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Nilsson en septiembre

Por Bebe Kamin*

8 de septiembre de 1975. Todos estábamos un poco nerviosos. Hacía ya más de media hora que había entrado a la pequeña sala de proyección de Alex y las imágenes subexpuestas del recital se continuaban en forma monótona, mudas.
Al poco tiempo, Leopoldo Torre Nilsson se levantaba de su asiento y mientras caminaba hacia la puerta me indicó claramente: “Todo esto hay que tirarlo a la basura”. Mi sonrisa de circunstancia se transformó en una mueca de historieta de terror: durante días había estado pensando el momento en que El Maestro me oriente sobre qué hacer con el material que habíamos filmado en el último concierto de Sui Generis.
Le pido que me permita armar una sola canción. “Usted la ve y luego toma una decisión definitiva”, atiné a responder. Desde la altura de sus potentes anteojos, Nilsson detuvo su marcha. Creo que me miró de alguna manera, no con los ojos, y luego de una pausa exacta me dijo: “Está bien”. Se fue.
De esa pequeña pausa que Nilsson se había tomado, de esa después comprendida provocación, nació Adiós Sui Generis, una de las más bellas y excitantes experiencias que me dio el cine.
Hijo y nieto de pioneros, Nilsson había vivido aquellos momentos heroicos, románticos e irrepetibles del cine nacional como un adolescente exigido. Esa fue su escuela primaria, su lugar de partida, para lo que después iba a concretar en desafíos y audacias. Sus películas, en general a contrapelo de todo lo que indicaba el buen sentido, no escatimarían turbulencias y provocaciones. Había aprendido, eso sí, que la verdad no estaba alejada del dolor. De allí su dureza, su clima severo y potente, su increíble dulzura.
Lo esperaba en el mismo pasillo. Sabía que esa tarde iba a tener la definición del censor y que se jugaba el destino de la película. Una película imposible, filmada en cuatro días, en dieciséis milímetros, que registraba un momento nuevo entre quienes se volcaron al rock and roll. Cuatro adolescentes músicos habían llenado dos veces el Luna Park en la misma noche y tocaban por última vez juntos, cerrando un ciclo. Se veían rostros, gestos, pelos y maquillajes jóvenes que no estaban en matrimonio con una realidad violenta y tripleada.
Cuando apareció, mi entusiasmo encegueció su expresión. “La prohibieron”, expresó. “¿Para qué edad?”, pregunté. “La prohibieron –repitió–, no se puede exhibir de ninguna manera.” Allí noté su estatura: algo me decía que esos son los momentos en los que encontraba su medida. Cuando el desafío era injusto, grande, tanto más aparecía ese hombre que todos imaginábamos: su fuerza se revelaba intensa; su inteligencia, feroz. Y agregó: “Además, me preguntó si usted era judío...”.
Hacía unos años que me había atrevido a llamarlo por teléfono. Andaba sin trabajo y me había enterado de que Torre Nilsson iba a empezar un largo. Su respuesta inmediata me iba a permitir compartir con tantos otros la filmación de El Pibe Cabeza, La guerra del cerdo y Piedra libre. Estar cerca de Torre Nilsson en esas experiencias me significó sentirme protegido. Cada decisión tomada, cada ángulo de cámara o la indicación a un actor, estaban revestidos de una particular visión creadora. No todos exactos, aunque sí jugados, riesgosos.
Algo indecible emanaba de sus gestos, alguna luz se filtraba siempre en sus palabras que indicaban. La conclusión fue rápida: era un Grande, uno de esos que por intensidad y pelotas materializaba el lugar del luchador, del hombre identificado con la vida y el talento.
Finalmente, Adiós Sui Generis fue prohibida para menores de 18 años. Y se estrenó en el cine Plaza, donde Torre Nilsson y Beatriz Guido se confundían con los pelos, máscaras y ruidos que provocaban los por entonces jóvenes que prometen todavía. Fue el 6 de septiembre de 1976. De noche. Dos años después, el 8 de septiembre de 1978, Torre Nilsson moría en una clínica de la ciudad. Qué puta casualidad: hacía unos meses nomás se había muerto mi viejo.

* Director de Adiós Sui Generis y Los chicos de la guerra, entre otros films.

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