PSICOLOGíA › EN EL MARCO DEL “ACONTECIMIENTO POLITICO INEDITO” CREADO POR LAS ABUELAS

La disyuntiva ética del hijo arrancado

Para el autor de esta nota, “la propuesta ética que más corresponde a la posición política de las Abuelas de Plaza de Mayo” no es efectuar análisis genéticos forzosos a posibles hijos de desaparecidos, sino tratar de situarlos “ante el deber ético de asumirse como hijos de un deseo del que sus padres jamás renegaron”.

Por Samuel Basz *

La obligatoriedad de la prueba de filiación por ADN, si bien puede aportar exactitud respecto de la identidad de un sujeto en términos de lo definido desde la ciencia como herencia genética, establece –si el sujeto mismo no es imputado de ningún delito y rechaza este saber– una vía que merece consideraciones críticas. Trataremos de trabajar esa crítica en la interfase del psicoanálisis con la perspectiva que implica el acto de invención de las Abuelas de Plaza de Mayo.
El acto de las Abuelas es un acontecimiento político inédito por la promoción de la causa del deseo a partir de la angustia subjetiva. Es la admisión del objeto causa del deseo sobre el fondo de un duelo, cuyo trabajo está trabado por la expropiación violenta del objeto del deseo instalado por el amor. La dimensión ética que supone esta invención política es más compatible con la propuesta de una elección forzada en la ética del deseo que con un forzamiento en lo real del organismo.
En su Seminario 11, Jacques Lacan introduce la elección forzada, en la ética del deseo mediante el ejemplo del sujeto que, bajo amenaza, debe elegir: “¡La bolsa o la vida!”. Si elige quedarse con la bolsa, perderá la vida y, con ella, también la bolsa; si elige quedarse con la vida, quedará desprovisto de bolsa; deberá pagar un precio.
Esta elección forzada se ubica en un plano ético; implica admitir la única salida posible para defender un valor supremo. La propuesta ética que más corresponde a la posición política de las Abuelas no es, me parece, sacarle sangre a la fuerza a alguien para luego informarle de quién es hijo, sino –como lo vienen haciendo mediante el teatro, la televisión, las películas, los medios de comunicación– llegar a los jóvenes que pudieran ser hijos de desaparecidos para situar a cada uno de ellos en una elección forzada en la ética del deseo. El sujeto podrá elegir la ignorancia, que tal vez lo deje tranquilo pero al precio de perder su dignidad; la dignidad que se vincula con su origen como sujeto deseante. O bien podrá pagar el precio de saber, el que debe pagar para ser digno de su origen.
“Puerto de partida” se llama un video de difusión de las Abuelas de Plaza de Mayo: el nombre me parece un hallazgo, ya que el puerto de partida subjetivo de estos jóvenes no es el de sus apropiadores. El puerto de partida de estos hijos es el deseo de sus padres, porque sus padres nunca renunciaron a su deseo respecto de ellos: sus padres no los dieron en adopción, sino que ellos fueron robados, arrancados. En relación con esto debe plantearse la elección forzada.
Lo cual es distinto al forzamiento que, por medio de una verificación técnico científica, aporte datos para una exactitud que no hay que confundir con la verdad que conviene a lo que un sujeto –que por otra parte no es acusado de ningún crimen– está en condiciones de admitir como saber.
La prudencia autoriza a detenerse allí donde no se pueden calcular los efectos de una inyección del saber de lo real de la ciencia en una trama subjetiva que no quiere saber. Violentar ese no querer saber puede provocar, desde una irrupción de angustia masiva, a fenómenos de despersonalización de distinta gravedad, muy profundos e irreversibles, si ese rechazo a saber es un modo de suplencia de una falla simbólica, suplencia cuya conmoción puede desencadenar una catástrofe subjetiva.
Es mejor seguir encontrando cada vez los medios adecuados para interpelar al sujeto y que éste se vea enfrentado a una elección forzada en el plano ético.

“Identidad acorde”

Cuando nos enfrentamos a la problemática del robo de bebés (o la política de exterminio por otros medios), se forja la impresión de que los torturadores y asesinos autóctonos eran racistas sui generis, de un tipo bastante retorcido, de una clase no tan simple como puede creerse a primera vista. Sus afanes de exterminio físico se detuvieron en numerosas oportunidades frente a los hijos de sus víctimas, en general nacidos en cautiverio: se propusieron atravesar la barrera de la determinación de una genealogía genética y torcer la historia contando más bien con la eficacia de las identificaciones, entendiendo que se podía construir en los niños expropiados una identidad más allá de la de los padres que los habían engendrado. Si hubieran sido racistas comunes, con tanto odio asesino y con ese poder discrecional, hubieran aniquilado físicamente también a la descendencia. Con algún oscuro propósito quisieron desafiar el límite real que implica la herencia de sangre.
Creyeron más bien en la eficacia de las maniobras identificatorias. Quisieron imponer las inoculaciones de su narcicismo megalomaníaco, ejerciendo así un rechazo canalla de lo que es verdaderamente determinante en la constitución del sujeto humano, que es el amor, cuando el amor está habitado por el deseo.
En cada rapto de bebés, los exterminadores locales y sus asociados pretendieron aplastar una y otra vez y cada vez para siempre lo más humano, lo más singular, lo más íntimo, en fin, pretendieron borrar de un golpe la dimensión subjetiva, en todos los actores de la tragedia, cuando se apropiaban del fruto del deseo de sus víctimas. En ese brete no pudo haberse metido ningún hombre de bien.
Al rechazar el valor del deseo, estos canallas no podían contar con que el mundo de la subjetividad humana seguía vigente más allá de sus maniobras truculentas; no contaron con la perseverancia del deseo de quienes amaron a sus hijos, no pudieron calcular la fuerza de la vida cuando es iluminada por una decisión ética.
El mundo de la subjetividad es el mundo de la responsabilidad, de los principios, del hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. En este mundo, el que los asesinos quisieron borrar, entraron a tallar las Madres, las Abuelas, esas mujeres maravillosas. Digo mujeres, porque es sustancialmente en tanto mujeres como pudieron inventar una perspectiva política inédita –y esto lo sostengo como analista–; y digo maravillosas con el cariño, el respeto y la responsabilidad que me concierne como ciudadano. Estas mujeres entienden profundamente que es el contenido moral de la lucha de sus hijos lo que decide su significación política, mucho más que una eventual identidad de coincidencias estratégicas o tácticas.
El psicoanálisis nos enseña que no es en las identificaciones, necesariamente alienantes, donde se juega lo esencial del sujeto respecto de lo que puede llegar a saber hacer con su vida.
Por supuesto que el sujeto se sirve de esas identificaciones, pero la inclusión del deseo en su existencia requiere dar un paso más allá de ellas; ése es el paso que intentan bloquear una y otra vez los que se autorizan a ser propietarios de un ser humano cuando se proponen dejar en la trampa de un cinismo piadoso a quienes arrancaron violentamente la humanidad de su historia.
Sabemos hasta dónde pueden llegar las justificaciones delirantes de los apropiadores cuando argumentan que con ellos se iba a construir en esos niños una identidad acorde a los mejores ideales de tradición, propiedad y familia. Sabemos también que, al desconocer que el deseo preexiste a todo efecto posible de sujeto, condenaron a la peor de las desgracias del ser a los mismos que dicen querer. Tal vez los puedan querer, pero solamente desde un yo insuflado por el goce de un narcisismo egoísta. Ellos también están condenados, y están condenados por su propio mal decir; permanecen irremediablemente ahogados en su propia maldición y por eso nunca podrán querer verdaderamente lo que se robaron, nunca podrán querer a esos hijos desde la ética del deseo. En esto, esos jóvenes son hijos ilegítimos delos apropiadores. Y por eso conviene que el camino para legitimar su filiación sea trazado desde una opción de elección forzada en una lógica del deseo.

Hueso del asunto

En lo esencial del lazo social que instituyen las Abuelas, más allá de las trampas de toda identificación idealizante, hacen público lo que entendieron desde su experiencia más íntima, y es que el hueso del asunto pasa por la responsabilidad del sujeto en tanto sujeto del deseo. Y saben muy bien lo que deben hacer a partir de un solo compromiso: ser fieles a la condición más humana de sus hijos cuando esa condición, que es el deseo, se encarna en la existencia misma de sus nietos.
Es llevando a su límite, a su máxima expresión, agotando casi la dialéctica con el Otro del amor, como se transmite e instituye el deseo; y ésa es la vía –no la de la identificación– por la que el sujeto se apropia de lo más íntimo y singular de su ser, lo que va a funcionar como la causa de su deseo, y lo que al fin y al cabo lo habilita para asumir dignamente la responsabilidad por la consecuencia de sus actos.
Las Abuelas entienden muy bien que, en lo esencial, no se trata de la coincidencia con los ideales estratégicos o tácticos de sus hijos; lo fundamental a lo que apelan respecto de sus nietos no es que ellos se identifiquen necesariamente con la identidad política de sus padres desaparecidos. Lo fundamental, y esa es la tremenda apuesta ética, es demandarles que se asuman como hijos del deseo. Recordarles que ellos también tienen, en cierto sentido, una deuda; que tienen el deber moral de asumirse como hijos del deseo de sus padres porque se trata de un deseo del que sus padres nunca, por ningún motivo que se pueda constatar, ni retrocedieron ni renegaron.

* Psicoanalista. Autor del libro Condiciones de la práctica analítica, Diva, Buenos Aires, 2004.

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