacio Bernades

Con tres años de atraso se estrena este film británico, cuya principal atracción la constituye el regreso de Michael Caine a un duro como los que supo cultivar en los inicios de su carrera. Dirigido por John Irvin –especialista en cine de acción que dirigió como medio centenar de títulos, ninguno de ellos digno de mención–, el gran Caine tiene ocasión de revisitar aquí el acento, pronunciación y modo de hablar propio de los bajos fondos que en los ‘60 fraseó como nadie, en películas como Get Carter o la serie protagonizada del espía Harry Palmer. Frente a él (la fórmula es apropiada, teniendo en cuenta que Shiner transcurre en el mundo del boxeo) aparece Martin Landau, otro grande, con poca ocasión de lucimiento. La película no está mal y se deja ver. Claro que, de no contar con la presencia de estos dos pesos pesado, su interés podría irse a la lona.
Drama paterno-filial disfrazado de film noir, Shiner agrega toques de comedia negra, whodunit (género policial típicamente inglés en el que el principal interés consiste en saber quién cometió un crimen) y hasta pinceladas de tragedia griega: está claro que el principal problema de la película es que no termina de definir un rumbo. Caine es el “Shiner” del título, apodo con el que, en el mundo de las peleas clandestinas, conocen a este hampón de barrio que llegó alto. Dueño de un centro boxístico, todo el relato se circunscribe al día más soñado de su vida, que se convierte en su peor pesadilla. El día en que su hijo, Eddie “Golden Boy” Simpson, combatirá por el título, enfrentando al pupilo de Frank Spedding (Landau), un morocho venido de EE.UU. Basta ver al manojo de nervios que es “Golden Boy” (tan asustado que hasta amaga con tirarse de la terraza minutos antes de la pelea) y compararlo con el sólido morochón que le hace frente, para darse cuenta dónde van a ir a parar los sueños de Shiner Simpson. Y allí van, nomás.
Alrededor del protagonista y su ciega obcecación se nuclean un par de matones lo suficientemente zonzos como para parecer salidos de una de Tarantino, unos súbditos de Shiner que quisieran verlo muerto y los miembros de su familia, que se reparten entre los fieles y aquellos que, más que muerto, preferirían verlo muerto y enterrado. Así es como el asunto pasa del film de género a la tragedia familiar, con escalas en la intriga criminal y un final en el que terminan todos hechos papilla en una terraza. El crimen no paga, se sabe. Pero las películas sí, y ése es seguramente el principal motivo de la presencia de Caine aquí. Lo que no quiere decir que esté tan magnífico como de costumbre, redondeando un personaje mucho más lleno de vericuetos que el film que lo contiene.

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