SOCIEDAD › AUMENTAN LAS CREMACIONES, NO HAY CORTEJOS, SE LLENAN LAS MORGUES Y SE RECICLAN MAS CAJONES

La muerte está en crisis

 Por Alejandra Dandan

Algún día, tal vez en unos cuantos años, alguien tomará un libro de historia para saber cómo eran los ritos con que los argentinos enterraban a sus muertos y verá que algo cambió en 2002. No es que se están terminando las muertes, que no bajan de unas 250 mil por año. Lo que se está modificando son las costumbres y, entre ellas, las del entierro. Este año, en función de la variable costo-beneficio, los porteños cambiaron los entierros por el fuego del crematorio. Sólo en Chacarita el número de las llamadas “cremaciones voluntarias” creció tres veces. En ese contexto, aumentaron en los hospitales otros parámetros también críticos: los servicios gratuitos para sepelios. Los trámites pedidos pasaron de 395 mil en 2001 a más de 500 mil hasta mayo de este año. La demanda explosiva generó todo tipo de problemas: falta de refrigeración en las morgues, temores fundados de “embotellamientos” de cadáveres y hasta el reciclado de los cajones para muertos.
Los embotellamientos son algunos de los problemas de tránsito en las grandes ciudades. Nadie se sorprendería con eso. ¿Pero qué sucedería si la misma situación ocurre dentro de un hospital? ¿Y justo en la morgue? Luis Calvo es el interventor porteño de Cementerios: “El sistema de salud –dice– colapsó: los hospitales no tienen presupuesto; los servicios de cobertura médica están depreciados y la crisis dejó a las familias sin ingresos para los entierros”.
Hace algunos meses, Cementerios creo un área especial para atender cuestiones de la nueva pobreza. El departamento del servicio social atiende a las personas que no cuentan con el presupuesto para los entierros. “Ya no podemos llamarle servicio para indigentes –sigue el funcionario–: lo que hacemos es directamente un tratamiento de la emergencia social.” Calvo plantea dos nuevos emergentes de la crisis: el volumen de público y el cambio en los perfiles de los asistidos.
Entre los “urgidos” no están sólo los pobres estructurales. Forma parte de aquel universo el sector de la clase media que antes recurría a las obras sociales o a las prepagas para recrear las ceremonias con las que comenzaban el duelo de sus seres queridos.
Lidia Golasso es una de esas mujeres en emergencia. Hace un año puso en venta la bóveda familiar donde se alojaron sus abuelos durante décadas. La bóveda está en Avellaneda, tiene buena estructura y ocho catres. Cuando comenzó a ofrecerla pedía 4000 pesos. Pero nadie preguntó por la oferta. Lidia ahora cambió de estrategia. Hace publicidad, gratis, en radio. Es que le preocupan los gastos: “La municipalidad nos cobra 50 pesos, que es una suma importante, y otro problema son los cuidadores”: mantener la vieja casa fúnebre de sus abuelos le sale a los Golasso 150 pesos mensuales.
Lejos de Avellaneda, de la bóveda y de la situación particular de esta mujer, los hospitales porteños también comenzaron a obtener indicadores de los cambios de hábito del público de la vieja y caída clase media. Héctor Pascuchelli es el jefe del área de Anatomía Patológica del Ramos Mejía. Hace algunos meses se encontró con los primeros síntomas de lo que poco más tarde se iría convirtiendo en una tragedia. Los cuerpos de los recién fallecidos en el hospital ya no eran trasladados como antes, inmediatamente después de la muerte. Permanecían allí durante horas, a veces nadie pasaba a buscarlos, no había reclamos ni siquiera de aquellos familiares que hasta ese momento daban vueltas por el edificio cuidando al enfermo. Eran todos cuerpos sin dueños. Muertos que nadie reclamaba. El cúmulo de cuerpos pone en jaque la eficiencia del servicio de la morgue, allí y en el resto de los hospitales de la ciudad. Además de la demanda, los servicios están entorpecidos por factores que en forma indirecta también tienen que ver con el aumento de población asistida y la falta depresupuesto para atenderla. “Hay denuncias por demoras en los trámites legales”, dice ahora una fuente de la Dirección de Cementerios sobre los trámites que realizan los departamentos de ingresos y egresos de cada hospital. Las desinteligencias o los conflictos internos retrasan los trámites, la salida de los muertos y son una de las posibles causas de la acumulación de cuerpos en las morgues, edificios pobres, deficientes y con gravísimos problemas de infraestructura. “Hay fallas en el sistema de refrigeración de las cámaras frigoríficas de las morgues –indica la fuente consultada– y, sin la temperatura adecuada, los cuerpos se descomponen con más facilidad.” Este es uno de los puntos más delicados de la emergencia. Que no sólo es una emergencia: es un peligro.
Con la morguera saturada
No fueron ni los directores de los hospitales ni los funcionarios del cementerio quienes primero mencionaron a la “morguera” como una de las pocas instituciones en vías de expansión en Buenos Aires. A quien más le interesa el tema es a la Cámara Metropolitana de Sepelios Fúnebres.
Norberto Cúfaro es el presidente de la cámara: “Ya ni siquiera respetamos a los muertos –dice–: la gente no piensa como antes. ¿Usted vio el trabajo que tiene la morguera por estos días?”.
¿La morguera? Sí. Existe. Es un furgón viejo de la ex Municipalidad de la Ciudad que históricamente recorre una vez por semana los 33 hospitales porteños en busca de muertos. El servicio estaba destinado a los sectores de bajos recursos y los N.N., es decir a los homeless o quienes llegaban al hospital sin familiares. Hasta fines del año pasado, la morguera no había modificado su rutina semanal. En marzo esa agenda prolija y organizada se hizo trizas: la única morguera del Estado ya no alcanza para recoger a los muertos.
–¡Estamos colmados! –dice ahora Juan Carlos Calvo, de Cementerios–. Estamos pasando tres veces más, llevándonos seis o siete cuerpos cada vez. Y no damos abasto.
Calvo está preparando en estos días un pedido formal para aumentar la flota. Necesita uno o dos móviles más para cubrir la demanda de los hospitales atestados de pedidos de asistencia gratuita para sepelios.
Donato Spacavento es el director del Argerich, y uno de los que advirtió las dimensiones de la bancarrota de los sectores medios. En el Argerich la demanda de trámites gratuitos este año se duplicó. Sin embargo, para Spacavento lo atípico no son los volúmenes de trámites sino el tipo de los pacientes, familiares y muertos. El funcionario considera que hay patologías típicas de los sectores medios y otras habituales entre los pobres. En el hospital en este momento están apareciendo sintomatologías de las que hasta ahora no tenían registros. No son enfermedades nuevas. Lo nuevo, dice, es su presencia en el Argerich: “Son enfermedades como la esclerosis que hasta ahora la gente solía tratar a través de las obras sociales o prepagas”.
Dadas las condiciones generales del sistema, la sensación de colapso y la agudización de la crisis en todo el país, la muerte se está convirtiendo en una verdadera maldición incluso para los propios muertos. Ser pobre, desempleado y morir en el camino es una de las peores fatalidades para un argentino. Quien llega a la morgue no sólo deberá esperar un turno en la morguera o esperar que el sistema de refrigeración no acelere un proceso que mejor se soporta bajo tierra. Además de todo eso, el finado deberá cultivar sus relaciones públicas con los dioses o los hacedores de ataúdes para funerales. “Hemos tenido que ponernos menos estrictos con los cajones –explica Calvo–: ahora volvemos a usar los usados que antes, como son de mala calidad, quemábamos.”
Históricamente la ciudad tuvo dos tipos ataúdes para pobres. Unos eran los cajones de mala calidad provistos por las funerarias para la poblaciónasistida por el servicio para indigentes. Los otros eran cajones que iban al crematorio sin pasar por tierra. Como el cajón casi no se usaba volvía a entrar en circulación. Ahora, eso se amplió: “Además de esos cajones que nosotros llamamos recuperables –continúa Calvo–, ahora recuperamos todo, también los malos: no podemos dejar los cuerpos abiertos eternamente”.
Hoguera de las vanidades
¿A cuántos muertos afectó la crisis? ¿Cuantos muertos hay por día en la ciudad de Buenos Aires? Las estadísticas computan entre 90 y 100 personas. Todos ellos, ricos o pobres, acaudalados o no, intelectuales u obreros comienzan su descanso eterno por el mismo lugar: Chacarita. Allí hacen los trámites legales quienes serán enterrados en los cementerios públicos, los que optarán por uno privado o quienes decidan sumarse a la hoguera de las cremaciones.
Buenos Aires tiene un solo crematorio, funciona en Chacarita. Así como en el país existe un promedio histórico y relativamente constante de muertos, también existe un promedio histórico de cremaciones. Ese indicador siempre fue de 8 por ciento. Los datos son de la Cámara Metropolitana de Sepelios desde donde ahora advierten tiempos de cambio: de acuerdo con la Cámara el 60 por ciento de los muertos va ahora al crematorio: “Está de moda –dice Cúfaro–, a todo el mundo se le ha dado por las cremaciones y después no sabe qué hacer con las cenizas. En la India, al menos la gente tiene al Ganges, ¿pero acá para qué las quieren?”.
Hay quienes arrojan las cenizas en los estadios de fútbol, hay otros que peregrinan hasta el Parque Cervecero de Quilmes para dejarlas ahí. Pero la mayoría, dice ahora María Soto, una de las coordinadoras del Departamento de Servicio Social, guarda las cenizas de sus seres queridos en pequeñas vasijas que comienzan a acumularse en las casas. Este año, en la ciudad se multiplicaron por tres las cremaciones voluntarias. Pasaron de unas ocho mil en 2001 a 13.200 hasta septiembre de este año. La cantidad de todos modos no refleja la demanda real: “No hacemos más –advierte ahora Soto– porque los hornos no dan abasto”.
Elena Capiz es una de las mujeres que pasó ante un crematorio sin haberlo previsto antes. Hace veinte años, como otros tantos, se había reservado una parcela completa en el Jardín de Paz, uno de los cementerios privados de Pilar. “Todavía no había fallecido ninguno de mis seres queridos –dice– y económicamente uno podía acceder a esas cosas.” Hace unos años murió su papá, pero el país había cambiado, la historia también y las costumbres empezaban a hacerlo. Su mamá no quiso enterrarlo en el Jardín de Paz, lo quería más cerca, tal vez en su casa: “Con esta onda de la cremación –sigue Elena–, a ella se le había ocurrido que quería las cenizas más cerca”. A partir de ese momento, la relación con el Jardín de Paz cambió. La familia pagó las expensas durante un tiempo, pero la parcela consumía el dinero de la vida de todos los días: “Empecé ofreciendo la parcela con avisos en los diarios –dice la mujer– y después, cuando me quedé sin trabajo, seguí con Segundamano”. Nunca la llamaron. Ahora Elena necesita un placard. Volvió a ofrecer la parcela esta vez en un aviso gratuito y por radio. Entre las opciones, pone el dinero que pide y otra opción: “Vendo o permuto por placard”.

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