SOCIEDAD › LA HISTORIA DE MIGUEL

El balazo policial

 Por Martín Piqué

Cuando se escuchó la voz de alto, Miguel Da Silva caminaba con dos amigos por la esquina de Darwin y Carriego, en el barrio Satélite, de Moreno. Venían jugando. Se tiraban piedras a los pies, para obligarse a saltar. Hasta que un grito los sacó de su pasatiempo. Venía de una camioneta de la Bonaerense, el móvil 7699. La manejaban Eduardo Salto y Juan Sebastián Alvarez, subteniente y agente raso de la comisaría 1ª de Moreno. Buscaban a tres jóvenes que le habían robado a una maestra en la EGB 41. Le habían quitado un celular y una cadenita. Eran las 17.20 del 6 de octubre del año pasado. El robo había ocurrido veinte minutos antes, a unas doce cuadras. Tras dos llamadas de alto de los policías y luego de que Miguel siguiera caminando a pesar de las órdenes, un tiro retumbó en el silencio de la tarde. El agente Alvarez había disparado su arma reglamentaria. Miguel, alumno de la EGB 56, murió al día siguiente. Hace ocho meses, la familia denunció el hecho como otro caso de gatillo fácil de la Bonaerense. El episodio se suma a varios antecedentes de la policía de Moreno, uno de los municipios más pobres del conurbano y que ahora volvió a quedar bajo la lupa tras el crimen de Lucas Ivarrola.

Miguel y Lucas tuvieron varias cosas en común. Ambos vivían en barrios pobres de Moreno –el primero en Satélite, Lucas en La Perlita–, tenían quince años y fueron acusados de haber cometido un robo. La imputación contra Miguel partió de la policía, a Lucas lo acusaron algunos vecinos.

Los dos policías que actuaron en el incidente del 6 de octubre, que terminó con Miguel agonizante con un balazo en el estómago, declararon ante sus propios compañeros. El acta de procedimiento fue anexada a la causa por resistencia a la autoridad y robo que se abrió en el Juzgado de Menores Nº 3 de Moreno, a cargo de Mirta Guarino, la misma que intervino en el caso de Lucas. Según los uniformados, Miguel no hizo caso a la voz de alto. Tras caminar seis metros, se habría dado vuelta, arrojado un pulóver al piso y mostrado “un arma en la mano, a la altura de la cintura, con la que apuntó a Alvarez”. El policía manifestó verse “sorprendido por esa actitud del caco (sic)”, por lo que le efectuó “un disparo a la altura del arma”.

El incidente convocó a unos cuantos vecinos que escucharon el disparo y corrieron hacia el lugar. Lo que sucedió entonces alimentó las sospechas de la familia. Los policías no consiguieron a ningún testigo que certificara que Miguel llevaba un arma. Por el contrario, los vecinos dijeron que el adolescente no portaba ningún revólver. Como descargo, los uniformados argumentaron que no pudieron conseguir testigos por “la presión de las personas que se llegaron al lugar”. La ausencia de testigos es un tema clave: podría sugerir que la muerte de Miguel fue un ajusticiamiento a sangre fía. Según el acta firmada por los bonaerenses, a Miguel le incautaron un revólver calibre 32 largo, marca Rauger numeración 01923, con cintas adhesiva en las cachas.

Pero hay otro relato que contradice en todo la versión de la policía.

El arma

La tarde del 6 de octubre, Gladys Da Silva, 35 años, vecina de Satélite y madre de cinco hijos, escuchó pasar un vehículo a gran velocidad por el frente de su casa. Se sobresaltó, pero no se imaginó lo peor hasta que llegó una vecina. “Es tu hijo, ¡andá, corré!”, le avisaron. Corrió, dio vuelta a la manzana y se encontró con su único hijo varón tirado en la vereda. Y a pocos metros de su hijo, el policía Alvarez. “Era un policía rubio, jovencito, altanero, con un corte en la cara. Miguel llevaba una chomba color azul con puños de manga larga, era la chomba que más le gustaba. Ese día no secuestraron ningún buzo. El otro policía (Salto) era más grande. Yo lo vi tirar el arma. Y el rubio empezó a decir ‘con ésa me disparó’. Miguel medía 1,85. Nadie se imaginaba que tenía 15 años. Para todos era un chico de más de veinte años.”

Gladys dice que vio a Salto cuando ponía el arma cerca de donde estaba su hijo. Luego de que Alvarez le disparara a Miguel, en el lugar se comenzó a juntar bastante gente. La mayoría, vecinos del barrio. En ese momento un remís “trucho” (llevan a cuatro pasajeros a una tarifa única: un peso) pasaba por ahí; Gladys lo detuvo para pedirle que llevara a su hijo al hospital. El propietario del remís que llevó a Miguel hasta el hospital de Moreno, Héctor Nieva, declaró no haber visto ningún arma a excepción de la pistola 9 mm reglamentaria de Alvarez, “que apuntaba a Miguel”. La maestra víctima del robo, cuando la policía le mostró los elementos incautados, reconoció el revólver y dijo que el jogging que llevaba Miguel esa tarde era el mismo que le había visto al joven que le había robado. Sin embargo, la cadenita y el celular robados –el botín del robo– no estaban en poder del joven que recibió el disparo.

Miguel, bastante fornido, no se correspondía demasiado con la primera descripción que había hecho la víctima del robo. “Contextura física delgada y estatura 1,70”, detalló la docente. Lo mismo había dicho la testigo Varela. “Tez trigueña, contextura física delgada, de 1,70 y 16 años.” En el acta, los policías describieron a Miguel como “tez trigueña, contextura física delgada y de un metro 75”. Donde encontraron una similitud inequívoca es en el color de la piel. Miguel era bien morocho. “Era un negro hermoso. Era mi morocho. Le decían Cocoliso (como el bebé protegido por el marinero Popeye en el famoso dibujo animado) porque mi papá usaba pipa”, dice Gladys mientras muestra una foto de su hijo. Para la policía, la “tez trigueña” lo convirtió en sospechoso del robo: “Uno de ellos guardaba rasgos físicos similares a quien asaltara a la docente”, redactaron en el acta.

El ídolo

Gladys tiene el pelo enrulado y corto. En el living de su casa, que está construida mitad con ladrillos y material y mitad con madera, conviven un cuadro con la figura encarnada del Sagrado Corazón, un poster de Leo Mattioli, máximo exponente de la cumbia romántica, y un cuadrito plastificado, naïf, de un niño rezando con una aureola sobre de su cabeza. En la pared se destaca un afiche con una foto de su hijo muerto y la leyenda: “Justicia para Miguel. La justicia no se mendiga, se exige”. Ese mismo afiche se puede ver en muchas zonas de Moreno, en comercios, estaciones de colectivo, plazas. Gladys está acompañada por sus hijas, Marta, Johanna y Ayelén, y su pareja, Osvaldo Papasidero, colectivero. Salvo Osvaldo, hincha de Boca, todos los demás son de River. También Miguel adoraba al club de Núñez, pero era fanático de Carlos Tevez.

El fanatismo tenía su explicación. La tía de Miguel vivía en Fuerte Apache, en el piso de arriba de la familia del jugador. Y él solía quedarse algunos días en el departamento, en uno de los monoblocks. Con el jugador de la Selección compartía el gusto por la cumbia. Tocaba teclados y estaba empezando a organizar un grupo con sus amigos. Luego de que lo mataran, el grupo debutó en una peña convocada para juntar fondos para poder pagar un colectivo para movilizarse al centro de Moreno en reclamo de justicia. “Nuestras marchas empezaron por rabia, porque el día que lo estábamos velando, los policías que hieren a mi hijo (Alvarez y Salto) estaban levantando pibes de la EGB 56”, cuenta Gladys.

Al agente Alvarez se le abrió una causa por lesiones graves en la UFI 10 de Mercedes, a cargo del fiscal Minetto. Cuando Miguel murió, la carátula cambió a homicidio. El policía fue detenido, pero a los dos días salió en libertad. Miguel fue enterrado el 9 de octubre. Luego de la sepultura, familiares y amigos marcharon a la comisaría 1ª de Moreno. “Un grupito de policías se reía de nosotros en la puerta de la seccional. Al día siguiente hubo una enfrentamiento, porque los chicos escribieron un patrullero con aerosol. Terminamos yendo a la catedral de Moreno. Desde entonces decidimos evitar las provocaciones de ellos”, relata su madre. Para ella, contar su historia es una forma de protesta.

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