SOCIEDAD › EL VENDAVAL ARRASO EN MORENO Y DEJO A DECENAS DE FAMILIAS A LA INTEMPERIE

Seis minutos, una eternidad

Ayer, en los barrios afectados sonaban las sierras y los hachazos tratando de despejar los árboles caídos y reconstruir los techos arrancados de cuajo. Anoche, por segunda noche consecutiva, quedaron en medio de la oscuridad.

 Por Soledad Vallejos

Fueron seis minutos, pero en Moreno se sintieron como “una eternidad” que había empezado con una observación sencilla: “estaba nublado”. Ahora en el barrio La Porteña la tarde cae con una luz rosada tan pacífica que sólo los martillazos, las sierras eléctricas, las hachas recuerdan que todo sucedió el miércoles. Vanina dice que no se olvida más: los chicos “jugaban con unos cubos de madera”, su marido armaba unas puertitas “porque me había hecho finalmente la mesada de material”, ella cebaba mate. Porque sí, por nada en especial, su marido fue hasta la puerta de la casita de madera que albergaba la cocina. Había viento. “Se paró en la puerta, se dio vuelta y gritó ‘¡salgan!’. Y se cortó la luz.” Eran las siete de la tarde. “Mi marido había visto una masa de aire como... cómo decirte... ¿Viste la luz de tubo blanca? Eso. Como una masa de aire llena de chispas que avanzaba.” Entonces salieron. Un segundo después, el árbol del patio, con sus más de cuatro metros de altura y dos metros de circunferencia, partió la casita al medio. Vanina y su familia todavía tenían que zanjar dos metros, que separaban la casita de madera donde estaba el comedor de la casa de material, donde están los dormitorios.

Vanina no duerme desde la mañana del miércoles. Sus hijos tampoco. Su marido, sus vecinos, comparten el agotamiento. Pero en La Porteña, lo mismo que en La Victoria, lo mismo que en Rififí, y casi lo mismo que en Cascallares (donde algunos vecinos, “dicen pero no sabés”, fueron evacuados porque ningún techo resistió el aire embolsado), el ruido dice que el trabajo de reconstrucción no cesará mientras dure la luz de día. Para que se haga noche falta, todavía, una media hora. Mientras tanto hay que aprovechar, hay que seguir hachando, aserrando, lo que sea necesario, el árbol que partió la salita. “Lo único que nos protegió fue la fe en Dios”, susurra Vanina, que dice que al ver la caída del árbol intentaron protegerse en la otra casa, la de material, donde duermen. “El mismo aire no nos dejaba avanzar y entonces Dafne salió volando.” Volando, explica, de manera literal. Así de flaquita, así de chiquita es Dafne, la nena de “once, casi doce, cumple la semana que viene” y pelo larguísimo que se aprieta a su lado y baja la vista. La tormenta se la llevó “a la altura de ese techito, ¿ves? Hasta ahí nomás, porque mi marido es alto y llegó a agarrarla de los brazos”. Segundos después, “abrazados entre los seis”, empujando el viento, llegaron hasta la otra puerta. Escuchaban viento, más viento y a los vecinos gritar. Eran las siete y seis minutos. “Lo sé porque justo había visto el teléfono, y cuando entramos volví a verlo. No estamos preparados para estas tormentas tropicales. No sabemos qué hacer. No quiero una tormenta más en mi vida.”

Por La Porteña, dicen a este diario en cada cuadra, nadie ha visto pasar una ambulancia, una camioneta que lleve agua, alimentos, alguna ayuda. En Rififí y en La Victoria tampoco. Por eso la puerta de la salita de la zona hierve de mujeres haciendo pedidos: chapas, agua, comida para los chicos, abrigo. “Lo que sea, porque perdimos todo”, dice Daiana, que levanta la camiseta negra para dejar ver una espalda surcada de arriba a abajo por una quemadura. “Anoche me la hice. Estaba cocinando, se cayó un poste sobre la casilla, me di vuelta, me quemé.”

–¿Y en el hospital qué te dijeron?

–Nada, porque no fui. No puedo dejar solo lo que quedó. Igual me dijeron que está colapsado.

A la vuelta “mató a una señora un árbol”. Sólo por ella en estas calles de tierra hoy pasaron los bomberos: para sacarla de la casa. Vivía sola. “Y al fondo dicen que una chapa degolló a un hombre.”

En las esquinas los chicos encienden fogatas para iluminar lo que la luz eléctrica –caídos todos los postes, convertido en una inmensa extensión a oscuras Moreno, Merlo, Paso del Rey– no podrá alumbrar. Esquivando fango, Lourdes renquea barrio adentro. Anoche salió en medio de la tormenta con sus cuatro hijos, uno bebé de meses. Estaba en la casa. “Fue viento, corte de luz y salí” en medio de un aire surcado por cosas de todos los tamaños. Por centímetros una piedra inmensa no dio con la cabeza del bebé; con una chapa, su pie no tuvo tanta suerte. “Todo me llevó el viento. Todo”, cuenta, mientras se cruza con Ana, su amiga enfermera que pasa en bicicleta camino a buscar el tensiómetro con que medir la presión “a Benítez, que no está bien”. Benítez, el padrastro de Lourdes, es un hombre de 77 años, ojos claros, campera azul, mirada todavía asustada “por la tormenta”. “Falta que le pase algo nomás”, dice Lourdes, que ni hoy ni mañana ni el fin de semana podrá ir a trabajar al bar donde atiende los fines de semana por 150 pesos la jornada. “Nada. Pero la diferencia la hago con propinas.” Hoy recorre el barrio; dejó a dos de sus hijos en casa de una amiga, dos en otra, dormirá ella en una tercera. “Y mientras tanto busco a ver si encuentro algo que me sirva. Total perdí todo.” A la mañana, junto con otros vecinos, había llegado hasta la Municipalidad; “no había nadie”.

En algunas casas, un alambrado fresco reemplaza las rejas. En otras, no ha quedado ni dónde estaquear eso, o la urgencia es terminar de reponer un techo con las chapas conseguidas de apuro. Desde la calle, Patricia, la dueña de la bomba de agua que a falta de electricidad puede funcionar a fuerza humana, calcula que “por suerte esta pieza hoy la terminamos de techar”; eso quiere decir que al menos ella, su marido, sus tres hijos pequeños, su hija “que está juntada y tiene dos chicos”, y quizá su cuñado se salven de la intemperie.

Frente a la casa de Ariel hay un gran descampado. Al otro lado está Cascallares, el barrio en el que ninguna casilla ha conservado las chapas. En la noche del miércoles, cuando su hermana Lourdes lo llamó para decirle que volviera urgente porque se volaba todo de su casa, Ariel suspendió el ensayo con su banda, pero creyó que era una exageración. Pero no: los árboles estaban pelados, las casillas del terreno desaparecidas por el viento, las calles llenas de ramas y cables y chapas salidas no se sabe de dónde. Al llegar, comprendió que era cierto: el viento había destapado la casa como si hubiera sido una caja, levantado y volado ropa, objetos, muebles.

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El ventarrón se embolsó dentro de las casas y arrancó de cuajo algunos techos.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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