SOCIEDAD

Cómo funciona el sistema de engaños y explotación

Los inmigrantes bolivianos son traídos de su país con promesas falsas. Aquí, cientos de talleres los recluyen como semiesclavos. Denuncias previas.

Lo que otra vez sale a la luz, en esta oportunidad con la fuerza de las llamas que consumieron un taller textil, es el sistema de explotación en el que viven cientos de inmigrantes bolivianos en el corazón de la ciudad de Buenos Aires. Tal como denunció Página/12, a raíz de una presentación de la Defensoría del Pueblo porteña, hay decenas de talleres dispersos en el territorio porteño donde personas que llegan desde Bolivia con promesas de un salario atractivo trabajan en jornadas interminables. En esos mismos sitios, viven junto a sus hijos mal alimentados y en muchos casos sin jamás cobrar un centavo. Sus patrones acallan cualquier atisbo de protesta con la amenaza de que serán deportados por carecer de documentos.

Sólo en quince cuadras del barrio de Parque Avellaneda, la Defensoría calcula que existen 40 talleres en los que se trabaja en condiciones que pueden ser comparadas con la esclavitud. Tienen las fachadas de casas como cualquiera. Por dentro, son el infierno. Cuando las estimaciones abarcan a los lugares similares en partidos del conurbano, como Lomas de Zamora, Avellaneda y La Matanza, los trabajadores pueden llegar a ser unos 150 mil. Según el organismo, cada uno de esos empleadores comete los delitos de tráfico ilegal de personas, reducción a la servidumbre y violación de la ley de trabajo a domicilio.

La cadena de producción y explotación funciona a la perfección. Los trabajadores son atraídos por medio de anuncios de trabajo en los diarios y las radios de Bolivia. El miedo a la desocupación y la pobreza en su país los termina de convencer a la hora de tomar la decisión. En largos viajes en micro llegan a Buenos Aires, a un destino completamente diferente al de las promesas. Una vez aquí, les quitan los documentos y son puestos a coser durante jornadas de hasta 18 horas. La labor suele detenerse para algunos sólo cuando, agotados, dejan caer sus cabezas sobre las telas. Los sábados y domingos no difieren en nada, el trabajo continúa. Ocasionalmente los patrones organizan fiestas en las que los trabajadores son obligados a tomar alcohol en abundancia.

El salario no supera los 400 pesos, pero nunca ven uno solo de esos billetes. “Dejá que yo te lo guardo. A vos te lo pueden robar o lo vas a perder. No te preocupes, después cuando te vas te doy todo junto”, mienten los patrones. Si alguno decide irse, los amenazan con llamar a la policía. Si llegan a escapar, lo hacen sin dinero. El destino es la calle.

En el mismo ambiente en el que cosen, viven familias enteras, hacinadas. Los chicos generalmente son encerrados en habitaciones para que no entorpezcan la producción. En muchos casos, de allí no salen ni siquiera para ir a la escuela. Y la comida que reciben es escasa. Algunos, incluso, con sólo 12 años, son obligados a trabajar junto a sus padres.

Hasta el cónsul adjunto de Bolivia, Albaro Gonzales Quint, había reconocido la situación, aunque la embajada no realizó ninguna denuncia porque buscaba “una solución que no sea traumática”. “Los patrones los traen de Bolivia, no los dejan salir de los talleres, los hacen trabajar 18 horas por día, les retienen los documentos, de manera que no pueden regularizar su situación migratoria, y cuando les hacen un reclamo, les dicen: ‘Andá a la policía, vas a ver cómo te deportan’”, contaba el diplomático. Esa situación, según denunciaba, contaba con la tolerancia de algunas comisarías, que cobraban una “protección”.

De acuerdo con las denuncias, las prendas confeccionadas se venden en locales de la calle Avellaneda, en Capital Federal, y en gigantescas ferias de lo trucho, como La Salada, en Lomas de Zamora.

Las presentaciones de la Defensoría buscan que los dueños de los talleres sean juzgados por trata de personas, un delito internacional. En ese caso, la nueva Ley de Migraciones no permite que las víctimas sean deportadas, ya que no los considera ilegales. El objetivo perseguido no es la clausura de los locales, sino su adecuación a la legislación vigente.

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El año pasado, Página/12 recorrió varios talleres y reveló las condiciones de vida en ellos.
Imagen: Ana D'Angelo
 
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