SOCIEDAD

Los cien años del hombre que derrotó al ángulo recto

 Por Eric Nepomuceno *

La verdad es que no recuerdo el año, y ahora no logro saber si fue en 1984 o 1985, que conocí a Oscar Niemeyer. Sin embargo, traigo nítido el impacto de aquel encuentro. Primero, porque estaba frente al hombre que inventaba y reinventaba formas libres, en un vuelo osado que desconocía límites. Y segundo, porque me impresionó su vitalidad. Se acercaba a los ochenta años de una vida intensa y trabajaba con tenacidad juvenil y a una velocidad impresionante. El grueso plumón negro con que diseñaba –y diseña– líneas imposibles y formas sorprendentes no descansaba, desafiando toda y cualquier noción de equilibrio y mostrando que la arquitectura, como él dice, es sorpresa.

Una tenacidad muy cercana, una vitalidad parecida a la que ostenta todavía hoy, cuando cumple cien años. Sigue trabajando todos los días de la semana, de las nueve y media de la mañana a pasaditas las ocho de la noche, cuando sale a cenar, tomar vino, reunirse con amigos y fumar sus puritos holandeses. A veces me junto con él, y ese privilegio no hace más que confirmar que la vida no me debe nada: yo sí le debo a ella.

Hace poco, el presidente Lula da Silva lo fue a visitar en su estudio en Río. Vio sobre una mesa la caja de puros. “Oye, Oscar, ¿tú sigues fumando?” Y al oír la respuesta, se alegró: “¿Ven? Si él fuma y llegó a los 96, voy a seguir fumando para ver si llego a tanto...”.

Se equivocó el presidente: hace mucho que Niemeyer pasó de los 96. Y faltó recordar que no es éste el único hábito que el arquitecto de las curvas y de la libertad mantuvo intocable: sigue absolutamente leal a sus creencias, a sus amigos, mantiene una generosidad sin par, no cambió una coma en su manera de ver el mundo y la vida. Es un joven rebelde, y llegar a los cien no le quita ni un milímetro de sus principios de acero. Es dueño de una irremediable fe, profundamente humanista, en el futuro. Hace poco, alguien le preguntó por la ventaja y la desventaja de vivir tanto. No titubeó en su respuesta fulminante: “No soy pesimista, soy realista. El balance que hago de esa trayectoria es realista. No quiero hablar de la vida con el desprecio que ella se merece. No quiero recordar la miseria y la violencia, que crecen por todas partes, y ese futuro sin solución que nos quieren imponer como un destino. Prefiero pensar que algún día la vida será más justa, que los hombres ya no se mirarán buscándose defectos unos a otros, y que al contrario, habrá siempre la idea de que en todo existe un lado bueno. En ese día, uno tratará de ayudar al otro. Será cuando prevalezca la solidaridad”.

Esa preocupación con lo injusto de la vida y con la necesidad de preservar a cualquier costo la esperanza en un futuro igualitario es uno de los ejes alrededor de los cuales gira la existencia de Oscar Niemeyer. “La arquitectura no tiene ninguna importancia –dice uno de los mayores arquitectos de la historia contemporánea–. Lo importante es la vida, los amigos, la mujer amada y la necesidad de luchar para cambiar este mundo injusto.”

Dice también que la vida es un soplido: “Están los que aseguran que después de que me muera vendrán otras personas para ver mi obra. Pero esas personas igual morirán. Y vendrán otras y otras, que también morirán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad”.

Quizá por pensar así no se haya preocupado jamás con la permanencia, en el futuro, de sus obras esparcidas por medio mundo. Prefirió seguir trabajando, creando. Cada vez que le preguntan cuál es su trabajo favorito, nombra al presente. Porque, claro, llega a los cien trabajando. Ninguna gloria lo afecta. Ganó todas las condecoraciones y todos los honores posibles, entre ellos el premio Pritzker, el Nobel de la arquitectura. Y siguió igual.

Están las obras de Brasilia, está el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, al otro lado de la bahía de Río, y el Memorial de América latina, en San Pablo. Su diseño único está sembrado en Francia, Italia, Venezuela, Argelia: por todas partes hay marcas de ese Oscar Niemeyer que no hizo más que inventar maravillas, liberar la levedad y las curvas, desafiar lo imposible. De ese hombre que jamás se resignó a lo existente. Que por creer en el futuro se lanzó rumbo a él, lo atrajo, lo reinventó. Ahí están sus digitales.

Y él, a su vez, estará hoy, sábado 15 de diciembre, como más le gusta: al lado de su mujer, con quien se casó hace dos años luego de enviudar, rodeado por sus amigos más cercanos, viendo el paisaje de Río y empeñado en su permanente lucha por mudar ese mundo injusto y esa vida de desigualdad.

Mientras no lo logra, crea más y más belleza.

* Escritor brasileño.

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