PSICOLOGíA › EL MILENARIO JUEGO Y OTRAS ACTIVIDADES “AUSTERAMENTE FRIVOLAS”

Niño del ajedrez

En 1971, el gran George Steiner publicó un ensayo inspirado en el ajedrecista Bobby Fischer –que falleció hace una semana–. Hay sólo tres campos donde los hombres logran brillar antes de la pubertad: son campos “austeramente frívolos”, y uno de ellos es el ajedrez.

 Por George Steiner *

Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos campos son: la música, las matemáticas y el ajedrez. Mozart compuso música de indudable calidad y encanto antes de los ocho años. Se dice que a los tres años Karl Friedrich Gauss hacia cálculos de cierta complejidad, y antes de cumplir los diez demostró ser un aritmético prodigiosamente veloz y serio. A los doce años Paul Morphy venció a todos sus contrincantes en Nueva Orleans, proeza nada desdeñable en una ciudad que hace ya un siglo contaba con ajedrecistas de primer orden. ¿Se trata de elaborados reflejos miméticos, de proezas que puede lograr un autómata? ¿O acaso es verdad que estos maravillosos y diminutos seres verdaderamente pueden crear? Las Seis sonatas para violines, violoncelo y contrabajo compuestas por el niño Rossini en el verano de 1804 están evidentemente influidas por Haydn y Vivaldi, pero las principales líneas melódicas son de Rossini, y maravillosamente originales. A los doce años Pascal descubrió por su cuenta los axiomas y las proposiciones esenciales de la geometría euclidiana. Las primeras partidas de Capablanca con Alekhine de las que tenemos noticia, revelan un estilo personal. Ni la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov ni la de la mimesis de los simios puede explicarlo. En estos tres campos se producen a menudo creaciones memorables a una edad increíblemente precoz.

¿Existe una explicación? Se ha intentado encontrar una relación entre esas tres actividades: ¿en qué se parecen la música, las matemáticas y el ajedrez? Es el tipo de pregunta que demanda una respuesta tajante, o mejor dicho clásica. (La idea de que en efecto existe una profunda afinidad entre las tres actividades no es nueva.) Pero casi todo lo que encontramos son metáforas o indicaciones vagas. La psicología de la creación musical como algo diferenciado del mero virtuosismo interpretativo, prácticamente no existe. A pesar de algunas orientaciones fascinantes de Henri Poincaré y Jacques Hadamard, no se sabe casi nada sobre los procesos intuitivos y racionales de los descubrimientos matemáticos. Fred Reinfeld y Gerald Abrahams escribieron notas interesantes sobre “la mentalidad del ajedrecista”, pero no han probado que tal cosa exista, y si existe en qué se basan sus extraños poderes. En cada uno de estos campos, la “psicología” es nada más que un anecdotario donde se destacan las destrezas de ejecución y creación de los niños prodigio.

Reflexionando, dos cosas resultan sorprendentes. Al parecer, la formidable energía mental y la capacidad combinatoria con fines determinados que posee el niño genio en música, matemáticas y ajedrez, están prácticamente aisladas de los rasgos normales de madurez cerebral y física. Un prodigio musical, un niño compositor o director de orquesta, puede seguir siendo niño en todos los otros aspectos; puede ser ignorante y caprichoso como cualquier otro niño de su edad. No existen pruebas para afirmar que la conducta de Gauss cuando era niño, su coherencia emocional o facilidad de expresión, hayan sobrepasado las de otros niños; era adulto –y mucho más adulto que un adulto normal– sólo en relación a los conocimientos numéricos y geométricos. Cualquiera que haya jugado al ajedrez con un muchacho muy joven y especialmente inteligente, habrá notado la diferencia casi escandalosa que existe entre la astucia y sofisticación analítica de sus movimientos sobre el tablero y su comportamiento infantil cuando las piezas ya han sido guardadas. He visto a un niño de seis años usar la defensa francesa con habilidad implacable, y convertirse segundos después de terminada la partida en un mocoso gritón e insoportable. Resumiendo, suceda lo que suceda en el cerebro y el sistema nervioso de un joven Mendelssohn, un Galois o un Bobby Fischer, el niño travieso que hay en cada uno de ellos parece vivir radicalmente aislado. Si bien las recientes teorías neurológicas sostienen una vez más la posibilidad de localizaciones específicas –la idea ya conocida por la frenología del siglo XVIII de que existen en el cerebro humano diferentes áreas para diferentes habilidades o potencialidades–, todavía no hay pruebas decisivas. Es cierto que hay centros sensoriales específicos; pero no sabemos de qué modo la corteza cerebral divide sus múltiples tareas, si es que las divide.

La música, las matemáticas y el ajedrez son esencialmente actos dinámicos de localización. Se colocan fichas simbólicas en casilleros significativos. Las soluciones –se trate de una disonancia, una ecuación algebraica o una impasse posicional– se logran mediante el reagrupamiento o reordenamiento secuencial de las unidades individuales y el conjunto de unidades (notas, número, torres o peones). El niño prodigio, como un adulto, puede visualizar de manera instantánea y al mismo tiempo extraordinariamente segura cómo estarán las cosas luego de varias jugadas. Anticipa la lógica, el desarrollo armónico y melódico necesario si se trata de una relación de clave inicial o de los preludios de un movimiento. Conoce el orden, la dimensión exacta de la suma o la figura geométrica antes de dar los pasos intermedios. Predice el jaque mate en seis jugadas porque la victoriosa posición inicial, la configuración más eficiente de sus piezas en el tablero, se encuentra “allí” de cierto modo, clara y precisamente enfocada por su mente. En cada caso, el mecanismo cerebral-nervioso da un auténtico salto hacia el “espacio subsiguiente”. Es muy probable que se trate de una habilidad neurológica (estamos tentados de decir neuroquímica) extremadamente especializada y aislada del resto de las facultades mentales y fisiológicas, y capaz de desarrollarse con increíble rapidez. Cualquier estímulo casual –una melodía o progresión armónica que suena en la habitación de al lado, una lista de números en la vidriera de un negocio, la visión de las jugadas iniciales de una partida de ajedrez en un café– provoca una reacción en cadena en determinada zona de la muerte. Y el resultado es una maravillosa monomanía.

La música y las matemáticas son dos milagros extraordinarios de la raza humana. Lévi-Strauss considera la invención de la melodía como “una clave para el misterio supremo” del hombre, una pista que nos podría conducir, si pudiéramos seguirla, a entender la estructura y el carácter diferencial de la especie. El poder de las matemáticas para generar acciones a partir de motivos tan sutiles, ingeniosos y complejos como cualquiera de los que ofrece la experiencia sensorial, y desarrollar un inagotable movimiento que se genera a sí mismo, es una de las marcas más extrañas y profundas que el hombre deja en este mundo. Por otra parte, el ajedrez es un juego en el que treinta y dos piezas de marfil, cuerno, madera, metal o (en los campos de concentración) aserrín pegado con betún son movidas en un espacio de sesenta y cuatro casillas de colores alternados. Para el aficionado, semejante descripción es una blasfemia. Los orígenes del ajedrez están rodeados de controversias, pero indudablemente este pasatiempo aparentemente trivial ha sido para muchas personas y a lo largo de los siglos, una realidad, un foco de emociones a veces más sustancial que la vida misma. Los naipes pueden llegar a significar la misma idea de absoluto. Pero su magnetismo es impuro. La pasión por el whist o el poker está relacionada con la magia universal y evidente del dinero. En el ajedrez, el estímulo monetario –si existe– siempre es mínimo o incidental.

Para un verdadero jugador de ajedrez, el acto de mover treinta y dos piezas en un espacio de 8 x 8 casillas es un fin en sí mismo, un mundo muy completo al lado del cual la vida biológica, política o social resulta desordenada, aburrida y contingente. Hasta el patzer, el pobre aficionado que sale corriendo con su caballo cuando el alfil de su contrincante se larga a D4, siente esa fascinación diabólica. Hay momentos mágicos en los que criaturas completamente normales dedicadas a otra cosa, hombres como Lenin o yo mismo, sienten la tentación de renunciar a todo –matrimonio, hipoteca, carrera o Revolución Rusa– para pasar días y noches moviendo pequeños objetos tallados arriba y abajo sobre un tablero cuadrado. Ante el tablero, aun cuando sea el más barato de los juegos portátiles de plástico, nuestros dedos se crispan y un leve escalofrío recorre la columna vertebral. Y no se trata de ganar dinero ni obtener conocimientos o renombre, sino de un encantamiento autista, tan puro como los cánones invertidos de Bach o la fórmula de los poliedros de Euler.

Allí radica indudablemente una de las verdaderas conexiones. A pesar de su riqueza de contenido, de toda la historia y las instituciones sociales relacionadas con ellas, la música, las matemáticas y el ajedrez son actividades maravillosamente inútiles (las matemáticas aplicadas son una especie de plomería sofisticada, o de música para ser interpretada por la banda de policía). Son metafísicamente triviales e irresponsables. Se resisten a conectarse con el mundo y aceptar la realidad como árbitro. Este es el secreto de su fascinación. Nos hablan –al igual que ese procedimiento más reciente llamado arte abstracto– de la capacidad del hombre para “crear cosas al margen el mundo”, de inventar formas alocadas, totalmente inútiles, austeramente frívolas. Dichas formas no toman en cuenta la realidad y, por lo tanto, son ajenas –como ninguna otra cosa– a la autoridad banal de la muerte.

Las asociaciones alegóricas de la muerte con el ajedrez son proverbiales: en los grabados medievales, en los frescos renacentistas y en las películas de Cocteau y Bergman. La muerte gana la partida, pero al hacerlo se somete –aunque sea momentáneamente– a leyes que están fuera de su dominio. Los amantes juegan al ajedrez para detener el tiempo y abolir el mundo. Eso ocurre en el poema de Yeats, Deirdre: “Sabían que nada podía salvarlos;/ así jugaron al ajedrez como lo habían hecho noche tras noche/ durante años, y esperaron el golpe de la espada./ Nunca oí hablar de una muerte tan distante/ de las almas vulgares, un final tan bello y tan altivo”.

Es ese ostracismo en relación a la muerte cotidiana, esa inmersión en una esfera diáfana y cerrada, lo que debe lograr el poeta o novelista que elige el ajedrez como tema. El escándalo o la paradoja de una trivialidad esencial, debe convertirse en algo psicológicamente verosímil. Por eso resulta difícil triunfar en este género. Master Prim (1968), de James Whirfield Ellison, no es una buena novela, pero tiene algunos momentos interesantes. Al narrador, Francis Rafael, le encargan hacer un reportaje a Julian Prim, estrella ascendente del ajedrez norteamericano. Al principio, el periodista (maduro, respetuoso de las convenciones y serio hasta la médula) y el ajedrecista de diecinueve años no se llevan bien. Prim es arrogante y mordaz, y se comporta como un cachorro de dientes afilados. Rafael, por su parte, soñó alguna vez con llegar a ser un ajedrecista famoso. En la escena más atrapante de la novela –una serie de partidas entre Julian y algunos miembros del Gotham Chess Club, donde cada jugada debe durar menos de diez segundos– se enfrentan el escritor y el joven imbatible. Rafael gana una partida, y a partir de allí surge entre ellos “una especie de masonería de respeto mutuo”. Al llegar a la última página, Prim ya ha ganado el campeonato de los Estados Unidos y está comprometido con la hija de Rafael. El libro de Ellison contiene todos los elementos de una novela á clef. La personalidad y la carrera de Julian parecen calcadas de las de Bobby Fisher y su antagonismo personal y profesional con Samuel Reshevsky –conflicto inusual por su vehemencia, incluso en el mundo extremadamente competitivo del ajedrez. Eugene Berlin, el Reshevsky de Ellison, es el campeón reinante. En la partida que constituye el clímax demasiado obvio, Julian le arranca la corona a su odiado contrincante. La partida misma, que comienza con un peón de la reina, carece de interés aunque esté basada en una partida real. El tratamiento de la defensa de Berlín no tiene el menor vuelo imaginativo, y el triunfo de Julian en la jugada veintidós no se merece la efusiva reacción del novelista y menos todavía el campeonato. Los incidentes menores y los personajes secundarios también están rigurosamente basados en la realidad. Ningún aficionado podría dejar de reconocer a los hermanos Sturdivant o engañarse sobre el Gotham Club. Pero lo que sí trasmite Ellison es la extraña y soterrada violencia que genera el ajedrez. Derrotar a un ajedrecista y soterrada violencia que genera el ajedrez. Derrotar a un ajedrecista es humillar las raíces de su inteligencia; derrotarlo con facilidad es desnudarlo. Durante una noche de fiesta en Manhattan, Julian se pone a jugar con Bryan Pleasant, estrella del cine británico, con un solo caballo a un dólar la partida. Julian gana una y otra vez “con su reina que aparece y destroza al enemigo com una encolerizada bestia salvaje”. En un despliegue de virtuosismo, Julian se permite cada vez menos tiempo; hasta que la violencia brutal de su talento de pronto lo espanta: “Es como una enfermedad... Te ataca como una fiebre y se pierde el sentido de las cosas... Quiero decir, ¿a quién se puede derrotar en quince segundos? Aunque seas Dios. Y yo no soy Dios. Es estúpido decir esto, pero a veces tengo que hacerlo”.

El hecho de que el ajedrez puede ser un íntimo aliado de la locura es el tema de Partida de ajedrez, la famosa novela de Stefan Zweig publicada en 1941. Mirko Czentovic, el campeón mundial, se encuentra a bordo de un lujoso transatlántico con rumbo a Buenos Aires. Por doscientos cincuenta dólares la partida, Mirko acepta jugar contra un grupo de pasajeros y los derrota con una facilidad despreciativa. Hasta que un misterioso jugador se une a los aficionados. Czentovic y su rival quedan en tablas. Su rival resulta ser un doctor vienés que había estado preso, incomunicado por la Gestapo. Durante su prisión, el único vínculo con la realidad fue un viejo tratado de ajedrez. El doctor B. ha memorizado las ciento cincuenta partidas del libro y las juega mentalmente infinidad de veces. Conociendo perfectamente cada partida, logra una velocidad enloquecedora en su juego mental; sabe cómo van a responder las negras antes de mover las blancas. El campeón mundial acepta jugar una segunda ronda. El sorprendente personaje gana la primera partida. Czentovic disminuye el ritmo del juego. Enloquecido por lo que resulta para él un tempo insoportable y por la sensación absoluta de déjá vu, el doctor B. siente que se vuelve esquizofrénico y abandona en mitad de la brillante partida. Esta fábula macabra done Zweig nos transmite la sensación de un verdadero juego entre maestros (sugiriendo cada partida en lugar de describir las jugadas) subraya los elementos esquizofrénicos del ajedrez. Estudiando las aperturas y jaques y repitiendo partidas famosas, el ajedrecista es negro y blanco al mismo tiempo. Al jugar, la mano apoyada del otro lado del tablero es en cierto sentido su propia mano. El ajedrecista está, por decirlo así, dentro del cerebro de su contrincante viéndose a sí mismo como el enemigo y tratando de contrarrestar sus propias jugadas, e inmediatamente después se vuelve a meter en su propia piel para buscar un golpe al contragolpe. En el juego de naipes las cartas del adversario permanecen ocultas; en el ajedrez sus piezas están expuestas, invitándonos a que observemos las cosas desde su punto de vista. Existe por lo tanto en todo jaquemate lo que se llama literalmente “suimate” –un problema de ajedrez donde el que lo resuelve tiene que mover sus piezas para darse jaque-mate a sí mismo–. En una partida entre jugadores de igual capacidad, si se nos derrota nos derrotamos al mismo tiempo a nosotros mismos. De allí el gusto a ceniza en la boca.

* Fragmento de “Muerte de reyes”, en Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución del lenguaje (Ed. Adriana Hidalgo, trad. Edgardo Russo).

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Imagen: Pablo Piovano
 
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