SOCIEDAD › OPINION

Imágenes de Juan Fresán

 Por Juan Sasturain

Juan Fresán pertenecía en cierto modo a ese tipo de artistas secretos que realizan una obra detrás de la que quedan ocultos; no porque la obra permanezca inédita o tenga una circulación reducida sino por ser, de alguna manera, demasiado manifiesta. Es lo que le pasa a Dios, precisamente, cuyo Universo suele ser atribuido a autor anónimo o se da simplemente por hecho. Juan Fresán fue durante muchos años jefe de arte, diseñador gráfico –antes de que el rótulo se popularizara–, es decir, responsable de la concepción de imágenes que poblaron revistas, afiches, avisos y portadas de libros, entre otros lugares de regocijo. Fue un hombre joven en los movidos sesenta y vivió esos años en Buenos Aires con la misma intensidad que le puso a su vida cuando le tocó irse –como a tantos– en la década siguiente para seguirla en Venezuela y otras latitudes. Pero siempre anduvo con el lápiz en ristre. Fresán hizo muchas cosas, claro. Pero más vale lo que la memoria conservó. Puntualmente recuerdo –lector atento de revistas, por entonces– aquel extraño experimento ideológico y formal que fue el fugaz semanario La Hipotenusa, raro fruto de “humor para gente en serio” asomado para el otoño del ‘67, en pleno gobierno de Onganía: nacionalismo político –los veteranos Botana, Murray, Rosa, incluso Jauretche– y el humor exquisito y desmarcado de Brascó, más Quino, Oski, César Bruto, hasta Copi... No faltaban ni Paco Urondo ni el brillante Daniel Giribaldi, Roberto Páez, César Tiempo, Marcucci y Enrique Silberstein. A semejante cóctel la daba modernísima imagen Juan Fresán, del que se decía en un texto ilustrado con el peripatético Johnny Walker: “Es inexacto y capcioso que se trate de una sigla: existe”. El diseño pop a la moda de Fresán mezclaba fotos quemadas con collages y mucho blanco. La Hipotenusa fue fugaz e inolvidable. Los que venimos y vamos habitualmente de y hacia la literatura solemos recordar también dos libros-objeto suyos que supongo han de quedar como obras de referencia por su sutileza e inteligencia. Uno es una biografía gráfica de Borges –cuadrado, blanco y negro– que sacó Siglo XXI ojalá me acordara cuándo, que combinaba fotos “intervenidas” del maestro –había un laberinto de líneas rectas superpuesto a su rostro– con frases y definiciones. Notable. El otro libro, grande, apaisado, simple y originalísimo, era una versión de Casa tomada, el cuento de Cortázar, dispuesta tipográficamente sobre el reiterado plano de la casa que los dos hermanos van abandonando paulatinamente. En las primeras páginas, el texto ocupaba todas las habitaciones, en las sucesivas, las palabras se iban agrupando en la zona limitada en la que se recluían para terminar, con la última frase, en la calle. Una maravilla. El hombre que pensó e hizo estas bellezas que muchos compartimos se murió el viernes pasado en Buenos Aires, cerquita de la Plaza San Martín, en el departamento lleno de cosas donde vivía.

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