ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A MIGUEL GUERBEROF, A CARGO DE LA PUESTA DE “EL CASTILLO”, DE KAFKA

“Las pesadillas de Kafka empiezan al despertar”

El director de La Compañía Shakespeare Buenos Aires presenta en el Teatro del Abasto la versión teatral de la novela El castillo, en la que el autor checo indaga el escozor que despierta en una pequeña comunidad la llegada de un extraño. “El teatro también implica comunicar y dar a conocer aspectos de la cultura”, dice Guerberof, director y adaptador.

 Por Cecilia Hopkins

Buena parte de la atmósfera de pesadilla de los relatos y novelas de Franz Kafka (1883-1924) provenía de su propia experiencia vital: su biografía íntima, reconstruida a través de sus diarios y correspondencia, dejó el testimonio de atormentados vínculos familiares y desventuradas relaciones amorosas. Una infinidad de críticos también analizó su obra como verdaderas señales de tormenta, en tanto prefiguraban nuevas formas de alienación y exterminio. Pero hay quienes prefirieron, sin impugnar lo anterior, detenerse en su particular sentido del humor, su gusto por la ironía y la paradoja y vincular al autor checo con el irlandés Samuel Beckett. En esa línea se inscribe la versión escénica de El castillo que acaba de estrenarse en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549), escrita por Miguel Guerberof, director de La Compañía Shakespeare Buenos Aires. A pesar del nombre impuesto a su grupo (con el cual lleva montadas varias de las obras menos transitadas del autor isabelino) hace tiempo que Guerberof deseaba concretar el desafío de traducir una de las novelas capitales de Kafka al lenguaje del teatro. “También el cuarteto Bela Bartok interpreta a otros compositores”, se defiende el director en una entrevista con Página/12, con la velocidad de la respuesta preparada. Sin tomar en cuenta el almanaque, Guerberof comenzó a ensayar en pleno verano para estrenar el 5 de julio, sólo dos días después de cumplirse un nuevo aniversario del nacimiento de Kafka. El elenco está integrado por Carla Peterson, Gabriela Lerner, Natacha Méndez, María Laura Cárcano, Carlos Lipsic, Ricardo Merkin, Carlos Da Silva, Javier Montú, Gustavo Chantada, Ezequiel Castaño y Mario Mahler.
Escrita hacia 1922, El castillo es una de las novelas –América y El proceso son las otras– que Kafka (sin saberlo, en vano) había solicitado a su amigo Max Brod que destruyera después de su muerte. Hacía 5 años que se le había declarado la tuberculosis y ya no le quedaba tratamiento por intentar. El argumento cuenta las desventuras de un tal K, agrimensor de profesión, quien permanece en una aldea distante a unos pocos kilómetros del castillo desde donde fueron requeridos sus servicios, sin llegar nunca a ponerse en contacto con sus supuestos empleadores. Recelosa de su condición de extranjero, la gente del lugar entretiene y confunde al recién llegado, tejiendo a su alrededor un laberinto de hipótesis absurdas, prohibiciones y misterios. Así, K nunca encontrará al funcionario adecuado que pueda aclarar su situación (no en vano, aunque no se haya leído la obra del checo, se sabe que el adjetivo kafkiano da cuenta de la sensación de impotencia que generan los designios de un engranaje irracional). Al igual que el enigmático tribunal de El proceso, el castillo sojuzga a los habitantes de la aldea quienes, en un accionar colectivo, ilustran un oscuro y diabólico sistema de dependencia social. A K, como a otros personajes del autor de La metamorfosis, le está vedado utilizar el sentido común, de modo que termina acatando la realidad tal como se le presenta: cree en todo aquello que se le dice y confía hasta el final, sin darse cuenta de que ha caído en una trampa. En cuanto al aislamiento y el rechazo del que es objeto el protagonista, en su condición de judío de habla alemana, Kafka también formó parte de una minoría: Praga, su ciudad natal, era la capital del reino de Bohemia, donde alemanes y checos vivían en base a pautas culturales bien diferenciadas, entre tensiones mal disimuladas y, en algunos casos, violencias manifiestas. “Para los personajes de Kafka, la pesadilla comienza cuando se despiertan –analiza Guerberof– porque hasta las relaciones humanas se perturban por mecanismos laberínticos. Es un autor que siempre asocio con Beckett, porque los personajes de ambos están en el lugar inadecuado, en el momento menos preciso. Mal ubicados geográficamente, incluso. Y su modo de hablar es muy parecido, especialmente, porque hacen preguntas que no tienen respuesta”.
–¿Por qué llevar una novela de Kafka al teatro?
–A mí siempre me pareció que El castillo es una novela sumamente teatral, que tiene mucho humor e ironía, a pesar de su tono sombrío. Creo que junto con Marcel Proust y James Joyce, Kafka es el creador de la novela contemporánea, un autor al que muchos leímos desde la adolescencia, como pasa con Poe o Cortázar. Entonces, me parece bien que se haga conocer esta obra, porque para mí el teatro no es un ejercicio de habilidades. Implica también una obligación, la de comunicar y dar a conocer aspectos de la cultura. En un principio, quería hacer una investigación en base a improvisaciones sobre unos pocos capítulos de El castillo. Pero después llegué a la conclusión de que tenía que hacer la obra completa. Entonces fui sintetizando, comprimiendo capítulos enteros, tomando de cada uno las escenas más teatrales. Claro que tuve que resignar zonas extraordinarias del texto. De los 80 personajes, por ejemplo, quedaron sólo 10.
–Distante y a la vez minucioso, el tono del narrador crea un efecto decisivo en la novela. ¿Cómo se reemplaza esta voz en escena?
–La idea de la puesta es que el pueblo sea quien cuenta la historia, quien refleja el estado de las cosas. Porque K se va construyendo a partir de lo que los otros hacen con él, a partir de su aceptación o su rechazo. Es el pueblo quien lo transforma en una especie de muñeco al que luego se le cortan los hilos: el protagonista no puede hacer nada para evitar lo que le sucede y, como en un film, a la distancia, ve cómo se va involucrando en cada situación y cómo se va destruyendo poco a poco.
–¿Cuál es el espacio elegido?
–Toda la obra se desarrolla en una taberna, porque allí es donde llega el protagonista y experimenta el rechazo de los demás, por el hecho de llegar de afuera. Pensamos con Carlos Lipsic, entonces, en recrear allí dentro el laberinto que plantea Kafka. El ser extranjero, el hecho de sufrir por no encontrar la forma de ser aceptado es un tema muy importante en la novela: K es un sujeto que no quiere sentirse forastero y que acepta todas las reglas que la ciudad impone. Y en eso es igual a Joseph K, el protagonista de El proceso, quien acepta también la existencia de las normas de un sistema que sólo le permite vivir de un modo determinado. K tiene una gran obstinación, pero a la vez es voluble, lábil: en la novela hay zonas de inseguridad hasta en las relaciones más profundas.
–¿Cuál es el tema de esta obra que mantiene mayor vinculación con nuestro tiempo?
–Me parece que la obra de Kafka es una premonición sobre la xenofobia, sobre el recelo a lo que es diferente. Lo extranjero a veces causa espanto. Hace poco, la propuesta del gobierno de la ciudad a poner el nombre de Kafka a una cortada del barrio de Palermo que se cruzaría con la calle Jorge Luis Borges desató muchas quejas. ¿Qué tenemos que ver nosotros con Kafka?, se dijo, y ésa es una opinión que tiene que ver con El castillo, con la idea de que el que es de afuera no puede entender ni formar parte de nuestra realidad. Y K, el agrimensor, es diferente, porque imagina nuevos espacios y, además, porque ha sido enviado para modificar el estado de las cosas. Pero la realidad, en la obra de Kafka, es más fuerte que toda posibilidad de cambio.

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“El Cuarteto Bela Bartok interpreta a otros compositores”, dice el director de la Compañía Shakespeare.
 
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